Ya los había visto. Los venden en las tiendas latinas, pero no sólo allí. También en las estaciones de servicio, en los quioscos del Metro, en las cajas de los supermercados grandes, en las farmacias, en las dollar stores y en los dépanneurs (las “bodegas” de aquí, que uno intenta no pisar, porque casi siempre son oscuras, huelen a esa mezcla de guacal con jabón azul característica de los mercados pequeños y siempre pagas más por eso que estabas buscando a última hora).
La verdad, ahora que lo pienso, están por todos lados. Aquí, en mi nuevo lugar de residencia, son tan comunes como allá, donde podían aliviarte el hambre en medio de una cola interminable en la hora pico de la Francisco Fajardo, mientras oías la radio y envidiabas la libertad de los loros. Eran aquellos años en los que Caracas era una una eterna cola y el carro una extensión de la casa.
Hablo de los platanitos. Esos chips que uno come porque le gustan, pero también por una especie de inercia. Porque siempre estuvieron ahí (me dicen mis hermanas en Caracas que todavía es así), y porque ¿cómo no comértelos?, si una vez que te metes uno a la boca no puedes parar hasta que sacudes la última migaja con sal de la bolsita.
Recuerdo que cuando estudiaba en la Católica, mi alimentación balanceada consistía sobre todo en platanitos, Oreo y Miramar, que mis amigas y yo comprábamos en cualquier abastico antes de encerrarnos en la casa de alguna de ellas a “estudiar” o “hacer un trabajo”. Sospecho que mi título universitario se lo debo en buena medida a tales bastimentos. Me acompañaron tantas tardes en “la grama” del edificio de postgrado, en tantos recorridos en el autobús de El Paraíso o en la camionetica de Balconcito, que mi cuerpo debe haber perdido la cuenta de cuántos me comí durante esos cinco años.
Confieso sin embargo que con la edad, las gastritis y el propósito de comer mejor, los fui abandonando en el camino. En cinco años que llevo viviendo aquí, no había caído en la tentación hasta hace unos meses, cuando estaba almorzando con mi hija en un tarantín oriental y los vi en la caja. Como ella insistía en que le comprara “una chuche” y yo trato de que no coma tanta azúcar y de que pruebe cosas que yo comía de niña, le compré un paquete.
“Esto es como las tajadas, pero salado y crocante. Te va a gustar”, le dije. Y, bueno, cómo te explico si le gustaron… Los ubica donde sea que estemos, con esos sensores de parapara que tiene en los ojos, y los devora con gusto.
Aquí se consiguen sobre todo platanitos que vienen de Ecuador y Perú. Los hay dulces, picantes y salados (que son y serán siempre mis favoritos) y cada vez que los veo, me da un pequeño ataque de dépaysement, esa palabra que solo existe en francés, perfecta, que explica muy bien lo que significa irse: exilio, desorientación, cambio de aires y añoranza. Me siento por una fracción de segundo allá (no hablo solo del espacio, sino también del tiempo), haciendo cola en el cafetín de la Universidad para comprarme un paquete y sacando la cuenta de si me compro también un Miramar o no. Para mí el platanito es de esas cosas que, no importa cuánto entiendas que pertenecen a toda una cultura que se extiende a través de América Latina y el Caribe, son y seguirán siendo tuyas (mías), de tu país, de tu lugar.
Creo que es algo que te pasa mucho cuando emigras: te atas irracionalmente (cómo, si no) a unas pocas cosas que te dan cierto dominio, cierta certeza y ahí te quedas un ratito, antes de recordar dónde estás y el camión que le has echado y le sigues echando para adaptarte, y entonces sigues, “aquí y ahora”. Y aunque la bolsita verde de los que me estoy comiendo mientras escribo esta nota (sorry, pero es que me antojé) no tenga ni una sola línea escrita en español, para mi cerebro es como ¿qué Croustilles de plantain, ni qué Plantain chips, ni qué manga de chaleco? ¡Platanitos, mano, estos son pla-ta-ni-tos! Del cafetín, de la autopista, del kiosco. ¡De toda la vida!
Como muchas cosas que provienen de nuestra dieta, los platanitos en estas latitudes son muy apreciados porque no contienen colorantes, sabores ni preservantes artificales y además son gluten free, “¡tará!”, igual que las arepas, que cada vez que se las quiero hacer probar a un canadiense, me basta y me sobra con esos argumentos para ganar su atención. Tienen, eso sí, aceite de palma, lo que me ayuda a contenerme de vez en cuando. Solo de vez en cuando. Es difícil, te digo.
Tan fuerte es mi dépaysement con los platanitos que ya me pasó una vez quedar como “la rara”: llegué muy contenta con mis bolsas de platanitos a una fiesta, diciéndoles a los invitados (québecois y franceses) llena de orgullo que eso es lo que comemos en las piñatas allá en mi país. Me dieron un “ah, qué bien”, sin mucho entusiasmo y luego ya en conversaciones más privadas me enteré de que aquí son super normales, que nadie se acuerda cuándo entraron al mercado (aunque no fue hace tanto, según me contó un periodista que estaba allí), pero que los adoptaron tan masivamente, que ya son casi como las papitas con ketchup (prácticamente las chips oficiales de Canadá). Al menos aquí en Montreal, ojo, que siempre hay que decirlo, tiene mucho de mundo aparte dentro del país y de la provincia. Son devorados por igual latinos y locales, y forman parte del paisaje de verano en el parque.
Poco me importa, la verdad. Con no andar de embajadora del platanito y limitarme a consumirlo en privado, tengo. El entusiasmo sigue intacto, eso sí. Y aunque abrir una bolsa verde de platanitos implique para mí un doble dépaysement (¿dónde estoy? ¿en Caracas? ¿en qué época? ¡Pero si estos bichos ni siquiera vienen de Caracas, sino de Ecuador, y yo estoy aquí rodeada de nieve! Help!), es un precio pequeño comparado con la satisfacción de masticar un poquito de lo que uno es. Y agarrarse por un ratito a una certeza, aunque sea prestada.