Marcela (nombre ficticio para proteger su identidad) pasa las horas de la cuarentena pensando en su hijo de dos años y viendo el sol a través de la ventana. Se encuentra en una habitación de 60 metros cuadrados que comparte con seis adultos y tres niños que no conocía hasta el miércoles 25 de marzo, cuando un oficial de la Guardia Nacional le informó a los pasajeros del autobús en el que volvía a Venezuela que no iban a parar en el terminal de Barquisimeto: “Por venir de afuera ustedes pasan a ser población de riesgo, así que están todos obligados a hacer cuarentena en un espacio que habilitamos para ustedes”, dijo el militar después de un segundo chequeo médico que hicieron a los pasajeros en Sarare.
Marcela fue una de las que se negó a entrar al edificio: le dijo a los guardias que ellos no tenían derecho a obligarla a hacer cuarentena fuera de su hogar, que ella regresaba para buscar a su hijo, y exigió que les hicieran la prueba diagnóstico del coronavirus. Uno de los oficiales se le acercó y le dijo que si no se quedaba quieta y cumplía las instrucciones la iban a llevar esposada a la comisaría, donde tendría que hacer sus 15 días obligatorios de cuarentena en una celda.
Marcela emprendió su viaje para Colombia a principios de marzo, para comprar productos para revenderlos en Barquisimeto, algo que ya había hecho muchas veces desde 2018. Su viaje se extendió más de la cuenta cuando el cierre de los siete pasos fronterizos habilitados entre Colombia y Venezuela la dejó varada en un país relativamente desconocido donde solo tenía un familiar que le podía dar cobijo, una prima lejana.
Días después recibió información de que si lograba cruzar la frontera por la trocha, podía ir al terminal de San Antonio del Táchira, donde habían habilitado unos autobuses del Plan Vuelta a la Patria. Se hizo un chequeo médico obligatorio en el terminal, de temperatura, garganta y corazón, y después de pagar 20 dólares, a pesar de que le dijeron que era un transporte humanitario, emprendió su camino a Barquisimeto a buscar a su hijo que se había quedado con su abuela en una casa donde viven ocho personas más. “Yo me he informado de todo lo que está ocurriendo, y yo sé que mi hijo tiene más probabilidad de contagio si está rodeado de mucha gente”, dice Marcela decidida, “Yo lo único que quiero es buscarlo y llevarlo a nuestra casa, donde vivimos solamente él y yo y donde podemos hacer cuarentena de la forma más segura posible”.
En Sarare los detuvo una alcabala de la Guardia Nacional Bolivariana para hacerles un segundo chequeo, y para informarles que iban a pasar los próximos 15 días en la Villa Bolivariana, unas residencias para deportistas en Barquisimeto. Todos los pasajeros se molestaron con la noticia, muchos de ellos argumentaron que eso no era legal, que les tenían que hacer las pruebas de diagnóstico para el coronavirus y que ellos estarían mejor haciendo cuarentena en sus casas, solos o con sus familiares. “Las opciones son: se quedan o se quedan” les dijo el guardia de forma amenazante.
Dentro del edificio los mantienen encerrados con llave en unos apartamentos tipo estudio: “No hubo agua durante todo el primer día, la comida nos la trajeron mala y tarde. Nos encerraron con gente que no conocemos. Yo tengo la suerte de estar con puras mujeres y niños, pero hay habitaciones donde hay hombres y mujeres. Hay niños y ancianos también”.
Marcela entiende muy bien los riesgos a los que los cuerpos de seguridad los están sometiendo a todos: “Yo les he intentado explicar a los guardias que si una persona está enferma, nos va a enfermar a todos. Nos tienen hacinados. Todos hemos pedidos una y otra vez que nos hagan la prueba diagnóstico, pero la respuesta siempre es la misma: solo le hacemos la prueba a personas que ya tengan síntomas”.
La concepción que tiene el gobierno central y los cuerpos de seguridad en Venezuela en torno a las medidas necesarias para detener la propagación de un virus de alto contagio se manifiestan en su incapacidad de establecer planes de emergencia de agua para los hospitales, centros de atención y residencias, o de surtir a los 26 hospitales centinelas de insumos necesarios para la protección del personal médico y pacientes de COVID-19 u otras enfermedades. Maduro, Jorge y Delcy Rodríguez aseguran todos los días en cadena nacional que la única forma de combatir la propagación de virus y de aplanar la curva de contagio es la cuarentena social, sin hacer referencia a las fallas de servicios básicos que afectan el higiene de la población general, el crítico estado del sistema de salud público en Venezuela, o las dificultades de hacer cuarentena obligatoria en una economía hiperinflacionaria. Sin embargo, el rol de los cuerpos de seguridad que ejecutan órdenes desinformadas a través de la amedrentación es uno de los elementos más preocupantes del manejo de un virus de alto contagio en el marco de una emergencia humanitaria compleja.
“Los guardias simplemente no entran en razón. Poco a poco han mejorado varias cosas, pero no lo suficiente” explica Marcela. “Ahora tenemos dos horas de agua al día, y después que nos tuvieron horas sin comer después de un viaje agotador, han sido más puntuales, aunque casi nunca, con la comida de los niños y adultos. Pero estamos cansados”, agrega, “solo queremos ir a casa”.
Las cuarentenas tienen consecuencias en la libertad de circulación de las personas, pero dependiendo de cómo se apliquen, pueden constituir también privación arbitraria de libertad. Según dijo Amnistía Internacional con respecto a la respuesta y obligaciones de los estados para enfrentar el coronavirus, “las cuarentenas sólo son permisibles, según el derecho internacional de los derechos humanos, en circunstancias limitadas”. Los principios de Siracusa sobre las Disposiciones de Limitación y Derogación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos ofrecen más orientaciones sobre cuándo y cómo pueden aplicarse restricciones de los derechos humanos. Entre ellas figura que los Estados no utilizarán medios más restrictivos de lo que sea necesario para lograr el propósito de la limitación y que podrá impugnarse toda limitación impuesta y recurrirse contra su aplicación abusiva.
Cuando Marcela describe su nueva cotidianidad resalta el silencio que inunda la habitación a lo largo del día. Nadie habla mientras esperan, y cuando lo hacen es para expresar el profundo cansancio e incertidumbre que les genera su confinamiento forzado: “Me angustio por la rabia de no poder salir, la desesperación cuando no dan respuesta a nada. A veces estamos en silencio, tranquilas, y escuchamos como alguna murmura: tengo hambre, estoy cansada, no puedo más”.
Cada día llegan nuevos autobuses a la Villa Bolivariana. “Los están recluyendo y los atienden de la misma forma que nos atendieron a nosotros: mal”. Actualmente hay más de 100 personas en confinamiento forzado en las residencias. “No los conozco, ni podemos hablarnos entre nosotros porque estamos bajo llave. Pero sé que en cada apartamento vivimos lo mismo: miedo, rabia, angustia e incertidumbre. Todos tenemos una familia y un hogar al que queremos volver”.
En la mañana del 2 de abril se quejaron por la comida y les respondieron que podían dejarlos 40 días ahí, en lugar de los 15 obligatorios. Pocas horas después, a Marcela y a 14 personas más les ordenaron que se fueran a sus casas, sin más explicaciones. Los demás se quedaron dentro.