Como todos los días, iba sentada en la ventana del autobús 19 de Barna, rumbo a casa después de un día de trabajo en la universidad. Pasé por enfrente de la Sagrada Familia y, como de costumbre, sonreí al pensar en lo afortunada que era por vivir en el lugar donde quería estar. Pedí la parada y, ya lista para bajar, me distrajo el llanto de un bebé. No me bajé, me caí del 19. Abrí los ojos y era hora de darle el pecho a Olivia. La sonrisa se transformó en un bostezo largo. Era una madrugada fría de septiembre y esto era Brasilia.
Aterricé en la capital federal de Brasil el último día de agosto de 2009. Brasilia no fue un amor a primera vista y mucho menos después de haber vivido ocho años en una ciudad como Barcelona. En mi nuevo hogar no había plazas ni esquinas, el metro solo servía a un ala de esta ciudad con forma de avión y, sobre todo, a Brasilia le faltaba alma. Algo normal para una ciudad que fue diseñada hace apenas 59 años para convertirse en el modelo del modernismo en América Latina y hoy vive encorsetada por su categoría de Patrimonio de la Humanidad. En el Plano Piloto —el avión— no se puede poner ni una pasarela para atravesar con seguridad el Eixão o los eixinhos, las vías rápidas que cruzan la ciudad de norte a sur.
Llegar en plena sequía tampoco ayudó. La ciudad era triste, marrón y fría. Yo salía con el cochecito a dar una vuelta por Lago Norte y aquello era como caminar por la Cota Mil un día de semana. Cuando me mudé a Asa Norte la situación apenas mejoró: las aceras acababan en medio de la nada y para cruzar algunas calles había que zumbarse a la carrera empujando el cochecito, para la absoluta alegría de Olivia. Volvía de esos paseos aún más deprimida, con la nariz sangrando y los ojos resecos porque aquí, entre julio y octubre, la humedad del aire a veces apenas llega a 15%. Un día escuché en la radio una frase que me pareció la descripción perfecta de la ciudad: “Brasilia, campo de concentración de funcionarios públicos”. Claro que en ese entonces mi depresión posparto (y posmudanza) hacían de mí un cóctel molotov ambulante, y cualquier pequeño motivo, un yesquero.
Ni ubicarme podía. No entendía esa propuesta del arquitecto en jefe, Lúcio Costa, de sectorizar todo en la ciudad: Sector de Clubes Sul, Sector de Mansiones Norte, Sector Hospitalar, Sector de Industrias Gráficas, Sector de Talleres Mecánicos. Un sancocho de letras y números hervía en mi cabeza cada vez que intentaba llegar a un sitio: SQS 412, SHIN QI 8, SRTN… Sí, aquí todo está dividido de esa manera, por siglas. Es por esto que Brasilia, o BSB, esta ciudad de abreviaturas, jamás tuvo el carácter desordenado propio de nuestras ciudades, que van creciendo al ritmo de su población y según los caprichos de sus gobernantes.
El luto me duró poco. Un día, yendo a casa de unos amigos, se me cruzó un tucán en pleno vuelo. Aquello me dejó maravillada, ¡Tucanes en la capital! Ese encuentro casual dio paso a un hábito: observar las aves que cruzan el cielo de Brasilia. Tesourinhas, caracarás, quero-queros y corujas buraqueiras (un buhíto muy cuchi que hace su nido en el suelo) comenzaron a engrosar mi lista de vocabulario inútil en portugués. Mi entusiasmo llegó tan lejos con esto de los pájaros que mi esposo me regaló un libro sobre las aves del Planalto Central. Allí he ido marcando mis hallazgos, la mayoría hechos a simple vista desde mi ventana y en las calles de la capital. También he tenido otros encuentros, más cercanos y no tan gratos, como cuando apareció en el desagüe de mi lavandero un murciélago despistado y tuve que rogarle al portero del edificio, en un portuñol rudimentario, “Você puede sacar esse mor-ce-go de minha casa?”, mientras le extendía un pote de arroz chino.
Tal vez una de las cosas que más me pesó fue el arrepentimiento por haber cambiado una ciudad mediterránea por otra en medio de la sabana brasileña y con un lago artificial. El Lago Paranoá fue construido para aliviar a seca de los meses sin lluvias y era, en 2009, una mera postal: podías mirarlo pero no usarlo. Eso me enfurecía: tener enfrente lo más parecido a una playa y no poder disfrutarlo. Años más tarde el gobierno local reactivó una vieja ordenanza que declaraba público el acceso al lago, con lo que muchas mansiones tuvieron que mover sus cercas a regañadientes y ceder el espacio a caminerías, pistas para bicicletas y pequeños negocios de alquiler de kayaks y botes de pedales. No tardamos en comprarnos un stand up paddle.
Y hablando de postales, Brasilia debe ser una de las ciudades más fotogénicas que hay. No les falta razón a los brasilienses cuando dicen que su cielo es un monumento en sí mismo. Un azul limpio e intenso nos cobija la mayor parte del año y el naranja de sus atardeceres son el colirio perfecto en la época de sequía. Además de la arquitectura impresionante, pero no siempre funcional, de los edificios de Oscar Niemeyer y un paisajismo generoso que permite tener árboles en flor todo el año, no hay que sofrer para conseguir un buen registro de los monumentos porque el turismo masivo aquí no existe. A esas hordas que se encuentra uno en la Fontana de Trevi, Times Square o La Sagrada Familia, no les interesa venir. Están todos dándose codazos para tomarse un selfie con el Cristo Redentor de fondo.
Cuando bate uma saudade de la ciudad donde crecí, solo tengo que acercarme a la vía W3, que es como zumbarse en un tobogán del tiempo y caer en la calle Miquilén de Los Teques. La W3 es una vía que atraviesa la ciudad de norte a sur, como el Eixão y los eixinhos, y donde se concentra la mayor cantidad de pequeños comercios rebeldes que escaparon de cualquier intento por sectorizarlos.
Después de darnos un tiempo, mi relación con Brasilia parece que va a convertirse en algo más serio. A pesar de que vivo en Asa Norte —el ala sin metro— y uso el carro todos los días, no me calo el tráfico paulista ni tengo que lidiar con la inseguridad carioca. Brasilia es una ciudad rara, sí, pero segura. Hay alternativas a la falta de opciones culturales que le correspondería tener a la capital de este gigante que es Brasil. Ir al Cine Drive-In (el último autocine del país), pasear los sábados en la Central de Abastecimiento donde los pequeños agricultores familiares y de productos orgánicos venden sus alimentos, dar largos paseos por el Jardín Botánico y observar sus mudanzas a lo largo del año, remar en el Lago Paranoá y hasta asistir a los debates sobre Venezuela —cada vez más frecuentes y encendidos— en el Congreso Nacional, son parte de mi rutina por aquí.
A la tristeza inicial cuando me mudé a Brasilia, la sustituyó una curiosidad por saber qué es lo que viene ahora. Recientemente una onda gastronómica hizo que la oferta de panaderías, restaurantes, eventos, mercados alternativos y foodtrucks se multiplicara, con lo que siempre hay algún local por descubrir o un producto novedoso que probar. No sé si Juscelino Kubitschek —el presidente bajo cuyo mandato Brasilia fue construida e inaugurada en solo 4 años— imaginó un crecimiento más rápido para ella, pero aún hay muchos espacios vacíos esperando ser ocupados en esta joven capital modernista.
A pesar de que Brasilia es conocida mundialmente por ser una maqueta llena de edificios impresionantes, en Brasil también es conocida como “la capital del rock”. Ya sé que eso suena a que Paul Gilman puede salirte de cualquier calle —esta ciudad no tiene esquinas—, lo cual sería francamente aterrador, pero lo cierto es que el Planalto Central ha sido cuna de las mejores bandas de rock brasileño, como Legião Urbana, Paralamas do Sucesso y Capital Inicial. La ciudad está llena de pequeñas bandas de rock, formadas por cuarentones amateurs, muchos de ellos de la primera generación de brasilienses. Conocemos a varios de ellos y vamos con frecuencia a sus toques.
Ese restico de rebeldía rockera, una naturaleza que se desborda entre las imponentes construcciones de concreto y la oferta tentadora de que en esta ciudad todo está inacabado y siempre hay espacio para crear, son el queso que le faltaba a mi tostada.