Corro a buscar el termómetro, lo limpio con alcohol y luego lo sacudo como mi mamá me enseñó. Me aseguro que esté por debajo de 35 y le digo a Andrés, mi esposo, que se lo ponga bajo la lengua. A los minutos leo: 38,3º. En cualquier otro momento no nos hubiéramos preocupado, pero esta vez nos asustamos. Es un sábado por la noche.
El domingo temprano le escribo a un médico de confianza: “Andrés tiene malestar desde la semana pasada y pensamos era una gripe y ya, pero desde ayer tiene algo de fiebre y no sabemos si vale la pena que se haga una prueba de covid o esperar”.
Tras algunos minutos responde: “Lo más probable es que sea covid, lamentablemente no hay sitios donde vayas y solo hagas la prueba, en los hospitales ves una lotería y se tardan en dar los resultados dos semanas. Mi sugerencia es que asuman que tienen covid y actúen en consecuencia, si hay dificultad para respirar u otro síntoma preocupante los puedo ver por la emergencia”.
¿Hacerse la prueba o no?
Queríamos salir de dudas. Queríamos saber si ese pequeño dolor de cabeza que a veces me da por las tardes era o no por la tensión, si la negativa de nuestra hija a comer era o no por malcriadez y si el malestar de Andrés era o no una simple gripe. Y queríamos decirle con cierto grado de certeza a nuestros amigos y familiares si creíamos necesario que se aislaran y que estuvieran atentos a cualquier malestar.
Pero no queríamos ir a hacernos la prueba en un hospital centinela: dudábamos que se estuvieran cumpliendo los protocolos de bioseguridad y tardaban mucho en dar los resultados.
Así que empezó la tradicional preguntadera por WhatsApp: “Epale, ¿sabrás dónde me puedo hacer una PCR?”. En cuestión de minutos ya nos habían referido a una clínica y un laboratorio que creían podía hacernos pruebas PCR para detectar Sars-Cov-2, el coronavirus que produce la enfermedad conocida como covid-19.
Andrés se fue corriendo a la clínica y resulta que la única prueba que tenían era la serológica, la cual se usa para detectar inmunidad. Andrés decidió hacérsela de todas maneras y como acaba de presentar síntomas, el resultado “negativo” que obtuvo nos decía poco. Mejor dicho: no nos decía nada.
Mientras le sacaban la sangre a Andrés, yo llamé al laboratorio. Si bien hacían la prueba PCR, la más recomendada de las pruebas, tenían la máquina “en mantenimiento”, o, en palabras de un enfermero, “jodida”. Pero tenían la prueba de antígenos con hisopado, mejor conocida como la “prueba rápida”.
El lunes en la mañana Andrés se hizo la prueba rápida (por cuarenta dólares) y recibió el tan temido “positivo”. Acto seguido llamamos a todos los conocidos con los que pudimos haber cruzado caminos en las últimas semanas y les avisamos.
Al día siguiente mi hija y yo nos fuimos a hacer la prueba rápida. Teníamos a tres personas por delante y unas ocho por detrás, todas con máscaras, varias mal puestas, y poco distanciamiento social. Si bien la cola era al aire libre, el no saber si las personas querían la prueba por requisito para salir de viaje o si la querían para descartar contagio me tenía nerviosa. Había parado el carro justo frente a la puerta, así que dejé a mi hija en el carro con una ventana a medio bajar mientras hacía la cola. Irónico que un laboratorio que hace pruebas de covid-19 se convirtiera en un potencial foco de infección. Cuando logré pagar, tocó lo peor: agarrar a mi hija mientras la enfermera metía el hisopo en su nariz. No tengo palabras para explicar lo duro que fue. Solo respiraba y pedía a Dios no tener que pasar por esto de nuevo —aunque en realidad no dependía de Dios, sino de nosotros.
En un par de horas nos llegaron los resultados: “negativos”. No pudimos sino dudar: nos parecía increíble que ni siquiera yo estuviera contagiada. Además, los resultados de la prueba rápida tienen mayor probabilidad de ofrecer un falso negativo. Por esto, y aunque ya habíamos gastado casi ciento cuarenta dólares en pruebas para Andrés, para mi hija y para mí, decidimos también llamar a un médico que nos chismearon podría ayudarnos con la PCR.
Tras saludarlo, en apenas un par de unos minutos, el médico me dijo por WhatsApp: “mañana la llamo en la mañana para coordinar”. Ahora nos tocaría invertir cincuenta dólares por cabeza para la PCR.
El médico nos visitó en la casa el martes a eso de las cuatro de la tarde y nos tomó la muestra por la boca. Bastante menos traumático que por la nariz. Nos explicó que se suele hacer por la nariz para reducir el riesgo de contagio de los trabajadores de la salud, lo cual entiendo y apoyo. Pero confieso que agradecí el riesgo del médico porque mi hija no sufrió tanto.
La verdad es que fuimos muy afortunados de encontrar un médico que pudiera tomarnos las pruebas en la casa, pues Andrés podría cumplir su aislamiento sin poner en riesgo a terceros y mi hija y yo evitaríamos el riesgo de hacer una cola con potenciales infectados.
Al día siguiente nos confirmaron que Andrés era un caso “positivo”, pero mi hija y yo no. Ya para ese momento, habíamos confinado a Andrés al cuarto de mi hija y se mantendría así por 15 días o hasta que la PCR le saliera negativa.
¿Ir o no a la clínica?
Apenas Andrés dio positivo por la prueba rápida, llamó a un amigo que tuvo covid-19 en mayo. Él puso a Andrés en contacto con un par de médicos que le mandaron un cóctel de medicinas para contener los síntomas y nos recomendaron comprar un oxímetro.
Si bien los síntomas de Andrés eran manejables, igual estábamos preocupados. El Sars-Cov-2 no es juego de carritos y logra atacar los flancos más débiles de sus víctimas. Andrés no tenía alguna de las condiciones preexistentes que pudieran complicar la enfermedad, pero en la teleconsulta el médico le comentó que le preocupaba su ritmo cardíaco. Así que Andrés se quedó acostado y se olvidó del mundo. En sus palabras, «tengo que estar como en el Nirvana. Cero estrés. Cero preocupaciones».
Decidimos manejar la enfermedad de Andrés desde la casa y teníamos a un par de médicos en preaviso en caso de presentarse algún síntoma preocupante (como dificultades para respirar o presiones en el pecho) y tener que correr a la clínica más cercana (a cinco minutos de casa). Esto también implicaba tener dinero en cuenta para un potencial depósito en la clínica y los números de pólizas de seguro a mano. Esto, sin duda, es un lujo que prácticamente nadie en Venezuela puede darse.
Algunas de las medicinas que recetaron los médicos —que no pondremos aquí pues es recomendable que consulte a su médico antes de tomarlas—, en las farmacias más cercanas a casa no pudimos encontrarlas. Por suerte, Farmarato salvó la patria y nos la dejó en la puerta de la casa. #NoEsCuña.
Entre el primer día de fiebre de Andrés y su tan esperada PCR negativa pasaron 17 días y nunca tuvimos que visitar la clínica. Si los rumores son ciertos, nos ahorramos miles de dólares en gastos médicos.
¿Cómo «aislar» a un miembro de la familia?
Andrés pasó a tener cuarto por cárcel. Llevó libros, su laptop y cargador de celular, y se encerró en el cuarto de nuestra hija mientras nosotros hacíamos vida en el resto de la casa. Salía solo para ir al baño o se escapaba a la cocina cuando mi hija y yo dormíamos o nos bañábamos. Le llevaba la comida en una bandeja y luego la recogía. Era difícil, pero era temporal. Mejor eso que la clínica.
Nuestra hija de tres años parecía entender bastante bien lo que pasaba. Sabía que para evitar enfermarnos, pasamos meses encerrados en la casa y usamos máscaras —cosa que para ella ya es normal. Y ahora sabía que papá estaba enfermo y que estaba en su cuarto para descansar, curarse y no contagiarnos. Cada tantos días, cuando llevaba algo a Andrés, ella se quedaba parada a un par de metros fuera de la puerta y saludaba a su papá. Lo extrañaba.
Aunque para muchos es increíble —incluso para mí—, ni la niña ni yo nos contagiamos. Tuvimos tres PCR negativas en fila. El aislamiento de las personas contagiadas sí funciona. Nosotros tenemos un apartamento que nos permite eso, pero entendemos que hay familias multigeneracionales en dónde la situación es más complicada. Por eso, cuando estemos considerando ponernos en alguna situación en la que nos expongamos a posibles contagios, vale preguntarse no qué nos puede hacer el coronavirus sino qué pudiera hacerle a nuestros seres queridos.
¿Y ahora qué?
Cuando Andrés me dijo que tenía covid, confieso que entré en pánico. Tantos meses de confinamiento y cuidados extremos, y el coronavirus igual nos cayó. Le hemos dado muchas vueltas al asunto y todavía no sabemos quién pudo contagiar a Andrés: pudo ser un día que tuvo que ir a la oficina a hacer una llamada porque nuestro teléfono fijo Cantv nunca lo vinieron a arreglar; pudo ser en una visita que su hermano hizo a Caracas y en la que fueron juntos a hacer diligencias; pudo ser en una visita cualquier a la bomba de gasolina o al mercado. No saber creo era lo más aterrador, sobre todo cuando creímos que estábamos siendo muy cuidadosos con el uso de máscaras, el distanciamiento social y el lavado de manos.
La pandemia sigue y la bastante errada noción de que el covid está de vacaciones se traducirá en un crecimiento de contagios que difícilmente se podrá negar. Si bien no está en nuestras manos implementar políticas para contener los contagios en Venezuela, al menos Andrés será ese conocido que tuvo covid por un descuido con su máscara o lavado de manos; mi hija y yo seremos evidencia de que el aislamiento sí funciona para evitar contagios; y espero todos los que lean esta pieza sean replicadores del mensaje de que con el covid-19 no se juega.