Cotiza después de la rebelión

Ellos mostraron en enero que un barrio en un feudo chavista puede levantarse contra Maduro. La revuelta pasó; la pobreza queda

A pocas cuadras de Miraflores no hay cómo ocultar la realidad

Foto: Cristián Hernández, Gustavo Vera y Gabriela Mesones Rojo

Rodríguez, María Fernanda, símbolo de los barrios que se le alzaron a Maduro a principios de 2019, tiene la mirada fija en un cementerio de containers cerca de la Cota Mil. Ella sabe que ahí duermen indigentes y drogadictos; muchos de ellos son conocidos y amigos suyos. 

Este paisaje es el de la construcción abandonada del túnel Boyacá-La Guaira que pretendía atravesar el Ávila para conectar a Caracas con el mar. Para María Fernanda y la mayoría de sus vecinos en Cotiza, no es más que una exhibición de negligencia estatal: “Todos podemos ver los millones de dólares que el gobierno gastó en este sitio. Un día, simplemente pararon la construcción y se fueron. Tanto dinero perdido”.

Algunos niños usan el lugar para luchar contra el calor, nadando en piscinas de cemento llenas del agua misteriosa que sale de las tuberías del túnel. Cotiza está ardiendo bajo la luz del sol: el barrio no tuvo agua corriente por 19 días y ahora que ha vuelto, los chamos aprovechan para jugar. “No habíamos podido venir desde el apagón porque la gente del barrio tomó la construcción para agarrar agua”, dice uno de ellos mientras empuja a sus amigos al agua. “Había una fila enorme de gente y no nos dejaban jugar porque decían que alborotamos el cemento que hay en el fondo de la piscina. Decían que íbamos a enfermar a todo el mundo”. 

Construcción abandonada del túnel Boyacá-La Guaira. Algunos vecinos lo consideran un ejemplo de la negligencia del estado a la vista de todos. Cotiza, 2019.

Foto: Gustavo Vera

La familia Rodríguez frente al túnel Boyacá-La Guaira. Cotiza, 2019.

Foto: Gustavo Vera

Niños de Cotiza pelean contra el calor nadando en las piscinas de cemento llenas de agua turbia que cae de tuberías desde el túnel Boyacá-La Guaira. Cotiza, 2019.

Foto: Gustavo Vera

En la montaña —hoy con las cicatrices de la sequía, en plena temporada de incendios— la gente recoge agua fresca, se baña, lava la ropa y cocina. Sus caminos peligrosos obligan a dar asistencia a los que pueden bajar por ellos cargando botellas de agua. Los vecinos han tenido que instalar cuerdas para agarrarse y no tropezar con las piedras. Se detienen cada tanto a descansar.

“No es normal tener que venir a buscar agua a la montaña”, dice María Fernanda, sin ocultar la tristeza que le da ver a sus vecinos con botellones sobre la espalda y el Ávila quemado. “Los apagones cambiaron toda nuestra dinámica de vida”.

Vicente, 57, un obrero de una fábrica en Guatire, lava su uniforme grasiento en un río cercano. Es una escena que cruza la naturaleza original con la crisis de la modernidad venezolana. Vicente cree que sus días de fábrica terminarán pronto, y está considerando convertirse en un vendedor ambulante. «Estoy agarrando las cosas de mi casa y las vendo en la avenida Victoria. La semana pasada vendí mi lavadora rota y un par de papas. Compré huevos y cigarros con ese dinero».

Un hombre de Cotiza lava su ropa en la montaña quemada, después de un racionamiento de agua que duró 19 días. El Ávila, 2019.

Foto: Gabriela Mesones Rojo (izquierda), Gustavo Vera (derecha)

Así es como se ve la vida desde Cotiza, la comunidad popular al norte del centro de Caracas, a pocas cuadras del palacio presidencial, donde la gente salió a las calles para apoyar el levantamiento de un pequeño grupo de la Guardia Nacional, en la mañana del 21 de enero. ”Todo está caro, el sueldo no alcanza”, le dijo María Fernanda a un periodista durante el levantamiento, con una cacerola en la mano y antiácido en la cara para combatir los efectos del gas lacrimógeno. “Tenemos que luchar por Venezuela. Somos grandes, un pueblo grande. Pero estamos en la pobreza. Hay que salir a la calle. Tenemos que sacar a ese coño e’ madre, que está escondido, bien gordo como un cochino. Y uno acá pasando hambre”. 

En Venezuela cuesta adaptarse a los cambios sociales, políticos y económicos que se apoderan de nuestra existencia. La pobreza se extendió y se profundizó. La normalidad se convirtió en privilegio y la comodidad en lujo. Varias economistas describen el caso venezolano como el peor declive económico fuera de un contexto de guerra; Kenneth Rogoff dice que es ”un ejemplo de políticas desastrosas que continuará teniendo efecto en las próximas décadas”.

La familia Rodríguez. Cotiza, 2019.

Foto: Cristian Hernández

La vida como cáscara

“Siempre estoy enferma”, dice María Fernanda, tres meses después de su momento estelar en las redes sociales. “Me duele el estómago todo el tiempo; mi hija tuvo un sarpullido que duró una semana. Es culpa del agua, que viene mala”. 

Maria Fernanda tiene 37 años, es peluquera y manicurista, y madre de una adolescente a la que le gusta pasear por el barrio y ver el atardecer con sus amigos. 

El barrio de Cotiza solo recibe agua corriente durante una hora, una vez a la semana. La casa de los Rodríguez está equipada con al menos cien botellas de agua, en cada esquina. Cada visita al barrio te revela nuevas preocupaciones pero también nuevas soluciones de los vecinos para encontrar agua. “La gente sigue yendo a la montaña, recolectan dinero para cisternas, traen agua de sus trabajos”, dice una vecina. 

Iraima, la madre de María Fernanda, casi no puede creer su situación actual. “Hace cuatro años estábamos seguros con lo que teníamos. Teníamos lo que necesitábamos, y un poco más. Teníamos comida, ropa, una casa de la que podríamos estar orgullosos. Somos profesionales, jubilados. Nunca hemos estado desempleados. Cuando queríamos relajarnos, íbamos a nuestra casa en Higuerote. Solíamos ir de vez en cuando. Pero la persona que nos cuidaba la casa nos robó todo. La vida se siente así como esa casa, como una cáscara de lo que era”. 

La casa de la familia Rodríguez tiene por lo menos un centenar de botellas de agua en las esquinas por la escasez de agua, que puede durar hasta varias semanas. Cotiza, 2019.

Foto: Cristian Hernández

La familia Rodríguez ha estado viviendo en la misma casa durante los últimos 90 años, desde que Cotiza era una pequeña comunidad religiosa con casas de adobe. El barrio creció con la migración de la provincia y, a fines del siglo XX, ya estaba muy golpeado por el crimen, pese a cierta prosperidad de lo informal. “Cuando mi papá compró esta casa”, recuerda Iraima mientras muestra fotos de su familia, “estaba construida con barro. Luego, él mismo hizo los muros de hormigón. Solo tenía una sala de estar y la cocina. La casa ha crecido desde entonces. Construimos un segundo y un tercer piso”. 

Ocho personas viven en esta casa, pero Iraima dice que hay suficiente espacio para todos.

”Siempre hemos sido pobres, pero podíamos disfrutar de la vida. Ahora, gastamos cada minuto del día en encontrar medicamentos, comida y agua. Siempre hemos trabajado duro, pero estos dos últimos años han sido un golpe, hemos perdido muchísimo de lo que teníamos. Perdí 30 kilos en los últimos tres años. A veces, me miro en el espejo y no reconozco mi cuerpo. Soy otra persona”.

La nevera de la familia generalmente está vacía, las porciones se han reducido y las comidas no son una certeza. Cotiza, 2019.

Foto: Cristian Hernández.

Iraima es la cabeza de esta familia de enfermeras y peluqueras que ha visto cómo sus salarios se han desvanecido. ”Hoy, mi sueldo equivale a una lata de refresco. Cualquier cosa que no sean las cajas CLAP está fuera de alcance”.

Según la Encuesta Nacional sobre Condiciones de Vida (Encovi), 2018 terminó con el 48 % de hogares pobres y 7,3 millones de venezolanos que dependen de las cajas CLAP para comer solo una vez al día.

“Todo empeoró después del primer apagón. Acá, todo siempre empeora”, dice Miriam, la hermana de Iraima, una ex enfermera que ahora hace llaveros; uno de ellos un lagarto cosido con poliéster de color, otro un perro con la lengua afuera hecho de cuentas azul eléctrico. Mientras habla, un adolescente con un trozo de pan bajo el brazo saluda desde la calle y le pregunta si tienen comida. Iraima le da una taza de lentejas y le pide a cambio un bocado de pan. La nevera suele estar vacía, las porciones se han reducido y las comidas no son una certeza. ”De alguna manera, creo que la mayoría de nosotros conseguimos comer justo lo suficiente para sobrevivir”.

La familia generalmente come huevos, arroz y plátano todos los días. Cotiza, 2019.

Foto: Cristian Hernández.

Iraima, Miriam, María Fernanda, Yamileth y Omar comparten la casa con sus hijos, Gabriel, Fabiola y María. El lugar huele a café recién hecho y la puerta está abierta en todo momento. Los vecinos entran sin llamar, para chismear sobre amigos y reírse de chistes políticos. ”Somos una comunidad fuerte. Nos cuidamos los unos a otros y tratamos de hacer las cosas de la mejor forma posible, pero la política ha roto muchas amistades. Cotiza es un barrio chavista, y seguirá siéndolo durante muchos años más”.

Una mujer embarazada camina por los pasillos de Cotiza y descansa sobre un muro que tiene huecos de bala. Cotiza es uno de los barrios más tranquilos de Caracas, sin embargo hay cada vez más presencia de los cuerpos de seguridad después de la rebelión de la GNB en enero. Cotiza, 2018.
El transporte público ha sido reemplazado por perreras por la escasez de repuestos para automóviles. Cotiza, 2019.

Foto: Cristian Hernández.

Cuando Chávez nos vio

Cotiza parece compuesta por dos sociedades paralelas. Mientras que algunos culpan a Maduro por el hambre y el empobrecimiento progresivo, otros acusan a la oposición. Cotiza ostenta la primera construcción Misión Vivienda del gobierno Chávez, en 2011, un amplio complejo de hermosas y espaciosas casas y porches soleados con plantas y tanques de agua. 

Los vecinos recuerdan cuando Chávez llegó a Cotiza una noche sin previo aviso, después de ver el parque de containers donde vivían las familias en la frontera de la Cota Mil. ”Nos vio desde la carretera y pidió venir a la zona para vernos de cerca”, dice María, la madre de una chavista acérrima y ex policía, Bernadette. ”La mayoría de nosotros teníamos un hogar, pero nos vimos obligados a dejarlo debido a la negligencia de la planificación urbana de la zona. Nos instalaron temporalmente en containers y se olvidaron de nosotros, pero después Chávez nos vio”.

Un Mercal, una tienda del gobierno con precios controlados y poca mercancía. Cotiza, 2019.

Foto: Cristian Hernández.

Tres generaciones de mujeres viven en esa misma unidad de la Misión Vivienda, y aunque Bernadette afirma que nunca traicionará el legado del comandante, su madre susurra a sus espaldas su apoyo a Guaidó. La abuela, Belén, no tiene miedo de hablar de lo que ve todos los días en las calles: ”Niños con hambre, padres con hambre”.

Menos de dos semanas después, Belén llora la muerte de su hijo de 57 años, debido a la falta de tratamiento para la diabetes. ”Murió acá en la casa porque no había ningún lugar al que pudiéramos llevarlo”.

Según los resultados de la encuesta de ENCOVI, 2018 terminó con 48% de hogares pobres y con 7.3 millones de venezolanos que dependen de las cajas CLAP para comer una sola vez al día. Cotiza, 2018.

Foto: Cristian Hernández.

Un niño camina por las calles de Cotiza después del colegio. Cotiza, 2019.

Foto: Gustavo Vera

No son tiempos para ser dulce

La familia Rodríguez no está dividida por política. ”Nunca hemos estado interesados en los regalos del gobierno. No vamos a dejar de decir lo que pensamos, solo porque nos pueden controlar con comida y miedo”, dice María Fernanda.

Ella es una madre soltera de espíritu salvaje, voz estridente y risa estentórea. Los vecinos reconocen su cabello trenzado y la describen como incontenible y feroz. “Mi madre y mi tía me enseñaron que la fuerza se construye lentamente. Fuerza es lo que vamos a necesitar para salir de esto, para endurecer a los niños”. 

Maria Fernanda Rodríguez y su hija en su cuarto. Cotiza, 2019.

”Los niños siempre comen primero, y suelen ser los únicos que comen”, dice Iraida. Dos de los tres niños que viven aquí van a la escuela solo tres veces por semana. Fabiola, de cuatro años, no va a la escuela porque no tiene papeles. ”Mi hijo no pudo contra la adicción a las drogas. Terminó en la cárcel, por mucho tiempo. Su novia apareció un día en mi casa y me pidió que cuidara a Fabiola por la tarde. La bebé sólo tenía tres meses. La madre se fue a Colombia sin avisarnos y se quedó allí por más tiempo de lo que pensaba. Fue atacada y golpeada por prostitutas que trabajaban en su club”.

Fabiola ha vivido con ellos desde entonces. Iraima es su nueva madre. A la niña le gustan los selfies, las tajadas y las aventuras.

”A veces me preocupa”, dice Iraima. ”Es demasiado dulce. Quiere abrazar y besar a todo el mundo, incluso a los desconocidos. Estos no son tiempos para ser dulce”.

Cigarrillos de calle

El cumpleaños número 60 de Omar fue el 22 de marzo. Es alto y delgado, y camina con los ojos bien abiertos y un palo. Le diagnosticaron glaucoma hace cuatro años y no encuentra su medicamento desde hace dos años. Perdió la vista en menos de tres meses, mientras su familia contemplaba su empeoramiento, e Iraima, su hermana y enfermera oftálmica, intentaba encontrar un contacto que pudiera ayudarla a encontrar la medicina.

Omar duerme en una habitación blanca y mata el tiempo con un televisor roto, que usa como radio. ”Cuando era niño, quería ser músico. Me encanta el sonido de los tambores, me encanta tocar y bailar. Si volviera a ser niño, no sabría cuáles son mis opciones. No tengo noción de cómo debería ser una vida normal, feliz, con trabajo”.

Omar sufría de dolor agudo debido a su alta presión ocular. Sus médicos en el Hospital Rísquez le recomendaron quitarse los ojos por completo, para detener el dolor. ”Vaciar los ojos es siempre la última opción”, dice Rosaury Espiño, optometrista especializada en baja visión. ”Es muy difícil para los pacientes lidiar con eso. Los médicos solo lo recomiendan cuando ya no hay nada que hacer”. 

Menos de cuatro meses después del cumpleaños de Omar, nos reunimos para celebrar su vida otra vez. Omar había muerto con la entrada de la noche, de un infarto fulminante. Murió en su cuarto, cerca de su familia. ”Toda la familia sufre de la tensión alta, y nadie toma medicinas para eso. La familia Rodríguez no es longeva. Todos morimos jóvenes. Pero no por eso lidiamos bien con la muerte. Mi padre murió hace 8 años y todavía no lo he superado”, dice María Fernanda en el velorio en la funeraria La Milagrosa de Cotiza, poco después que empezara el quinto apagón nacional del año. ”Uno ya no puede ni velar a la familia tranquilamente”, dice Miriam, que abraza llorando a todos los que vienen a despedirse de Omar. 

Omar Rodríguez perdió la vista por no poder tratar el glaucoma, después de más de un año sin tener acceso a medicamentos. Omar murió durante el quinto apagón nacional de un infarto. Iraima Rodríguez se fuma un cigarro hecho en su casa. Cotiza, 2019.

Foto: Cristian Hernández.

La pobreza, escribió Ryzsard Kapuzcinski, puede definirse en gran medida como la falta de opciones, la reducción de un mundo y sus posibilidades. En su autobiografía, Alternativas, Liv Ullman recuerda de sus misiones de voluntariado en África a una madre que intentaba prolongar todo lo que podía una decisión inevitable, frente a un estanque, con su niño en sus brazos: darle agua contaminada al niño, o dejarlo morir de sed.

La familia Rodríguez celebró el cumpleaños de Omar sin pastel o ron, pero con un gran almuerzo de arroz, huevos fritos y lentejas. Su muerte, en cambio, la pasaron sin luz, pero acompañados, recordando los buenos momentos y lamentando el futuro. Omar sonreía a menudo, pero era escéptico sobre las buenas intenciones de la gente. ”Hemos visto lo que las personas pueden hacer cuando pasan necesidad. Todos somos responsables, de una forma u otra, de tener el país que tenemos hoy. Nos lo merecemos. Tomamos todas las decisiones equivocadas”.

Después del almuerzo, Iraima sirve el café y habla con Miriam de amantes del pasado, de desamor y romance. Iraima recuerda una aventura a larga distancia con un chico guapo y dulce de Barinas. A María Fernanda, sin embargo, le importa un bledo el romance. ”Los hombres son inútiles”, dice. ”No hay nada que un hombre pueda darme que no me lo pueda dar a mí misma”. Miriam recuerda la muerte de su esposo y la dureza del luto que la envolvió los primeros años de su viudez. Miriam había dejado de fumar pero volvió a hacerlo durante el entierro de su esposo.

Miriam Rodríguez hace cigarros de colillas usadas, papel, pega y tabaco barato. Cotiza, 2019.

Foto: Cristian Hernández.

Mientras tanto, saca sus cigarrillos caseros. Un nuevo paquete cuesta 3 dólares, pero Miriam usa tabaco de habano y filtros recogidos en la calle para hacer cigarros de calle. Sus cigarrillos saben a ceniza, tabaco húmedo y lluvia, pero fumamos uno tras otro. ”Cuando hablamos de despecho, fumamos como chimeneas”, dice ella.

”Entonces, ¿deberíamos fumar menos, o deberíamos dejar de hablar de amor?”, pregunta Iraima, con su sonrisa amplia y ojos brillantes. ”Esa elección sí que la podemos tomar”.

Una niña lleva agua de un tanque privado, que pagaron los vecinos de una calle de Cotiza después de un racionamiento de seis días. Un tanque de agua puede costar hasta 20 dólares. Cotiza, 2019.

Foto: Cristian Hernández.

 

La vista desde Cotiza. 2019.

Foto: Cristian Hernández.

Los niños juegan con un papagayo hecho por ellos antes del atardecer. Cotiza, 2018.

Foto: Cristian Hernández.

Esta pieza se publicó originalmente en Caracas Chronicles