Cuando el cine venezolano aparece en el imaginario, un solo lugar es la meca de una industria ausente: la capital. Caracas está allí ya sea como escenario donde convergen personajes de historias, o como sede matriz de instituciones que financiaron películas. Pero esto no significa que en las demás regiones del país no se haya hecho cine, o que no haya más renacer aparte de restaurantes y bodegones.
Una de ellas es Valencia. Cierto que de “ciudad industrial” ya le queda poco o nada, salvo el consumo rampante que ha vuelto a verse con la dolarización. Cierto también que el arte es uno de los últimos escalones de su interés colectivo.
Pero la capital de Carabobo sí tiene una historia cultural.
En una fecha tan remota como el 8 de octubre de 1896, en la Plaza Bolívar de Valencia Thomas Alba Edison exhibió su nuevo invento: el vitascopio, un proyector que sentaría las bases del cine junto al cinematógrafo de los Lumière.
Durante ese año solo se proyectan dos películas en la ciudad, mientras que entre Maracaibo y Caracas hubo trece proyecciones, según la investigación Panorama histórico del cine en Venezuela compilado por Tulio Hernández para la Fundación Cinemateca Nacional.
Quienes caminan por la misma plaza donde se proyectaron esas dos películas —hoy rodeada de tiendas, pastores evangélicos, una estación policial y compradores de oro— desconocen esa historia de Edison y quizás hoy les parecería irrelevante. Valencia desde hace tiempo no suele verse como una ciudad cultural ni cinematográfica. Por eso puede sorprender la actividad que ha tenido, y que sigue teniendo.
Breve historia del cine en Valencia
En las décadas de los cuarenta y cincuenta numerosos cines de la ciudad estrenaron películas como Doña Bárbara (1943) y hasta contaron con la presencia de la protagonista, María Félix, en el Teatro Imperio, en su centro.
En las parroquias valencianas había además uno que otro cine, como el San Blas, el Centro, el Lid, el Tropical, el Mundial y el Cantaura, entre otros. El historiador Tomás Cabrera, dos años antes de fallecer, durante un paseo por el caso histórico de la ciudad relataba la vida diaria en algunos de estos lugares, en su mayoría en el centro histórico. Había una ley no escrita, por ejemplo, que los espectadores debían acatar: a la Plaza Bolívar no se iba con mangas cortas. A quien no la cumpliera la policía podía detenerlo durante 72 horas. Y cuando la película era muy popular, la gente buscaba cómo verla hasta cuando la capacidad del lugar no lo permitía, pagando una entrada a la casa vecina para subir a la terraza y ver la función de la noche desde allí.
Los cines eran parte de la vida diaria del valenciano. Eso desarrolló una lenta pero segura y constante cultura cinéfila. En los años setenta era una ciudad más abierta a la modernidad. «Siempre hubo gente en cada una de las décadas aportando en lo que se pudo», dice Daniel Siugza, gestor cultural y docente. Siugza nombra a la escritora Laura Antillano, galardonada con el Premio Nacional de Cultura, al escritor Miguel Torrence, y al cineasta Carlos Pineda, entre los «muchos» personajes que a finales de la década comenzaron a profundizar el cine más allá de ver una película y luego ir a casa.
En 1983 nació la agrupación cultural Rabo de Nube, enfocada en la cinematografía. Proyectaron películas comoThe Wall, entre otras, en la Universidad de Carabobo y en el cine La Viña. Desde entonces, se organizaron festivales y muestras cinematográficas, tradición que se extendería durante 20 años. “Fue una actividad constante», añade. Otros cines como el HS también exhibían películas fuera del circuito comercial, como documentales de música.
Transcurrieron los años y las salas tradicionales empezaron a cerrar. En los noventa el cine tomó un nuevo concepto comercial. Surgieron los multicines con Cines Unidos, que llegaron a los centros comerciales La Granja y Sambil. «Eso no permitió que las salas independientes pudieran comprar los derechos para exhibir películas. El Cine Imperio, Cine Centro, entre muchos, cerraron», lamenta Siugza. Como en otros sitios, muchos de esos lugares pasaron a convertirse en templos evangélicos.
El profesor de la Universidad de Carabobo (UC) Daniel Labarca tuvo la iniciativa de proyectar clásicos en las salas del Centro Comercial La Viña Siglo XXI cada martes. La UC compró un espacio más apto para la actividad en 1991. Así nació Cine Arte Patio Trigal, que funcionó hasta 2020, cuando la pandemia y la crisis económica frenaron las proyecciones. No ha reabierto todavía.
En Patio Trigal, como también se le llama, hubo festivales de cine europeo y latinoamericano para un público que escarbaba entre las opciones de los multicines comerciales. También fue la sede de un evento sin precedentes en la región: el Festival de Cine Comunitario e Independiente Araca, que tuvo cuatro ediciones seguidas (2013-2016) y mostró los numerosos cortometrajes realizados como consecuencia de una serie de talleres de producción audiovisual en la periferia carabobeña.
La fiebre por contar historias salpica al estado vecino, Aragua, por eso la fusión en el nombre (Araca).
Siugza forma parte de esa red de capacitación en diferentes comunidades de la región. Fueron más de 500 películas las que se recibieron durante ese tiempo. El docente y también documentalista relata que gracias al Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC), se pudo hacer el festival, así como la reforma de Ley de Cinematografía Nacional en 2005, marcando un nuevo camino para el cine venezolano. «El Estado siempre ha apoyado el cine, pero nunca como se apoyó entre 2013 y 2015».
Una nueva generación
La crisis en el país y la pandemia son dos murallas que impiden el avance del cine en Venezuela. Valencia no es la excepción. Para Orlando Rodríguez, joven cineasta de la ciudad, —codirector de cortometrajes como Mala idea (2019), proyectado en la edición 17 del Festival del Cine Venezolano—, muchos se rinden ante las circunstancias, que ven como una “derrota personal”. Alguien que aspire a contar historias primero debe trabajar en algo ajeno a su pasión.
Raquel Uranio, también realizadora audiovisual, considera que a pesar del triste panorama hay gente creando, pero primero debe formarse. Uranio y Rodríguez agradecen el haber estudiado en la Escuela de Cine ArtesyEfectos, fundada en Valencia en 2016. Allí no solo aprendieron a hacer películas, sino que encontraron amistades con quien trabajar en proyectos audiovisuales. Ambos son la cabeza de una nueva propuesta: Gecko, plataforma que promociona y difunde cortometrajes hechos en Valencia.
Este año la primera muestra Valencia en Geckortos, en el Teatro Arlequín, proyecta quince trabajos, como Whiskey de media noche (2018), Lo que quedó de ella (2019), Reseña (2021), El cuarto de los infieles (2021), Ladies night (2021), El Secreto (2021), que se pasean por el drama, el noir y la comedia.
El proyecto surge por la inexistencia, o al menos hasta donde Uranio sabe —como confiesa—, de espacios donde se puedan exhibir estos trabajos. Los que hay piden muchos requisitos, se tienen que pasar por filtros de la peor ineficiencia burocrática, según la joven cineasta. «La mayoría de los realizadores son jóvenes como nosotros y están comenzando, entonces desconoces cómo promocionar y distribuir el material en festivales. No hay tampoco una guía u orientación más allá de la que te da un profesor de cine».
El objetivo de Gecko, además de dar a conocer el trabajo de los cineastas en Valencia, es el encuentro entre colegas para crear redes de contactos que sean puentes a futuros trabajos. «Esto es una ventana también para romper un poco con ese hermetismo que hay, porque en Valencia hay distintos grupos de cineastas haciendo producciones audiovisuales, pero todos independientes unos de los otros», dice Uranio.
Uranio y Rodríguez coinciden en que el cine puede incentivar la creación artística en general. En Valencia hay escuelas de teatro y danza como la Ramón Zapata, entre otras opciones privadas, o la Escuela de Artes Plásticas Arturo Michelena. De allí cada año egresan nuevos artistas. Estos son los primeros pasos para una posible industria cinematográfica en Valencia: conseguir una red de contactos, incentivar la creación multiartística y saber vender una idea para conseguir patrocinantes y dinero.
Esto último, la plata, es lo más difícil. Uranio hace malabares para conseguirla, usando el don de la palabra para hacerle entender a las marcas que sí es posible ganar-ganar con un producto audiovisual, que pueden conseguir más que el típico logo en los flyers a cambio de dinero o de un producto.
Algunos cortometrajes se realizan con equipos modestos, hasta con celulares, con el objetivo de hacer algo de calidad con lo que se tenga a la mano. El dinero es para alquilar cámaras, luces, micrófonos o cualquier herramienta que a veces hasta un buen samaritano presta. También es para transporte y comida.
Es allí cuando se ve la gran importancia del trabajo de producción, pero la industria no depende solo de los productores. Más peso en ella tienen la demanda y la estabilidad económica de un país.
El estigma hacia el cine local
En Venezuela solemos renegar del cine hecho en casa. Una mezcla de falta de identidad, mala calidad en algunas películas y explotación de la miseria en los ochenta y noventa, podrían ser la respuesta.
Daniel Siugza lo dice claro: Hollywood no sale del imaginario colectivo. Al ver algo diferente, el público lo rechaza porque en su chip solo acepta la narrativa y estética propias de la industria. Es solo un universo de cinematografía, no el único. «No niego que Hollywood nos haya traído excelentes películas, pero se tradujo a una hegemonía».
Raquel Uranio y Orlando Rodríguez coinciden. El cine hollywoodense ha aportado significativamente a la industria global, aunque al tener el control en la distribución y promoción, la competencia con otras industrias es desigual. Esto el venezolano común lo ignora, le da igual, o cree que es injustificable porque el cine venezolano es malo y punto.
Uranio piensa que el estigma se debe a que durante los ochenta y noventa la mayoría de las películas venezolanas eran del género porno-miseria —como ella lo llama—, y explotaban temas como la violencia y la pobreza extrema. La graduación de un delincuente (1984), Macu, la mujer del policía (1987), Disparen a matar (1990), Sicario (1994) y Huelepega: ley de la calle (1999) son algunos de los títulos de los tantos que se enfocan en esas realidades.
Pero la violencia es solo parte del abanico de temas del cine venezolano. Otras historias quedaron un poco opacadas —dice Uranio–, filmes que han sido buenos no solamente en lo técnico, sino también con guiones extraordinarios. «El cine venezolano es diverso. No solo ha presentado el malandraje y la pobreza, como se suele creer», manifesta Siugza. La comedia y el drama también han estado con películas como Domingo de resurrección (1982), Río Negro (1990), Jericó (1992), entre otras historias que reflejan el universo simbólico de lo venezolano.
«Si no se entiende que hay otras estéticas cinematográficas, estamos jodidos —espeta Siugza—, porque si pretendes hacer lo que hace Hollywood, y jamás lo podrás hacer porque jamás tendrás un presupuesto como el que tiene cualquier película de Hollywood. La calidad técnica, la incesante búsqueda de una estética diferente, influyen en la percepción del público. También la falta de industria, aupada en parte por el centralismo».
El docente y director de arte Renny Pan dice que la producción de películas en su gran mayoría se hacen en Caracas, y olvidan otras ciudades. El monte y la selva son los arquetipos de esa Venezuela rural y atrasada, pero el símbolo de la urbe moderna es adornada por los edificios caraqueños.
«Lamentablemente, no se ha podido hacer un largometraje netamente aquí en Valencia”, sostiene Pan, porque las políticas centralistas imposibilitan en cierta medida el desarrollo de ciertas industrias a lo largo del territorio.
El aparato burocrático estatal, aunado a la crisis del país, influye en materia de producción. En la gran mayoría de las películas venezolanas, Caracas es el arquetipo de ciudad venezolana, no Maracay, Barquisimeto, Valencia, Maracaibo, entre otras. Pan opina que grabar una película en Caracas ha sido “más fácil” porque no se moviliza todo un equipo a otras latitudes, sino que se trabaja desde la ciudad matriz, salvo a que la historia sea en la selva o el llano, donde evidentemente se suman los esfuerzos.
El dicho “Caracas es Caracas y lo demás es monte y culebra” es el reflejo de un Estado centralista. Por carencia de oportunidades, la gente del resto del país migra a la capital para tener una mejor vida. El cine no ha escapado de ese patrón. «Esto limita las posibilidades de tener una competencia con oportunidades similares. Lo vemos en la televisión, el cine, la radio. A pesar de que se puede hacer radio en territorio nacional, la mayoría sueña con irse a la capital para poder entrar en los circuitos más importantes del país, todo esto por la manía de decir que la capital es lo principal«, manifiesta Pan.
El reto
Contra viento y marea se ha hecho cine en ciudades como Mérida (sede del Festival de Cine Venezolano), San Cristóbal y Maracaibo. Cortometrajes como Bailando en el barro (2021) y Feliz año (2020), entre otros, han participado en numerosos festivales nacionales e internacionales.
Esta tríada de ciudades dieron el ejemplo y ahora la nueva generación de cineastas carabobeños se prepara para contar historias inspiradas por el entorno donde han crecido y que conocen. «Los jóvenes se han logrado foguear en distintos aspectos de la producción audiovisual y van a poder plasmar de una manera más competitiva las historias que lleven al cine», dice Pan.
El docente compara la juventud de ahora con la de su época. Antes había más filtros para conseguir personas calificadas, no se dejaba entrar a cualquiera. «Hoy en día no lo vemos porque tenemos la facilidad de que cualquier persona tenga una herramienta a la mano para poder grabar».
Esto también tiene su lado negativo, añade Pan, y se refiere al poco compromiso de jóvenes cineastas que irrespetan parámetros por falta de conocimiento y conciencia. «Si toda la historia del planeta ha enseñado algo, es que los jóvenes en su rebeldía tienen que ser canalizados para llegar a ser personas preparadas y de bien. Si tú quitas esa figuras, vamos a tener una juventud descarriada y con libertinaje en todos los aspectos».
Uranio y Rodríguez están en busca de una estética y narrativa que sean características de un cine regional y venezolano. Se hizo en Dinamarca con el Dogma 95, en Italia con el neorrealismo, los españoles con su cine, y en otros países del mundo.
«Tratamos de cuidar todos los aspectos de la fotografía y la dirección de arte. Buscamos calidad dentro de nuestras limitaciones, porque son obras de bajo presupuesto pero no quiero que se note. Al menos no tanto», argumenta Uranio.
A su juicio hay trabajos audiovisuales que están en la categoría de cine amateur, pero estos detalles no son cuidados por desconocimiento. «Allí es cuando nos diferenciamos de otros cortos hechos en Valencia e incluso en Venezuela, porque tratamos de asesorarnos lo más posible con personas que más saben de la materia y a la vez buscamos crear nuestra propia esencia: el arte y la fotografía».
De acuerdo con Pan, poco a poco los jóvenes han podido «conquistar espacios» donde se han podido mostrar como realizadores; han abarcado otros aspectos o departamentos como la producción, entre otros, y eso ha refrescado las propuestas que se han visto. Siugza coincide: a la nueva generación de relevo le corresponde hacer lo que él y sus compañeros hicieron en su momento. Debe ser capaz de prepararse para la producción audiovisual. No es solo agarrar el teléfono y grabar: «La generación de relevo debe estar clara por donde van los tiros para impulsar una industria cinematográfica regional y nacional. Me parece extraordinario lo que se está haciendo y lo apoyaremos».
El compromiso parece ser uno de los valores de esta nueva generación que produce bajo sus propios medios y estrategias en un entorno donde el cine local, por ahora, no genera el mismo interés que un Caracas-Magallanes en el José Bernardo Pérez, un nuevo bodegón o un mitin del gobernador.
Esto no los detiene, tampoco la crisis en el país, ni la ilusión de un país arreglado.