Son las 11 de la noche en Ecuador y mi celular suena: es mi mamá quien llama desde Caracas. Está preocupada. Por redes sociales vio fotos y videos de cadáveres tirados en las calles, morgues colapsadas y hospitales al borde del apocalipsis. “¿Están bien’”, me pregunta con voz llorosa. Trato de calmarla. Los niños están bien, mi esposa está bien, yo estoy bien. Estamos en Quito, no en Guayaquil.
El principal puerto de Ecuador es la zona cero de la pandemia del Covid-19 en el país. Desde hace 18 días estamos en Estado de Emergencia —escribo esto el 2 de abril— y vivimos dentro de un toque de queda desde las 2 de la tarde hasta las 5 de la mañana. Los mercados municipales sólo permiten el ingreso por el último número de cédula y dependiendo del día que te toque. Una cruel reminiscencia de lo que millones de venezolanos vivimos en años recientes, sin necesidad de virus, pero eso es otra historia.
Guayaquil fue donde se registró el primer caso de contagio en Ecuador. El 29 de febrero el gobierno confirmó que una señora que llegó desde España presentaba los síntomas. Una señora que lamentablemente vio su nombre, y el de sus familiares, expuesto en los medios de comunicación como supuesta culpable de una enfermedad que logró sacar lo peor de todos nosotros. Una señora que se convirtió en la primera víctima mortal.
El Covid-19 no ve pasaportes. Todos estamos en este barco. Pero los migrantes venezolanos vieron cómo se sumaba a las muchas demandas de su supervivencia el hecho de no poder salir a trabajar.
Según datos del Ministerio de Interior ecuatoriano, para enero de este año, oficialmente somos 400.000 viviendo en este país, y de ese número, 88 % no cuenta con un empleo formal.
352.000 personas que viven del comercio informal.
“¿Y es verdad todo lo que está pasando allá?’”, me pregunta mi mamá, ahora un poco más calmada y buscando certezas. No sé qué responderle. Sí, no sé qué responder en general sobre esto. Todo es tan confuso por estos días que los verificadores de datos están haciendo horas extras. Lo que sí se ha confirmado es que muchas personas —demasiadas para mi gusto— se han volcado por redes sociales pidiendo a las autoridades que recojan los cuerpos de sus familiares.
La red de salud pública en Guayaquil está colapsada. Aunque para el venezolano promedio, acostumbrado a que en sus hospitales se pinten obras dantescas, los hospitales ecuatorianos pueden parecer hoteles cinco estrellas, en realidad no lo son. Un pequeño dato puede demostrar eso: según el Instituto de Estadística y Censos del Ecuador (INEC) este país cuenta con 1,4 camas en hospitales por cada mil habitantes. Eso se traduce en 29.520 camas disponibles, de las cuales 1.183 están en Unidades de Cuidados Intensivos. Como referencia, Japón tiene 13 camas de hospital por cada 1.000 habitantes; Chile tiene 2,11; y España, que ha sido tan golpeada, 2,9.
Nadie estaba preparado en la mitad del mundo para esta pandemia.
Termino de hablar con mi mamá y reviso las decenas de mensajes que me llegan por WhatsApp. Estoy incluído en al menos doce grupos de periodistas locales. En uno de ellos, de periodistas de Guayaquil, se han dedicado a enumerar los casos que les llegan de cuerpos que no han sido retirados y a pedir a la alcaldía y la gobernación que los atiendan. Guayaquil es tan calurosa como Valencia: hoy 4 de abril la temperatura llegará a los 30 grados.
Uno de los casos llama mi atención: se trata de María del Carmen Gladis Peña, de 54 años, que murió el 31 de marzo por una insuficiencia renal. Llegó hace un año a Ecuador desde La Guaira y vivía con su hija, quien denuncia que tiene tres días llamando a Medicina Legal para que vayan a buscar el cuerpo.
María se sintió mal y trató de ir a un hospital en Guayaquil. Pero los servicios estaban colapsados y no le quedó otra que regresar a su casa.
“Regresó a morir”, me dice su hija, Yusneiry Angulo. Una hija en cuya voz se denota cansancio y hastío. “No hemos tenido tiempo de llorar. Sólo queremos que descanse en paz”.
Necesito apagar el teléfono, la computadora y cerrar la libreta. Mi esposa me reclama que durante estos días he caminado encorvado, como si un peso me doblara el alma.
Retomo este texto la madrugada del sábado 4 de abril. Ecuador es un guiso de emociones, y las circunstancias van cambiando a medida que el virus nos permite tener algo de cabeza fría. Guayaquil sigue siendo el epicentro de la pandemia y ahora se formó una comisión especial del gobierno para que los cadáveres que no han sido retirados de las casas tengan algo parecido al descanso eterno.
El presidente Lenín Moreno, en cadena nacional, pidió a su equipo que las cifras con respecto a este pandemia se liberen, que sean transparentes, “por muy doloroso que sea”. Sus palabras suenan tardías. La población ya sabe lo que está pasando, a pesar de que hay un toque de queda: los que salen a la calle a sobrevivir dicen que los contagiados son más.
Converso con Andrew Castro, presidente de la Fundación MUEVE, que se encarga de ayudar a los migrantes venezolanos que están en Guayaquil: “Mi teléfono en cualquier momento morirá. Son demasiados los mensajes que recibo a diario de venezolanos que se sienten mal, que llaman al 171 por una atención médica, y les dicen que no los pueden ayudar. Ahorita, no importa de dónde seas, no pueden ayudar a nadie”.
Andrew sigue saliendo a bordo de su bicicleta a repartir kits de alimentos para las familias más necesitadas. Con tapabocas, guantes y alcohol, trata de llevar un registro en campo de los venezolanos que están padeciendo la pandemia.
El ministerio de Salud de Ecuador informó el 2 de abril que los venezolanos, después de los ecuatorianos, son los que más padecen este virus con nueve casos confirmados, nueve en sospecha y nueve descartados. Estas son las cifras oficiales.
Daniel Regalado, presidente de la Asociación Venezuela en Ecuador, cree que estos datos se quedan cortos. La organización que preside trabaja en Quito y Guayaquil, y mantienen un registro de más de 3 mil familias venezolanas. “El problema está en el manejo de la crisis: no hay capacidad en los hospitales, no hay suficientes pruebas para confirmar o no casos y los migrantes están entre los más vulnerables”, me dice mientras trata de conseguir donativos para ayudar los venezolanos.
Alimentos, pago de servicios básicos (luz, agua y arriendo) y trabajo son las principales necesidades de cualquier migrante. El gobierno ecuatoriano está tratando que la gente se quede en sus hogares, que no salga, y que aquellos que no se pueden quedar puertas adentro porque dependen de trabajar en la calle para poder salir, se beneficien de varios proyectos sociales.
Uno de ellos es la campaña “Dar una mano sin dar la mano”, donde se pretenden repartir más de 100.000 kits de alimentos para familias vulnerables. También el gobierno prohibió que mientras dure la cuarentena se corten servicios de luz, agua y teléfono. Pero, ¿y los alquileres? Nada se ha dicho de eso.
Ese último punto es delicado: muchas personas viven de los arriendos.
Me llama una amiga de mi esposa para contarme que su casero le exige el alquiler de abril pero que ella no tiene ni 100 dólares que darle, de los 180 que vale. Ella le pide que se cobre de la garantía que dio al mudarse: unos 280 dólares. El casero le dice que no, que necesita el dinero. A pesar de que la Defensoría del Pueblo y Acnur informaron que nadie puede ser desalojado, son varios los casos, como los de nuestra amiga, que se están presentando.
Hablo con mi casero, un médico por cierto, y le explico mi situación: un periodista freelance que vive de proyectos, mientras busca trabajo fijo, no tiene una buena situación dentro de una pandemia. A eso se suman dos niños menores de edad y una esposa que es maestra y que también vive de clases particulares de matemáticas.
Me escucha, pacientemente, y me dice que todos estamos sobreviviendo, que no me preocupe y que llegaremos a un plan de pagos. Me vuelve el corazón al pecho y vuelvo a apagar el teléfono, la computadora y me pongo a leer con los niños.
Pero la lectura se detiene porque desde el apartamento de los vecinos de arriba suena “Amor y Control” de Rubén Blades, la canción favorita de mi mamá. No lo niego, se me remueve la boca del estómago y extraño horrores a mi vieja. Enciendo el teléfono y la llamo, con la impaciencia de saber cómo es Internet en Caracas. Al cuarto ring me responde.
— Hola, hijo, ¿qué pasó?
— No pasa nada, mamá. Estamos bien. ¿Cómo estás tú?
Y me cuenta que no ha salido de casa, que sólo se aventura a comprar algo de comida para luego regresar y desinfectarse en alcohol.
— Adivina que estoy escuchando, Ma: tu canción favorita.
Se hace un silencio que se me hace eterno.
— Eso es lo que necesitas hijo: mucho control, y mucho amor, para enfrentar a la desgracia.
— Bendición, mamá.