Carlos Andrés Pérez (1922-2010), presidente de Venezuela, observó con detalle la marcha de la guardia de honor escocesa en el Palacio de Buckingham, residencia oficial de los monarcas del Reino Unido. Era el soleado miércoles 23 de noviembre de 1976, cerca del mediodía, en la ciudad de Londres. Junto a su esposa, Blanca, una de sus hijas, e integrantes de la comitiva ministerial, el mandatario esperaba el recibimiento por parte de la reina Elizabeth II (1926-2022) y su esposo, el príncipe Felipe, duque Edimburgo. Luego del saludo protocolar correspondiente, los Pérez-Rodríguez ascendieron por la gran escalera del palacio y se dirigieron al Salón de Música, donde fue servido el almuerzo. Era la primera vez que un jefe de Estado venezolano en ejercicio visitaba Gran Bretaña.
Durante una hora y cuarenta y cinco minutos, el presidente Pérez compartió al lado de la reina. Conversó activamente sobre petróleo y los proyectos de desarrollo para su país. Porque además de la deferencia real, el comedor estaba rodeado con un buen número de empresarios británicos. De aquel agasajo quedaron varias promesas, una de ellas la de incluir a los británicos en la ampliación del sistema ferroviario venezolano, y otra una asesoría para aumentar la producción de aluminio de 35.000 a 300.000 toneladas por año en la década siguiente. La idea era que las empresas británicas participaran en el V Plan de la Nación, e incluía ayudar a hacer del país el mayor exportador mundial de bioproteínas.
Pérez invitó a la reina a visitar Venezuela. La prensa venezolana lo reseñó casi como un hecho, pero la respuesta de Isabel fue tajante y diplomática: solo podría a partir de 1978, luego de su vigésimo quinto año jubilar.
Para CAP era el término de una agitada visita de tres días al Reino Unido, como parte de una gira que incluyó la ONU en Nueva York, Roma y la Ciudad del Vaticano y, luego de Londres, Moscú, Ginebra, Madrid y Lisboa. Los medios reseñaron los actos del presidente con el primer ministro James Callaghan, a quien Pérez le dijo que Venezuela era una democracia activa, “de honda raigambre popular y de amplio contenido social”; y en esa época de tensiones con los países productores de petróleo, le convidó a no ver a la OPEP como “una institución hostil a las naciones industriales”, ni “un monopolio que quiere repetir las malandanzas” de las transnacionales.
Los periodistas también reseñaron una anécdota que describe al personaje y al momento en que se encontraba el país. A pesar del invierno londinense, el presidente Pérez había decidido caminar por las calles de la ciudad sin abrigo. Aunque algunos especularon que utilizaba ropa interior térmica, sus funcionarios no vacilaron en desmentir esta suposición. Así lo reseñaba El Nacional en su edición del 24 de noviembre de 1976.
Porque en el primer quinquenio de Carlos Andrés Pérez (1974-1979), la llamada “democracia con energía” exigía a Venezuela y a su mandatario ser y parecer. Ser una nación desarrollada en el menor tiempo posible; iniciar grandes obras apalancadas por el petróleo; formar una nueva generación de venezolanos y hacer de la democracia un sistema irreversible y sinónimo no solo del voto, sino de calidad de vida. Parte de esto se logró, pero otra buena parte quedó en el parecer, en la fachada. La sociedad que había transitado de la pobreza histórica al consumismo frenético, a finales de la década de los setenta inició un lento y luego acelerado declive que continúa hasta nuestros días.
La figura de Carlos Andrés Pérez encarnó en buena medida al venezolano de su época. De una familia dedicada a la actividad agraria en la provincia, llegó a Caracas, en su adolescencia, para hacer de la política y su vida una misma cosa. Escaló las diferentes posiciones de su partido Acción Democrática, padeció prisión y exilio, y se fue formando de manera autodidacta. Albergaba esa característica venezolana de querer conocerlo todo, de asumir los debates internacionales como propios, y la del llamado de la historia. En el resto del mundo se fijaron en él y en su accionar.
Fue popular, y al terminar su primera presidencia lo continuó siendo a pesar de las denuncias de corrupción y de la espiral de crisis que ya estaba allí. Los diez años en los que esperó su retorno al poder los utilizó –como senador vitalicio y vicepresidente de una Internacional Socialista en apogeo– para proyectar una imagen más comedida, de estadista capaz de opinar y mediar en temas como la democratización de América Latina; las relaciones del llamado “Tercer Mundo”; y los problemas de la deuda y el desarrollo. En un artículo publicado en el periódico español El País, del 7 de junio de 1985, reprochó a Estados Unidos su apoyo a las dictaduras latinoamericanas: “En un marco de graves errores políticos y negligencia inexplicable, los latinoamericanos hemos sido arrastrados por una irresistible fuerza centrípeta, sin consideración por las normas más básicas de la justicia y el equilibrio internacional”.
En diciembre de 1988 Carlos Andrés Pérez fue elegido para un nuevo periodo. La Constitución de 1961 estipulaba que un expresidente debía esperar una década para volver a aspirar al cargo, un error que ralentizó la dinámica interna de los partidos. Los venezolanos votaron no solo por el candidato, sino por la nostalgia de los buenos tiempos. La papa caliente que recibía la heredaba no solo de las erráticas administraciones anteriores, sino de las propias acciones de su gobierno. Y como el presidente saliente era de Acción Democrática, no podía justificarse con ese cliché que rezaba que cada cinco años salíamos del peor gobierno que había tenido Venezuela.
Para su segundo gobierno (1989-1993), sería un CAP muy distinto al que visitó a la reina Isabel II. Hizo un diagnóstico bastante apropiado de la situación venezolana, pero no supo convertir la superación de la crisis en un acuerdo nacional. Tras el Caracazo y los intentos de golpe de Estado, aunque logró estabilizar la economía en sus grandes números, CAP se convirtió en el villano favorito de buena parte de la sociedad venezolana. Ridiculizado en los medios, con protestas sociales en las calles y una popularidad en caída, en 1993 fue destituido e iniciado un juicio en su contra. Este fue el punto más alto y, a su vez, el canto del cisne del sistema democrático iniciado en 1958.
El presidente aceptó y entregó el poder. A pesar del chaparrón de críticas recibidas, se mantuvo tolerante, con un sincero sentido de la vida en democracia. Una anécdota de mi padre, quien trabajó en su segunda administración, me cuenta que, durante un Consejo de ministros en Las Cristinas, estado Bolívar, al enterarse que Arturo Uslar Pietri había sido galardonado con el Premio Príncipe de Asturias, pidió a su equipo levantarse y dar un aplauso por lo que esto representaba para el país. Uslar, prolífico escritor, era en ese momento uno de sus acérrimos críticos.
Dos décadas después, atrás habían quedado muchos de los sueños y proyectos de aquella visita al Buckingham Palace en el invierno del 76, así como la hipotética visita de la reina Isabel II a Venezuela, la cual nunca ocurrió.