A los 17 años, Morella quería ir a la universidad. Era 1988, y junto a una amiga se debatía sobre qué carrera estudiar. En aquella época, era una adolescente extrovertida y rebelde de cabello largo, que amaba la playa. Vivía con su madre y sus dos hermanas. Un día, después de hacer las diligencias para entrar en la universidad, un muchacho le ofreció la cola a su casa. Su nombre era Mathías Salazar.
Hoy conocemos a Mathías Enrique Salazar Moure por las atrocidades que se le imputan: violencia psicológica, amenaza, violencia sexual y esclavitud sexual, delitos previstos en la Ley Orgánica sobre el Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, con el agravante de inducción al suicidio, del artículo 99 del Código Penal. Morella fue su primera víctima conocida; luego fueron rescatadas otras tres mujeres: Fanny (23 años en reclusión), su hija María que nació en cautiverio, y la esposa de Salazar, Ana María (de 32 a 34 años aislada, quien no ha denunciado a su marido). Las tres adultas estaban en las mismas condiciones: en encierro forzado, humilladas y agredidas sexualmente.
Pero en ese entonces —por lo que la familia de Morella le contó a Oscar Hernández, el sobrino de Morella que está llevando la vocería del caso— Salazar era solo un pretendiente más. Sin embargo, la madre de Morella empezó a sentirse incómoda en su presencia y con las dinámicas de la relación entre él y su hija. Salazar era carismático, astuto y grosero, no respetaba las reglas de la casa y se metía en conversaciones ajenas a él. Un día, la madre de Morella los escuchó discutir. Vió que Salazar acorralaba a su hija, que parecía aterrada, en una esquina, sin gritar ni tocarla. Luego se supo que, para ese entonces, Salazar ya tenía a su esposa Ana María encerrada desde hacía por lo menos un año en su casa en Las Mayas.
Cuando ya Morella tenía 18 años, ocurrió el primer quiebre importante: un día Salazar le gritó frente a la familia y los primos tuvieron que intervenir. Consolaron a Morella mientras Salazar se iba, y lo escucharon gritar una y otra vez: “Ya van a ver cómo me la voy a llevar”. La mamá de Morella le rogó terminar con Salazar. Le prohibió verlo y hablarle, y se mantuvo atenta a las llamadas telefónicas y a si lo veía rondando durante la noche.
Pero Salazar encontró la forma de hablar con Morella y de aprovecharse de las tendencias rebeldes de la muchacha para separarla de su familia. La llamaba cuando nadie estaba en casa y la convenció de que tenían un gran amor que podía vencer todos los obstáculos. “Mi familia describe a Mathías como una persona muy inteligente y manipuladora. Sabía cuándo hacerse querer y cuándo inspirar miedo”, dice el sobrino de Morella, un futuro abogado con experiencia gubernamental en materia de derechos de la mujer. “Probablemente él manejó la situación de esa forma para generar rechazo de parte de la familia, lo que le sirvió en su narrativa para que Morella se fuera con él”.
Este patrón se repite en el testimonio de Fanny, raptada por Salazar el 23 de septiembre de 1997, cuando Morella ya tenía 8 años y 9 meses encerrada. La familia de Fanny también prohibió la relación, que ellos continuaron a escondidas. Apenas Fanny cumplió la mayoría de edad, Mathías le propuso huir juntos y mientras recogían su ropa amenazó a la familia con un arma. Unos días después Fanny se mudó con él y estuvo en cautiverio por 23 años en la torre D del mismo complejo residencial donde estaba Morella. Completamente aislada, Fanny dió a luz a su hija María y la crió por 20 años.
El 23 de diciembre de 1988, Morella le dijo a su mamá que iba a sacar la basura. En las dos bolsas en realidad llevaba su equipaje. Fue al terminal de Valencia y tomó un autobús a Maracay para encontrarse con Salazar. Al día siguiente la llamó por teléfono y le dijo a su madre “no me busquen. Todo va a estar bien”. Nunca volvió.
Te voy a hacer cosas malas
Morella nunca tuvo las llaves de su nueva casa. Antes del apartamento en Los Mangos de donde se escaparía, vivió en dos hoteles, en un anexo y en un apartamento en Los Samanes, también en Maracay.
Los tres primeros años le parecieron normales, a pesar del aislamiento, de la separación de su familia, de las explosiones de ira y del control total que tenía Mathías sobre sus actividades dentro del hogar. Su madre cuenta que durante esos primeros tres años recibía llamadas de una mujer que imitaba la voz de su hija y le decía que estaba bien, que no la buscaran y que era feliz. Como sabía que no era Morella hizo la denuncia en la Policía Técnica Judicial. Luego encontraron la dirección del captor. Cuando la familia de Morella tocó la puerta de la casa de Salazar, su madre, Margarita Moure, fue muy agresiva: “Váyanse de acá, dejen a mi hijo en paz. Él es un buen muchacho”. La familia de Morella no volvió a intentar confrontarlos, pero no se olvidaron de ella. Su madre decidió no cambiar su dirección o su teléfono para que Morella pudiera contactarlos si escapaba.
Después de esos tres años algo cambió. Un día Mathías le dio una orden y ella no obedeció. Esa fue la primera vez que la golpeó, repetidas veces en el pecho con sus nudillos. “Ese fue el día que Salazar se esforzó por dejar varias cosas claras: él era quien mandaba y si Morella no cumplía sus órdenes habría consecuencias”, cuenta su sobrino con serena indignación.
Desde entonces Salazar empezó a hablar menos, y si lo hacía era solo para proferir órdenes y amenazas. “Recuerda que te voy a hacer cosas malas”. También era normal que la privara de agua, luz y comida. Después de los primeros golpes se volvieron normales las agresiones sexuales violentas.
Los últimos 18 años Morella los pasó en el apartamento 43C de la torre C del Conjunto Residencial Los Mangos, en Maracay. Tenía prohibido hacer ruido y procuraba que ninguno de los vecinos notara su existencia. Tenía que pedir permiso para ir al baño, para asomarse por la ventana, para levantarse, para sentarse, para comer, para tomar agua, para moverse. También tenía que pedir permiso para hablar, razón por la cual Morella y Salazar casi no intercambiaron palabra en los últimos 18 años.
Lo único que aliviaba a Morella era estar sola. “Cuando Mathías obtenía lo que quería, se iba. Durante los últimos dos años, la violencia sexual fue particularmente cruel y repetitiva. Mathías entraba a la casa y Morella se levantaba de la cama inmediatamente, porque no tenía permitido estar acostada en su presencia, ella siempre tenía que estar sentada frente a él. Salazar se acostaba, en total silencio, y esperaba. Morella sabía que debía tener relaciones sexuales con él para que se fuera. Sentía mucho alivio cuando escuchaba que Mathías cerraba la puerta del apartamento”.
Cuando se quedaba sola, limpiaba. Eso la hacía sentirse útil, humana. Así desarrolló un trastorno obsesivo compulsivo con la limpieza. También cuidaba una planta y escuchaba radio en la oscuridad, porque Salazar había quitado todos los sócates. Morella anotaba todo lo que le interesaba de la radio en un cuaderno que la acompañó los últimos años de su cautiverio. Noticias, recetas, películas que quería ver y viajes que haría cuando escapara. Había cosas que no se atrevía a anotar, por miedo a que Salazar las leyera, pero las memorizó, como la dirección de la Casa de la Mujer, institución autónoma que defiende los derechos de la mujer en Maracay.
Algunos rumores y dos policías
En redes sociales, varios vecinos confirmaron que habían escuchado los rumores de una mujer encerrada desde hacía años en el cuarto piso. Aunque Salazar decía que el apartamento estaba desocupado y que lo visitaba cada cierto tiempo para garantizar que todo estuviera en orden, muchos se preocuparon, prohibieron a sus hijas hablar con Salazar en los pasillos y no se acercaban más al apartamento a preguntar si alguien necesitaba ayuda por el miedo. Algunos hablaron de lo que pasaba en el edificio con la periodista Yohanna Marra, y hasta plantearon que podría ser actividad paranormal. Un diciembre, por ejemplo, un vecino vio a Salazar llegar al apartamento con un pan de jamón en la mano, y le pareció curioso que alguien llevara comida navideña a un apartamento vacío. Otros dijeron que los problemas de pareja debían resolverse en privado. Varios llegaron a confrontar a Salazar: le hablaban de los ruidos que a veces escuchaban dentro del apartamento. Cada vez que eso ocurría, Salazar golpeaba a Morella con saña y el miedo hacía que ella se esmerara en no hacer ningún ruido, oír muy bajito la radio y caminar con mucho cuidado.
Un día, que Morella no puede determinar, un vecino se atrevió a hablar con la policía y ésta se acercó al apartamento. Cuando los escuchó en la puerta se mantuvo en silencio, pero la policía no se iba. Morella tardó en encontrar una voz que no había usado en años, y en tono muy bajo, logró decir: “Por favor, váyanse. Aquí todo está bien, tranquilo, y si él se entera que vinieron no me van a dar permiso para salir”. La policía se fue y nunca volvió. Salazar también la golpeó esa noche, por haber respondido.
Hubo un tiempo en el que Salazar dejó de agredir sexualmente a Morella. Ella creyó que al menos esa violencia había terminado y se sintió un poco aliviada en la casa. Salazar solo la visitaba entonces para darle agua y comida. Pero en los últimos dos años de su encierro, volvieron las violaciones con una brutalidad tan espantosa que Morella volvió a soñar con una vida fuera del apartamento.
Mathías la visitó y agredió por última vez el 23 de enero de 2020.
El 24, Morella se logró escapar.
Llamen a mi mamá
Ese día Morella estaba limpiando y encontró unas llaves en la cocina. Ni un minuto se demoró en estudiar algo que no había tenido en sus manos en tres décadas: se acercó decididamente a la puerta y giró la llave. Apenas puso un pie fuera del apartamento, recordó las pocas ocasiones en que había podido salir, siempre acompañada de Salazar. Cuatro veces estuvo Morella en la calle en sus 31 años de reclusión, para tratarse infecciones urinarias. La primera vez no entendía los sonidos de la ciudad ni la sensación del sol en su piel. Tuvo que sentarse en el asfalto a llorar del miedo. Salazar le dijo al oído: “¿Vas a llorar por esta estupidez?”. Un médico la revisó mientras ella mantuvo los ojos bien abiertos y total silencio, al borde del llanto, bajo la mirada de Salazar. El médico nunca llamó a la policía. También se supo que en el caso de Fanny, cuando ella dio a luz en 2000, Salazar sobornó al personal médico para que no dejaran pasar a los familiares de ella. Al hermano de Fanny lo sacaron gritando de la Cruz Roja.
El día de su escape, después de abrir la puerta, Morella empezó a bajar las escaleras. Dos pisos más abajo se asomó por la ventana y sintió un profundo vértigo y una impaciencia abrumadora al ver que todavía no se acercaba a planta baja. Al llegar a la entrada, el vigilante la vio con sospecha y le abrió la puerta. Morella salió a la calle.
“Llamen a mi mamá, por favor”, decía a los transeúntes. “¿Dónde queda la Casa de la Mujer?”, preguntaba una y otra vez, en una ciudad totalmente desconocida para ella, mientras intentaba controlar el miedo de que Salazar la encontrara. Caminó dos horas, perdida, llegó hasta Calicanto y se tuvo que devolver hasta encontrar La Casa de la Mujer, que queda a dos cuadras del apartamento de Los Mangos. Contó su historia, pero no le creyeron y, debido a la falta de personal, la refirieron a otra organización: el Instituto de la Mujer.
Al llegar ahí, el abogado Ricardo Díaz la escuchó atentamente y avisó a la coordinadora del Instituto en Aragua, Rosa Perdomo, y a otros miembros de la institución. Ellos la consolaron y presionaron a sus superiores para que se tomara el caso con seriedad, pero la presidenta de la institución y la secretaria sectorial en equidad de género se acercaron al caso con suspicacia. Fueron Díaz y Perdomo los que contactaron a la Fiscalía, lo que debió haber sido el primer paso.
El gobierno regional todavía no se ha pronunciado sobre ninguna de las víctimas ni sobre la negligencia institucional que permitió que Morella estuviera en cautiverio por 31 años y durante el mandato de siete presidentes.
Morella está viva
El 26 de enero el CICPC tocó la puerta en la antigua dirección de Morella. Ahora vive ahí su sobrino junto con otros miembros de la familia. “Morella está viva”, le dijeron al muchacho que creció oyendo lo que le contaban de la tía que no conocía.
A llegar a la que alguna vez fue su casa, luego de unos días bajo cuidado de la Fiscalía, Morella pidió que le pusieran tres películas de Disney que había esperado casi dos décadas para ver: Mulán, Pocahontas y Hércules. Ese día toda la familia se sentó con ella a ver Mulán. Al terminar, Morella comentó que le gustaban esas historias: las de gente fuerte que quiere luchar.
A veces su sobrino se siente abrumado, pero agradece poder estar ahí. “Morella ahora se está restableciendo y entendiendo su relación con su entorno y la familia. A veces pide permiso para hacer ciertas cosas. Está aprendiendo mucho, todos los días es algo nuevo”. Unos amigos de la familia le ofrecieron un curso de repostería cuando supieron del recetario en su diario de cautiverio. Empieza la próxima semana. “Nos asombra que mi tía haya encontrado la fuerza para escapar después de tantos años de maltrato. Se perdió pero llegó a donde quería ir. Nos encontró. Ahora también nos asombra la voluntad que tiene para disfrutar lo que logró, para declarar y colaborar en el caso. Es una mujer muy decidida”. Oscar suspira, y agrega con esperanza: “Nos sentimos asistidos por las instituciones del Estado, específicamente por el Ministerio Público, han sido diligentes”, y se despide: necesita descansar.