Mérida, 7:10 pm. Luego de pasar toda la tarde sentada escribiendo con mis audífonos reproduciendo “Cage the Elephant” —un poco de punk rock en loop para mantenerme a un ritmo casi deportivo mientras trabajo— me doy cuenta de que el sol ya se ocultó. Miro al edificio de enfrente y solo un par de ventanas muestran alguna iluminación. Me concentro como quien trata de entender un misterio profundo, aunque realmente lo que quiero es saber si del otro lado de la calle hay luz o no. Hoy yo he corrido con suerte y a esta hora en mi urbanización aún tenemos electricidad, pero seguramente en otros lugares de la ciudad no haya sido igual.
A veces me cuesta saber con claridad si la oscuridad que inunda los apartamentos en la noche es producto de los cortes eléctricos o del efecto de la migración. Muchas casas solo cuentan con algún cuidador que pasa de vez en cuando a revisar que no se hayan robado nada o, en el peor de los casos, que no hayan sido invadidas por algún aprovechado. Luego de algunas cuentas matemáticas, cruzando los datos de hora, día y sector, concluyo que efectivamente mis vecinos son víctimas de un nuevo corte de energía. Estas cuentas son irracionales para quien no haya vivido en Venezuela, pero intentaré explicarlo.
Recuerdo que, temprano en la tarde, las luces de los postes estaban encendidas en varios sectores de la ciudad, como en un juego perverso cuya mecánica no logro descifrar del todo: Corpoelec de día nos recuerda que tienen la capacidad de iluminar las calles y de noche se burlan dejando nuestras caras sumergidas en la oscuridad.
Un amigo me escribe por SMS, ya que con las caídas de la electricidad las líneas telefónicas y el internet dejan de funcionar parcial o totalmente. “¿Qué haces? No tengo electricidad ¿Quieres ir por unas birras? 7:15 pm”. Es importante el uso de la hora en nuestros textos para verificar que los mensajes son del presente inmediato.
En el recorrido hasta el bar de siempre, veo que a pesar de la oscurana pequeños grupos de personas caminan con total normalidad: familias con niños pequeños, algunas parejas que se abrazan mientras caminan y grupos de chamos que probablemente se dirijan al mismo bar que nosotros.
A pesar de que vamos en un carro y que la oscuridad es casi total, puedo ver que la expresión en los rostros de los caminantes es de total tranquilidad, algunos incluso ríen.
A mi amigo no le sorprende. Me comenta que tiene varias semanas viendo que esta escena sucede a cualquier hora de la noche y de la madrugada. “Qué loco, ¿no?”, es lo único que puedo decir ante todas las dudas que me genera esta situación.
Me llega la atmósfera de una historia distópica y decido anotar en mi libreta algunas palabras escuetas para desarrollar una historia más adelante. Pareciera que en la oscuridad cotidiana el miedo es el único vencido.
“Esto no durará mucho tiempo, esto no durará mucho más”, interrumpe súbitamente la radio del carro. Llegó la luz en algún sector y una emisora por fin puede transmitir su señal con música automática. Suspiro y me río: “Y-na-da- si-gue- igual”… desde que tengo memoria.
Pese a que no hay electricidad en el bar, las birras están frías y el lugar full. Coincidimos con otros panas y aprovechamos para sentarnos en su mesa. Con el primer brindis en el bar, decidimos que en nuestra mesa no se hablará de política ni del país —como si esas palabras tuvieran algún sentido en medio del apagón— y que la multa para quien saque el tema será pagar una ronda de cervezas. En una mesa con siete personas, la posibilidad de tener que afrontar ese castigo es una amenaza real, no vale la pena arriesgarse.
Bailamos, reímos, bebemos y cantamos. Pasamos la noche en una extraña normalidad que a muchos podría ofender, pero para todos el día dura 24 horas y ni siquiera aquí podemos pasarlas completamente sumidos en el sufrimiento.
Cerca de la madrugada, ya hemos olvidado nuestro reto inicial y la conversación sobre política nos invade como una neblina inexorable. No decimos nada nuevo pero al menos liberamos nuestros miedos, rabias y ansiedades. Alguien hace un comentario que me parece bastante desacertado pero para no caer en discusiones absurdas, solo anoto en mi libreta algo más para el futuro relato: “¿Sueñan los comunistas con guerras eléctricas?”.
Cuando comento lo extraño que me pareció ver gente caminando en medio de la noche y sin luz, un conocido me dice que él lo ha hecho: la mayoría de los buses que salen a otros estados desde el terminal deben tomarse en la madrugada. Llamar un taxi para que te busque en tu casa y te lleve al lugar puede costar incluso lo mismo que el traslado a otra ciudad, aunque la distancia sea de pocas cuadras. Además, en muchas líneas debe pagarse en efectivo —en bolívares, pesos colombianos, dólares o euros— y es difícil obtener esas cantidades. Como él suele viajar frecuentemente, decidió arriesgarse la primera vez y se sorprendió por la cantidad de gente que lo hacía: como muchas personas salen desde allí a la frontera para comprar alimentos, medicinas o cualquier mercancía que necesiten, hay muchos transitando las calles de madrugada. “Además, parece que los choros de poca monta emigraron también, solo nos quedan los de cuello blanco”, me dice al final.
En el camino de regreso presiento que ahora en mi casa no habrá electricidad. Al llegar, lo confirmo. Por suerte, del otro lado de la calle los postes iluminan la noche y al menos pueden sentirse un poco más seguros los que allí pernoctan para poder abastecer sus carros con gasolina. “Esperemos que mañana”, suelen decir.
Al entrar a casa, aprovecho un grafito, papel de reciclaje, el rush de la noche y lo que me queda de una vela para delinear la historia que quiero escribir: un pequeño grupo de gente desarrolla visión nocturna debido la oscuridad perenne en la que viven y a su vez esto poco a poco cambia el compás moral de cada uno de los personajes, que se van degradando, pero siempre de un modo que, a su parecer, está siempre justificado por el entorno.
Trato de hacer un recuento de historias como They Live, La invasión de los ladrones de cuerpos, los relatos que se me vienen a la cabeza de Isaac Asimov, Ray Bradbury o Phillip K. Dick, para asegurarme de que no estoy imitando inconscientemente a alguno de ellos.
La luz regresa a mi casa y me abruma el violento contraste con la atmósfera tenue en la que estaba trabajando. Del otro lado de la calle, la electricidad se vuelve a ir y varias voces gritan al mismo tiempo la frase que se ha hecho ley cada vez que esto ocurre.
Escribo algunas líneas y escucho movimiento de gente en la calle. Al asomarme, noto que ha comenzado a llover y que algunas personas pelean porque un par de conductores se han aprovechado del espacio que los que hacen cola para la gasolina suelen guardar para que sirva de parada de autobús al día siguiente. Los abusadores sencillamente se encapsulan en el interior de sus vehículos y quienes discuten, al ver que la lluvia se intensifica y que sus reclamos no surtirán ningún efecto, se dirigen derrotados y frustrados a sus carros a esperar que al día siguiente puedan llenar su tanque de gasolina.
El cansancio me invade a mí también pero antes de dormir escribo en mi libreta algo más para la historia que siento debo escribir: “El futuro no es lo que solía ser”.