—¡Policía Federal Argentina, abran! —escuché desde mi cuarto, después de que la puerta del departamento retumbó cinco veces. Relajado, porque apenas tenía un mes en Buenos Aires, pensé que se trataba de una broma pesada de alguno de los otros siete que vivían en la residencia.
Pero los golpes a la puerta siguieron.
—¡Policía Federal Argentina! ¡Abran o tiramos la puerta! —advirtieron, una segunda vez.
Por unos segundos, especulé si en lugar de una broma no sería un asalto y pensé en que no tenía ninguna logística preparada para ocultar la computadora, los pocos dólares que tenía, el celular o el mercado pequeño que acababa de hacer. Me recriminé haberme creído eso de que estaba en la París de América y empecé a pensar que podía perderlo todo. Porque, para colmo, para mi cita en Migraciones faltaban casi dos meses. Era apenas un turista.
Cinco segundos después, al no recibir respuesta, cumplieron su palabra y echaron la puerta abajo.
Minutos antes, mientras me vestía, estaba repasando lo que iba a decir si, al ir a la nevera compartida de la residencia, encontraba el envase de leche, marcado con sharpie, vacío. Me arrechaba hipotéticamente y mentaba madres desconocidas.
Ante el alboroto, pudo más mi curiosidad y salí a averiguar, despeinado y en franela como estaba. Como mi habitación era una de las más cercanas a la puerta, fui el primero que se encontró con las pistolas apuntando.
—¡Tirate al piso! —me gritó un uniformado, con el cañón de un arma automática enfilando a mis ojos.
Alcé las manos y luego las puse sobre la nuca, en señal de rendición, como hacían los que se entregaban en las películas de Cine Millonario. Después me fui hincando despacio, para evitar que un movimiento brusco los pusiera nerviosos.
El del arma tenía prisa y me lanzó al suelo:
—¡Vamos! ¡Boca abajo!
Uno de sus compañeros, o cómplices, no lo sabía con certeza, me puso un precinto de embalar en las muñecas y me ordenó dejar las manos sobre la cintura. Perdí el equilibrio y besé el piso, que tenía una semana de mugre acumulada. Desde el suelo conté cuatro pares de botas negras, una de las cuales estuvo temporalmente sobre mi espalda, y un par de zapatos de vestir. Los uniformados tenían un jefe o a alguien que olvidó que ese día les tocaba ir a todos con botas.
Después sacaron a los otros de sus habitaciones. Cuatro venezolanos, dos colombianos y un argentino. Como teníamos horarios distintos nos conocíamos poco. Hasta ese día que nos tocó vernos las caras por cinco horas.
Cuando nos sentaron nos leyeron un acta que justificaba el procedimiento: pertenecían al Departamento de Inteligencia Contra el Crimen Organizado de la Policía Federal Argentina y buscaban a alguien por tráfico de drogas.
Nos ordenaron poner todos los celulares y computadores sobre una mesa. Preguntamos si podíamos avisar en el trabajo y contestaron que durante el “procedimiento” nadie entraba ni salía ni llamaba. Eran las 8 de la mañana y a esa hora ya debíamos estar camino al subte (el metro de aquí).
Requisaron los cuartos de los extranjeros primero, luego el del argentino. Allí encontraron “más pipas que Popeye”, dijo el inspector jefe, más kilo y medio de marihuana, que el muchacho, de 24 años y con físico de portero de discoteca, no logró argumentar que era para consumo personal. Después dijo que guardaba la panela para un primo. A los policías les pareció hilarante.
Al final, nuestro vecino argentino se puso a llorar y, sollozando, nos pidió disculpas. Se lo llevaron.
Antes de que nos dejaran ir, como cortesía, el que nos puso la bota en la espalda nos confirmó que no iban a llevarse nuestras cosas como evidencia (me volvió el alma al cuerpo) y se ofreció a hacernos una constancia de que habíamos participado en calidad de testigos del allanamiento.
Nos preguntó: “¿Quieren ir a laburar o les escribo que esto demoró todo el día?”. Nos reímos y recibimos las constancias. Yo la conservo como un extraño souvenir del día más angustiante en este año y pico que llevo aquí. También porque parece un cuento chino.
Las semanas que siguieron, si veía a un policía me cambiaba de acera. Me costaba dormir. Cuando lo lograba, soñaba que me negaban la residencia porque estaba fichado como traficante y me deportaban. Otros días, la pesadilla era un allanamiento en Caracas y me pegaban un culatazo cuando pedía una constancia.
La cama, que era curva como un chinchorro, con una depresión que parecía pintada por Bryce Echenique, tampoco ayudaba. No era el único “detalle” de la residencia. Los que nos cobraban el alquiler se tardaron un mes en reparar la puerta derribada. Les escribía a diario pidiéndoles que acomodaran la cerradura, que me buscaran un mejor colchón, que miraran la nevera porque cada vez enfriaba menos, que me consiguieran un ventilador porque estaba empezando a hacer calor.
Cuando la lavadora empezó a rasgar la ropa aleatoriamente, ya había tirado la toalla y me había resignado. Ni gasté saliva en decirles. Largarme se me pasó por la cabeza, por supuesto, pero encontrar una habitación privada por un precio semejante no era sencillo.
Las dos parejas de venezolanos que vivían en el apartamento tenían el mismo plan, pero salieron embarazados y se les complicó la búsqueda. Como repartidores de Glovo y Pedidos ya, y como vendedores en tiendas de ropa, tampoco lograban juntar mucha plata.
A Samantha, mi paciente esposa que escuchaba y escucha mis lamentos desde Calgary, le comenté que había visto un espacio de cowork cerca de la casa y me insistió en que fuera a trabajar ahí. Para huirle al departamento (como lo llaman aquí) y sus calurosas ruinas, aunque fuera por unas horas. Tenía aire acondicionado e internet veloz, el cowork, no el apartamento, por un precio bastante razonable.
Con uno de los dueños del cowork y los compañeros “hubo onda”, como dicen aquí cuando alguien te cae bien. Un viernes por la noche, uno de los freelancers que iba dos veces por semana, columnista de vinos de La Nación, nos invitó al dueño y a mí a un evento en La Plata. Fue mi primer viaje fuera de la ciudad y la primera vez que probaba tantos vinos caros.
No ha sido mi único momento de distensión, claro. En Buenos Aires viven algunos amigos que hice en Caracas, cuando era periodista o estudiante universitario, o en mis paradas anteriores como migrante. Uno de ellos me ofreció refugio cuando en la residencia decidieron pedir más plata sin reparar nada. Otros dos me han invitado varias veces a su casa a comer tequeños. Con ellos viajé a San Antonio de Areco, un pueblo gaucho a dos horas de la ciudad. Jugando pool con amigos nuevos y viejos, he tratado de olvidar, por dos horas, que estoy lejos de mi esposa, mi familia y mi perra, que hasta hace un mes no tenía la residencia temporaria aprobada, o que gracias a una devaluación e inflación del 50 % interanual no gano suficiente como para mudarme solo a un departamento.
Cuando logro poner en pausa el sentimiento de indefensión y soledad (que no se cura por Skype) yendo a ferias, caminando, comiendo, leyendo a autores locales, o viendo perros ajenos, agarro un poquito de impulso para seguir.
Quizá un día, al haber sido testigo y partícipe de esta paridera, también me den una constancia.
Epílogo provisorio
Esta semana me llegó el DNI. Pasaron nueve meses desde el momento en el que entregué la documentación exigida por Migraciones. Después fui otras cinco veces, para llevar más papeles o chequear el estatus del proceso. En julio, el trámite parecía haber entrado en un punto muerto y logré convencer a un funcionario de que me dejara ver mi expediente. Lo cargó en un pendrive. Lo leí como 10 veces, buscando alguna pista. ¿Será que lo del allanamiento figura en mis antecedentes? ¿El gobierno se arrepintió y ahora es más selectivo para dar la residencia? No encontré nada nuevo.
La última vez que fui a Migraciones, ya sabía que me habían aprobado la residencia (en la página web, mi caso figuraba como “resuelto”) y quería que me explicaran por qué no me llegaba la tarjeta de identidad. Habían desaparecido mis fotos y mis huellas dactilares, me explicaron. Me las tomaron de nuevo y todo volvió a andar.
Más allá de la paz migratoria que tendré por dos años, con el DNI en la mano aumentarán mis posibilidades de alquilar un departamento. Ahora el tema es, apenas, juntar el dinero. También puede que me aprueben una tarjeta de crédito, podré salir del país por más de unos días y comprar y vender divisas, si los controles lo permiten. A partir de esta semana, puedo afrontar esta nueva (o vieja) crisis casi en las mismas condiciones que el resto de los argentinos. Y eso no es poco.