Atravesar el limbo en Maicao

Hay una ruta VIP entre Riohacha y Maracaibo, para quien pueda pagarla. No está exenta de peligros, ni del riesgo de que la desigualdad y la miseria que presencies te nuble la visión del desierto

Algunas familias alcanzan este campamento de refugiados erigido por ACNUR en el lado colombiano. El resto debe afrontar los peligros de la intemperie

Foto: UNHCR

Aquiles Cabrera es un tipo gracioso. Sus lentes de sol azules le cubren mitad de la cara, y la otra mitad está dominada por una sonrisa permanente. Ha trabajado en la frontera con Maicao durante los últimos 12 años, pasando gente para dentro y para fuera de Venezuela dos veces al día. 

—No soy taxista, soy chófer privado. Llevo a gente como tú.

Aquiles me recoge en el aeropuerto de Riohacha, en el extremo norte de Colombia, alrededor del mediodía en una camioneta negra. El aeropuerto, con una sola pista de aterrizaje, no recibe más de treinta pasajeros a la vez. Aquiles me mira de vez en cuando por el retrovisor, cuando me cuenta uno de sus chistes. Su camioneta es como un confesionario donde los pasajeros son el sacerdote al que apenas puede mirar, pero en realidad somos solo un alma más que contrabandear a través del limbo. 

Al cabo de una hora de camino, una estructura que se asemeja a una versión post-apocalíptica del Arco del Triunfo aparece en la distancia. Es la alcabala de San Juan, un peaje con un techo alto y verde donde los guardias colombianos esperan pacientemente junto a tres vehículos militares blindados. Aquiles me dice que estamos a 30 minutos de la frontera. Los cuatro carriles de carros se mueven lentamente, y los militares, aferrados a sus ametralladoras, inspeccionan cada automóvil. A medida que Aquiles maniobra, se hace evidente que a nosotros no nos tocará esa inspección. 

—Conozco a alguien de aquí—murmura, respondiendo la pregunta que nunca hice.

Un guardia le hace señas a Aquiles para que gire a la derecha y se salga de la vía principal. Aquiles estaciona, abre la guantera y saca cuatro artículos rectangulares envueltos en una bolsa de plástico. 

—¡Mi hermano! —exclama cuando se baja para abrazar al soldado— ¡Hace diez kilos que no te veía!

Aquiles tira la puerta y no oigo mas nada. Tres guardias más se le acercan, formando un círculo a su alrededor; cada uno toma uno de los objetos rectangulares en la bolsa de plástico y se lo lleva a la nariz. ¿Dinero? ¿Droga? ¿Un sándwich? Cualquiera de esas cosas tiene aromas capaces de hacer explotar cualquier rostro con felicidad pura. Los guardias se ríen.

Cuando le pregunto qué está repartiendo exactamente, Aquiles me da una explicación vaga, pero que sirve para explicar todo caso de corrupción común en países latinoamericanos: 

—En un país donde todos lloran, puedes ponerte a llorar con los demás, o puedes aprender a vender pañuelos.

Levanta una ceja unos minutos después, mientras los tambores tropicales de una gaita comienzan a sonar en el reproductor de su camioneta. 

—A la mayoría de la gente que llevo es para sacarla de Venezuela, no meterla. Todos se van —sube el volumen y se baja los lentes de sol. Mi falta de respuesta es suficiente para su pregunta no formulada.

Nadie sale de su casa si ésta no tiene nada de malo. Ahí tienes el patio donde están enterrados tus juguetes olvidados y los canarios que tu madre dijo que se habían escapado para protegerte del dolor de su muerte. Ahí sigue el olor a café y el «Dios te bendiga» de una abuela devota, coexistiendo en una armonía que nunca percibes hasta que ya no está.

Porque el hogar no es un lugar, sino un sentimiento, unos sonidos, una colección de recuerdos que arden en la chimenea del corazón.

—Mi familia todavía está allí —le digo al cabo de un momento.

Aquiles no dice nada y nuestro viaje a Maracaibo continúa, en un silencio amortiguado por la gaita.

Carpas blancas bajo el sol del desierto

En la Guajira colombiana, la carretera Troncal del Caribe es vigilada por la policía hasta que se convierte en la Ruta 6 de Venezuela. Varios puestos militares flanquean la ruta fronteriza. Las pocas gasolineras que pasamos están sorprendentemente desiertas. Las únicas personas alrededor son contrabandistas en motocicletas con latas de gasolina, llamadas pimpinas, que llevan atadas con cuerdas gruesas a sus espaldas encorvadas.

—La gente no compra gasolina aquí —explica Aquiles— Es más barato comprar la venezolana, que tiene mejor octanaje, por lo que dura más y no daña el motor tanto como la colombiana.

Baja las ventanillas para que pueda ver el campo de refugiados de la ONU para migrantes venezolanos. Los techos de las carpas blancas se divisan desde lejos, entre un mar de cujíes y arbustos secos. Según Aquiles, el campamento alberga a los refugiados que huyen de la crisis en Venezuela. Ahí obtienen comida, refugio, asesoría legal, algo de asesoramiento psicológico, todo mientras intentan encontrarles trabajos en Colombia.

—No aceptan a todos. Eso es principalmente para familias con niños pequeños o mujeres embarazadas. La mayoría de los venezolanos duerme bajo las estrellas y las primeras noches los asaltan o asesinan  —se levanta los lentes de sol y se asoma por el espejo retrovisor, moviendo las cejas en broma—. Pero Angelina vino.

El viento del desierto me golpea tan pronto como salgo del carro y entro al pueblo pirata de Maicao. Un niño que empuja una carretilla adopta rápidamente mi equipaje. Más parecido a un bazar que a un paso fronterizo, en Maicao lo ilegal convive con lo legal, el pecado con la virtud y el caos con la vida cotidiana. Hombres con grandes vientres descubiertos caminan ofreciendo paseos, comida y pasaje, con la camisa envuelta alrededor de la cabeza para protegerlos del sol despiadado. Debido a la frontera cerrada para automóviles, estos se acumulan a medida que te adentras en Maicao, formando un laberinto que da paso a las oficinas de inmigración colombianas. Las melodías tropicales inundan las calles en todas las direcciones y es difícil saber de cuál país es cada quien.

Aquiles me empuja hacia la multitud y pasa junto a los guardias colombianos, que lo saludan a él y a su cargamento invisible, hasta que aterrizamos en una pequeña isla con un gran cují. Bajo su sombra se sientan varias mujeres con la mirada perdida en la arena. Mi conductor toma mi identificación y antes de sumergirse en el mar de gente me deja algunas reglas vitales para la supervivencia:

  1. No hables con nadie.
  2. Si un guardia te habla, no le digas tu nombre.
  3. No hagas fotos.
  4. No te muevas.
  5. Si escuchas ruidos fuertes, tírate al suelo y cúbrete la cabeza.

Rompo dos de las cinco reglas en los primeros minutos de su ausencia. Con pequeños movimientos, empiezo a sacar mi teléfono con la esperanza de tomar una foto o dos de la cola kilométrica que alcanzo a ver en el lado venezolano de la frontera, o de los cientos de billetes de un dólar que pasan por debajo de la mesa. 

—Yo no haría eso si fuera tú.

La voz de advertencia viene de mi derecha. Es una mujer de unos treinta años. Su cabello, un rubio rígido con raíces oscuras que comienzan a verse, no encaja con su piel tostada y morena.

—Si alguien te ve con ese teléfono —agrega—, llamará a la banda en la Ruta 6 y los ladrones saquearán tu auto en la carretera. Tendrás suerte si llegas en pantaletas.

La tierra de nadie

Entre las oficinas de inmigración de Colombia y Venezuela se extiende lo que llaman “tierra de nadie”, donde ocurre la mayor parte del comercio ilegal. Un mundo de polvo amarillento se levanta de los caminos sin pavimentar cada mañana, cuando los buhoneros empiezan a merodear entre los refugiados como buitres. Hay niños ofreciendo a gritos boletos para pasar, más baratos y más rápidos que los de los coyotes, que esperan en sus motos al borde de la carretera con sonrisas felinas.

—Aquí no hay ley. Incluso si un guardia te ve haciendo algo que no deberías estar haciendo, nadie dice nada. No sé quién es la ley en esta parte en particular de la frontera. 

Eso me lo dice Maribel, sentada a mi izquierda bajo el cují, con su carrito de cigarrillos. Tiene 15 años y un pequeño bulto en el abdomen que al principio tomo por una barriga normal, pero que en realidad es un embarazo de cinco meses. 

—Ángel dice que si matas a alguien aquí, nadie puede hacer nada al respecto —continúa, encogiéndose de hombros— y los guardias usan esta zona para desaparecer gente.

Ángel es el padre de sus hijos. Está a la vista, con una moto amarilla, hablando con otra mujer y rodeado de quienes entiendo son los coyotes.

Les pregunto si están casados.

—Sí, me compró mis corotos —asiente Maribel con una sonrisa orgullosa. Entonces Ángel le grita que vuelva al trabajo. Maribel me saluda con la mano y me desea buena suerte al pasar.

Andreína

Pronto, otras mujeres vienen a sentarse bajo el cují.

—Me tomó cinco autobuses llegar hasta aquí.

—Caminé doce días desde Valera.

—Caminé por un mes con mis hijos antes de tener para el bus.

Aprieto los labios juntos. Yo tomé cuatro aviones y vi una película en el último.

Como en cualquier otra frontera, los guardias piden pasaportes, cédulas de identidad o permisos de viaje a quienes salen de Venezuela. Pero aquí los guardias siempre dirán de cualquier documento que tiene algún problemas y que deben detener a sus portadores durante unos días.

A no ser que…

—Pagué como doscientos dólares —dice Andreína—. Era todo lo que tenía, así que cuando llegué a Colombia tuve que comenzar a mendigar.

Ella dejó su comunidad wayúu cuando tenía 16 años, con una mochila pequeña y el gran sueño de ir a la escuela. Ahora tiene 34, un bebé en brazos y ningún hombre que la ayude a cargar el colchón. Fue empleada doméstica durante 15 años en una casa en La Lago, la zona más rica de Maracaibo, pero el salario nunca fue suficiente.

—La señora siempre fue muy amable conmigo. Pagó mis clases nocturnas y me enseñó todo lo que sé sobre cocina. Crié a sus cinco hijos.

Cuando llegó a Maracaibo, nunca obtuvo su documentación wayuu para demostrar su ascendencia. Los guajiros, como cualquier otra persona con herencia indígena, a menudo son discriminados por sus costumbres y tradiciones inusuales. En ese entonces, esos documentos le parecían una carga abrumadora. Ahora, mientras se encuentra en una parte de la fila cerca del cují, esos documentos son su mayor pesar.

—La señora me dio 500 dólares para irnos a Colombia, y se suponía que el viaje a Maicao costaba 35. En el camino, unos guardias nos pararon para una inspección al azar. El carro donde veníamos tenía más de un tanque de gasolina. Los modelos viejos tienen espacio para un tanque adicional para el contrabando, y el nuestro era muy viejo. Pagamos 100 dólares cada uno para que nos dejaran ir. No sé qué le pasó al chofer.

Andreína se va sin decir mucho más. Me ofrece una pequeña y triste sonrisa antes de dar unos pasos hacia adelante, avanzando unas pulgadas en la cola.

Una suerte de infierno

Unas horas después de cruzar yo misma la frontera hacia Venezuela, veo a los guardias nacionales teniendo el mismo intercambio con mi chofer que los colombianos en la ruta Riohacha-Maicao. A medida que nos adentramos en territorio venezolano, las alcabalas se hacen más pequeñas, más viejas, con techos de hojas de palma secas en lugar de láminas de zinc, y los guardias se vuelven cada vez más delgados, más sucios, con una extraña ferocidad en sus ojos que solo comparten con los perros callejeros.

Cada vez que nos detenemos, una bandada de soldados se apiña alrededor del carro y espera sus propinas.

Algunas bolsas son más grandes, otras más pequeñas, mientras que otras tienen forma redonda en lugar de rectangular. Desde la maleta abierta, Aquiles reparte botellas de Coca-Cola, bolsas de harina e incluso canastas de alimentos junto con estos aranceles envueltos en plástico.

Varios meses después de esa visita mía a la frontera estalla la violencia en Maicao. Saquearon camiones con alimentos y medicinas y muchas personas cayeron asesinadas, incluido el niño que empujó mi equipaje. Torres de fuego brotaron del verde, a los lados del puente que conecta los dos países, y las espirales de humo se vieron a noventa kilómetros de distancia, en Maracaibo. Miles de venezolanos todavía esperaban en su lado de la frontera, agarrando sus colchones y bebés, y con el estómago vacío, mientras los soldados colombianos los apuntaban con sus rifles. Aquiles me contó cómo, con el brote del coronavirus en marzo de 2020, muchos más venezolanos comenzaron a abarrotar la frontera en un intento desesperado por huir de su tierra sin salud pública. Pero ni siquiera un coyote podrá pasar durante varios meses y los que se quedaron atrapados en medio de La Raya no podrán entrar a Colombia ni regresar a Venezuela, ya que ambas fronteras serán cerradas.

—El limbo también es una especie de infierno —me advierte entonces Aquiles por teléfono, cuando le pregunto si me llevaría de regreso con mi familia— No querrás quedarte atrapada allí. Hace una pausa y repite: 

—Es más, YO no me quiero quedar atrapado ahí, mija.

A menudo me pregunto si la isla con el cují, donde pasé horas esperando, realmente existe. Mientras pido otra copa de vino blanco en Maracaibo y miro la calle llena de barricadas quemadas hechas de basura en las últimas protestas, me pregunto si Maicao no es solo un fruto de mi imaginación, un producto de mi culpa, latiendo en el borde de mi consciencia. Más tarde, mientras tomo otro avión de Miami a Boston, o de DC a Filadelfia, pienso en las identidades diametralmente opuestas de mi país: en la gente como yo, en la gente como Maribel o como Andreína. Intento comprender, en vano, cómo esas identidades existen en el mismo cuerpo al mismo tiempo.

A menudo también me pregunto, ¿qué significa ser venezolano cuando la Venezuela que conocías ya no existe?