Angelito

Allá adentro, en los pueblos, pervive una Venezuela de ritos arcaicos que no comprendemos y de los que no queremos hablar. Esta crónica es el testimonio del encuentro con uno de ellos, en las montañas de Mérida 

"Una chica con su bebito en brazos y la que creo era su madre viajaban abrazadas y dormitando. Debí notar algo en ese momento, pero debo confesar con vergonzosa honestidad que no fue así"

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto sobre una obra de Gabriel Bracho

“Creer que Mérida es solo un lugar de clima frío y gente amable es haberla vivido solamente a través de la publicidad turística de los noventa. No me malinterprete, yo soy de Mérida y es por eso que se lo digo”.

Mi comentario no le hizo mucha gracia a la señora que venía a mi lado, pero es que al montarnos en el bus del terminal de Mérida a El Anís, la doña se había apresurado a quitarme el puesto de la ventana, marcando con un empujón su territorio mientras yo subía mi pequeño morral al maletero sobre los asientos. Pero con esa frase al menos logré que silenciara su absurda perorata sobre lo mal que está Mérida y en dónde estaríamos si Chávez no se hubiese muerto. 

El silencio incómodo que surgió a continuación me forzó a distraer mi vista a través de la ventana de los asientos al otro lado del pasillo. Una chica con su bebito en brazos y la que creo era su madre viajaban abrazadas y dormitando. Debí notar algo en ese momento, pero debo confesar con vergonzosa honestidad que no fue así.

El recorrido que otras veces pude hacer en un Jeep a expensas de la empresa que me contrata, se hacía imposible con este lío de la escasez de gasolina; desde hace unos ocho meses me ha tocado hacerlo escalonado en bus desde el terminal de Mérida hasta la alcabala de El Anís, donde Angulo me espera para llevarme hasta mi hospedaje en los Pueblos del Sur.

A pesar de tener ya unos años investigando sobre mitos, leyendas y tradiciones populares de Los Andes como las locainas, los duendes, los encantos, las cuajadas mágicas y las brujas, pareciera que en el hermetismo de los andinos se ocultan misterios que incluso van más allá de sus conocimientos y que tal vez son incapaces de explicar. O tal vez sencillamente no desean hacerlo. La ausencia de diálogos en cada viaje en autobús me reafirma esto. 

Había llovido y el calor de la Carretera Panamericana nos embadurnaba a todos de un pegoste que hacía aún más insoportable la música que traía el chofer a todo volumen. Nunca en mi vida había estado tan agradecida de que una alcabala nos detuviera. Al bajar del bus, no vi el jeep de Angulo por ningún lado, así que me acerqué a un tarantín para comerme unas empanadas. 

Algunos pasajeros seguían su viaje a pie en variadas direcciones, otros se montaban en carritos por puesto o buses; la alcabala, como todo lo que alguna vez fue un símbolo de respeto en este país, ahora no es más que un tugurio de tránsito y mercado.

Debí distraerme entre el sabor del picante de remolacha, la majestuosidad de la montaña árida que me separaba de mi destino y los zamuros que volaban en dirección al vertedero de basura de la ciudad, porque no noté cuando Angulo se estacionó frente a mí. De cualquier manera, el sonido de su corneta era inconfundible y allí estaba. Pedí dos cafés que guardé en la botella de refresco y una caja de Belmont. Sabía que la topografía de la ruta no me permitiría dormir, así que tendría que mitigar el sueño como fuera.

Debí sospechar también que por el mismo asunto de la gasolina, mi chofer llevaría algunos pasajeros más. Antes de la escasez de combustible, Angulo me buscaba en la puerta de mi casa y lo tenía a total disposición hasta mi retorno; ahora, la solidaridad es necesaria y también forzada; si hay alguien que necesite llegar a alguno de los pueblos de esa zona y un carro se dirige hacia allá, la matemática es simple y no hay exclusividad que valga. En ese sentido, Mérida volvió a ser la Ciudad de los Caballeros. A medida que me acercaba al vehículo me di cuenta que las siluetas que se dibujaban en el asiento trasero eran de personas y no de peroles. Al menos seguía reservado mi espacio en el puesto de copiloto.

La familia, la lluvia, el pueblo, la sequía, la gasolina y los repuestos fueron los temas de conversación con Angulo mientras nos adentrábamos en los Pueblos del Sur. Llevábamos alrededor de hora y media de curvas que parecían más bien ángulos, cuando nos detuvimos abruptamente porque un par de hombres se encontraban en medio de la carretera. Un árbol se había caído, bloqueando la única vía. Angulo se bajó, un poco para conversar y otro para ayudar. Aproveché esa contingencia para “descansar la vista”, como decía mi abuela cuando roncaba frente al televisor; sabía que nos quedaba bastante camino por delante y que además venía la parte más complicada de esa carretera, porque el doble carril y el asfalto se acabarían unos cuantos metros más adelante. 

Cuando desperté estaba un poco desorientada porque ya habíamos reanudado la marcha y no sabía si el clima estaba nublado o si el día estaba ya dando paso a la noche. Lo del árbol caído tardó tanto que ya eran casi las seis de la tarde. Abrí una bolsa de pan de guayaba y le convidé a Angulo, quien iba concentrado en la carretera, pues sabía que aún nos faltaba trayecto y de noche la cosa se pone aún más peligrosa en esa ruta.

Le ofrecí a los pasajeros de atrás y ahí noté que era la misma familia con el bebito en brazos que venía en el bus. La muchacha se negó pero la señora tomó dos.

Pudimos llegar al caserío con las últimas luces del día. Era la enésima vez que volvía al lugar pero la primera que lo sentía como mi segunda casa. Lo primero que hice fue encender un cigarrillo al bajar del carro. Las mujeres desaparecieron antes de mi segunda calada y Angulo me acompañó con unos escupitajos de chimó.

El cielo estaba despejado y notamos cómo una estrella hizo presencia en el cielo que aún no era nocturno. “El angelito”,  dijo Angulo. Quise preguntarle por qué la llamaba así, pero mi cansancio me superó y, sabiendo cómo se puede soltar a hablar Angulo, preferí dejarlo para después.  

La privacidad es importante cuando necesitas investigar, pensar, redactar y editar, pero en un caserío inhóspito entre Mucutuy y El Molino lo más cercano a eso es tener el cuartico del fondo y compartir el baño exclusivamente con las mujeres del hogar. Esa noche había mucho movimiento en la casa. Generalmente me integro a cualquier reunión que hagan, sea de fiesta o de algo más serio, pero esta vez yo estaba demasiado agotada. Solo llegué a escuchar murmullos lejanos mientras me quedaba dormida. 

Me desperté un poco tarde pero con muchísima hambre. Al salir al baño noté que había gente que no era de esa casa; ya yo era como una más de la familia y reconocía los ruidos y silencios de cada uno de sus miembros. Luego del baño salí a saludar y vi a un par de preadolescentes jugando y unos cinco adultos más, entre ellos las dos mujeres que viajaban con el bebé.

La jovencita me ofreció un plato de hervido sin pronunciar una palabra. Yo tenía tanta hambre que creo que ni las gracias le di, solo le pedí una cuchara. Me senté en el piso del porche para calentarme con el sol y disfrutar del caldo; luego la señora, la de los dos panes, me ofreció más sopa y acepté. No estaba particularmente sabrosa pero sí sentí que la vida me volvía al cuerpo a medida que lo comía. 

Al llevar el plato a la cocina para lavarlo vi la olla del sancocho. También vi a la gente en la sala y noté que el bebito que la chica traía en brazos no estaba por ningún lado. Esa criatura no hizo ningún tipo de ruido durante todo el trayecto pero siempre estuvo pegado a su madre. Ahora sencillamente había desaparecido. Angulo entró y tomó un cucharón y se sirvió un poco más del hervido,  —“el angelito”, dijo— y se sentó en la mesa a comerse su porción de la sopa.