Las nuevas preparaciones no son recetas secretas y las nuevas maneras de servir no son recetas fáciles de lograr. A la capital venezolana le llegó la pandemia cuando la crisis productiva y económica ya poco dejaba saborear pero, como suele suceder, algo se resuelve.
Cachapas Doña Agapita
Por fin, luego de veinticinco años, “Las cachapas de la plaza La Candelaria” llegan al resto de Caracas. Ocurrió a partir del inicio de las flexibilizaciones de los confinamientos en el municipio Libertador. Entonces, Luisa Rey, dueña del restaurante, intentó lo que a otros comederos de la zona no les resultó: abrir una cuenta en Instagram para ofrecer un menú reducido a solo cachapas que saldrían desde la plancha hasta la casa.
“No podíamos seguir cerrados pagando nómina con ahorros de la empresa, pero mantuvimos a todo el personal. Decidimos crear la cuenta para llegar a nuestros clientes de la zona o que la frecuentaban y darnos a conocer en todas las zonas de la ciudad”, cuenta Luisa.
Funcionó. Aunque siguen atendiendo en el local según el horario permitido, ya cuentan con su propio servicio de delivery que ha llegado hasta Montalbán, El Hatillo y la urbanización Miranda. Así que cuatro motorizados se sumaron a la plantilla de la cachapera.
Aunque Luisa advierte: “es difícil conseguir hasta el maíz, el queso amarillo y el pernil por la escasez de gasolina, pero siempre logramos encontrar los ingredientes”. Por si acaso no, incluyeron nuevos rellenos: chistorra, tocineta y paleta ahumada acompañan los quesos blancos criollitos.
El Coyuco de Los Palos Grandes
En las semanas iniciales del confinamiento radical, de los treinta y tres empleados quedaron cinco para preparar los pedidos para llevar. Entonces se retiraban en la pollera como siempre o los despachaban con un motorizado conocido.
En abril, para aumentar los ingresos y lograr reincorporar paulatinamente al personal, los encargados del restaurante aceptaron el servicio de delivery de tres compañías. Pero la solución se ha ido convirtiendo en una complicación. Explica Lenin Velasquez, uno de los encargados:
“Ahora a las empresas de delivery no les pagamos para que los motorizados entreguen los pedidos nada más. También pagamos por el servicio web que nos prestan para que los clientes nos puedan pedir por esa vía. Esto afecta nuestra factura porque, por ejemplo, si el cliente hace un pedido de veinte dólares, la empresa de delivery nos descuenta los tres dólares por la entrega más el diez por ciento por el servicio web, o sea, dos dólares más. Entonces, de esos veinte que paga el cliente, la pollera ahora le paga al delivery cinco dólares y no tres como antes, así que lo que terminamos facturando son quince dólares. Si el monto de la factura es más, el diez por ciento es mayor”.
A este incremento se suman las tarifas también aumentadas de los servicios básicos.
La última facturación de aseo urbano de la pollera fue por encima de los cuatrocientos dólares y la electricidad cerca de los doscientos cincuenta.
Por supuesto, los envases para llevar, según Velasquez, han triplicado sus precios en lo que va de pandemia. Así que todo esto significó un incremento del 15 por ciento del menú en diciembre.
“Nos vamos adaptando y hemos inventado otros combos para resolverle a otros clientes: el mini en 10 dólares, el familiar en 20 y el Big Combo en 35. Nos ha ido bastante bien con esos. Igual, siempre estamos analizando qué podemos hacer, sobre todo por los mesoneros que se la ven más duro, porque ellos ganan el sueldo mínimo más el porcentaje de mesa. Nosotros teníamos 33 mesas y ahora son 13, imagínate”, concluye Velasquez.
Il Botticello
Alfonso Linares, uno de los dos socios de la trattoria, comenta que sus ventas han estado en un 10 por ciento de lo eran hasta marzo pasado. Incluso hay días en los que no vende nada. Las doce mesas ocupadas en horario de almuerzo y cena, ahora son cinco mesas casi siempre desocupadas.
Al igual que otros restaurantes, “el huequito de pastas en Altamira” redujo el 25 por ciento de su menú. Lo que ahora se sirve son quince de las veinte pizzas, el pasticho de carne, las pastas cortas y las rellenas. Nada más y todo es preparado por Linares:
“Mantuvimos el personal hasta diciembre. Eran siete. Una señora cocinaba en el día y otra en la noche. Pero con esta venta tan irrisoria no necesitamos al personal. Ahorita somos los dos socios y un empleado. Yo me encargo de la cocina, el socio, de la caja y el muchacho, de servir”.
Al menos no han perdido mercancía, pues en los casi veintisiete años del local, los ingredientes frescos siempre los han comprado poco a poco. Tampoco han tenido que comprar ingredientes no perecederos pues, con las ventas tan bajas, el stock aún se mantiene.
También mantienen otra tradición: “No trabajo con delivery, porque no tengo una cartera de clientes como para delivery. Pick up sí, aunque los poquitos que vienen, prefieren comer aquí y se les atiende”, explica Linares.
Pastelería Doris
A Marco Battipaglia, dueño de la pastelería, no le sorprende la escasez de clientes desde que iniciaron los confinamientos, ni que las veinticuatro mesas fueran reducidas a siete. Para él, la pandemia en Venezuela es la misma crisis que ya conoce:
“Estoy haciendo treinta dulcitos de ocho tipos. Los hago hoy y es posible que mañana no haga. Hasta el 2019, hacía diez cremas semanales de dieciocho litros cada una y dos masas completas todos los días. Esto equivale, más o menos, a mil dulces diarios que antes se llevaban a partir de bandejas de doce y ahora en bandejas de cinco”.
La venta de tortas es aún menor. La Doris está preparando apenas doce tortas cada dos días: seis milhojas y seis de profiterol, de uno o dos kilos. Cuenta Battiplagia:
“Anteriormente, hacía quince y quince, y se acababan a diario. Ahora no: si tengo suerte, para la tarde, se venden las doce. Si no, será mañana, pero para pasado mañana ya no sirven para la venta. Entonces, las boto o las regalo”.
Don Marco prefiere perder una torta que sus recetas, la fama y la preferencia de sus clientes de toda la vida. De allí que, pese al incremento de los precios de los ingredientes más básicos, los conserve tal cual, de la misma manera que conserva los mismos proveedores de hace cincuenta años, aunque aclara:
“No es fácil. Le doy un ejemplo muy sencillo: la mantequilla que yo uso me cuesta 11 dólares el kilo. La panela es de cinco kilos, son 55 dólares. Compro diez panelas, porque también hago pastelito, pasta seca y pasapalo. Son 550 dólares, y me duran dos semanas. Pero después, cuando vuelvo a comprar, de repente, el kilo ya no vale 11, sino 15”.
Por la dedicación que llevan sus productos, la familia Battipaglia solo hace entregas con un motorizado de confianza a los clientes conocidos. Ahora cuando ya inician las cuentas para la elaboración de los huevos de chocolate propios de la Semana Santa, van advirtiendo que no serán miles como es la tradición, sino doscientos o trescientos cuando mucho.
En los sesenta años de la Doris, por primera vez, “se vende lo que cuesta menos. La pastelería ya es un artículo de lujo. La gente tiene que comprar la comida y las medicinas, pagar el colegio. Si compra pastelería, compra lo indispensable. Quien compra, está comprando de sus ahorros, yo lo sé”, lamenta Battipaglia.
Fuente de soda El León
Cerró en marzo, reabrió en mayo y, desde entonces, Polimiranda y la Guardia Nacional la han cerrado una que otra vez. Explica el encargado Johnny De Sousa:
“Aunque deberíamos salir beneficiados porque tenemos una terraza al aire libre, parece que somos los más afectados porque somos muy vistosos. Muchos restaurantes de la zona y de Las Mercedes trabajan con sus puertas cerradas. No sé qué tipo de convenio tienen esos restaurantes que están full de carros, pero a nosotros no nos dejan trabajar”.
Aún en las semanas de flexibilización del confinamiento, las ventas son apenas el veinte por ciento de lo que eran hasta marzo, cuando en las noches se sacaban noventa mesas. Ahora, cuando mucho, han llegado a instalar sesenta que, por supuesto, no se llenan. Esto como consecuencia, además, del cierre del estacionamiento en donde está el local y la prohibición municipal de estacionar en los alrededores.
“Antes yo cerraba, pero no nos fue bien con el delivery, porque no somos un sitio para llevar, sino para quedarse. Ahora abrimos incluso los viernes de las semanas flexibles, que está indicado que no se puede, pero como todos trabajan, nosotros también. Voy trabajando según van los otros restaurantes, uno va averiguando”, insiste De Sousa.
Alquiler de la terraza ($1.300), aseo urbano ($256), electricidad ($300) y nómina reducida de 45 empleados a 15 no pueden sostenerse por la venta de cafés, batidos y algún desayuno para quienes hacen la cola del consulado de España. Según De Sousa, los ingresos por estos consumos siempre fueron algo adicional al consumo nocturno.
Desde hace cinco años, apenas el cinco por ciento de toda la fila para el consulado de España llega a consumir algo en El León.
“Hemos considerado cerrar o hacer una pequeña remodelación para atraer a otra clientela. No somos un restaurante diurno, estamos desde 1975 como lo que se sabe que es El León. Abrimos de día porque hay que recibir mercancía y aprovechamos los poquitos desayunos que se venden. A la gente comienza a llegar a las cinco de la tarde, ya ni se sientan cuando les decimos que tenemos que cerrar a las seis”, se lamenta De Sousa.
Pese a ser uno de los locales de Caracas que mantiene una distancia de dos metros entre cada mesa, que ofrece una carta de bebidas nacionales e importadas, que sigue sirviendo pollo a la canasta y parrillas, y que acepta todas las formas de pago, dice De Sousa:
“Casi trabajamos por trabajar. Pensamos que con esto de los dólares se iba a sentir una leve mejoría, pero no. La gente ya no tiene el poder adquisitivo para tomar y comer. Pero esto no es de ahorita. Esto empezó hace seis, ocho años, cuando los empleados de las oficinas en vez de bajar, se empezaron a ir para sus casas”.