Cuando la Fontana di Trevi se volvió invisible

Como con las parejas, uno se enamora y desenamora de las ciudades: con la vida cotidiana el deslumbramiento cede el lugar a la conciencia de los defectos. Pasa incluso con la magnífica Ciudad Eterna

Nunca pensé que Roma sería la ciudad en la que me habría dejado robar por primera vez. Recién llegada, en 2006, mientras estaba despistada y feliz en un autobús, repleto de turistas en peregrinaje hacia el Vaticano. Tenía mi cartera colgada al hombro y observaba hipnotizada la infinita belleza que ofrecen las calles romanas todos los días, a cualquier hora, en cualquier estación del año. Nunca pensé que, aprovechando mi descuido, alguien metería la mano en mi bolsa para quitarme el monedero, dejándome sin el sueldo (completo) de ese mes, sin documentos y sin un montón de cesta-tickets. 

Era tanta mi confianza en la vida urbana de Roma, en aquella época, que me di cuenta del robo sólo al día siguiente, cuando estaba en la cafetería queriendo brindarle el desayuno a un amigo, que terminó por pagar toda la cuenta. En ese momento maldije estar ahí —en Caracas nunca me pasó ni me hubiera pasado— pero sobre todo la mala suerte de que en Europa desconocen la costumbre del “quince y último”. El salario lo pagan en una única cuota los días treinta y, para volver a tener dinero, me tocaba esperar todo un mes…

Y a ver, ese sueldo me lo sudé como pocos. Me había mudado a la capital italiana por amor, como una más de las venezolanas que están por estas tierras. Con la ventaja (¿o desventaja?) de que el italiano que me enamoró no tuvo que contraer nupcias para poder traerme: mi mamá es italiana y tengo el pasaporte de la Unión Europea. 

Quizás fue por eso que me lancé a la aventura de emigrar sin pensarlo mucho, inconsciente como muchas enamoradas. Como lo hizo mi madre al final de los años sesenta, cuando atravesó el Atlántico en sentido contrario, también por amor (a mi papá). Comencé de cero en un nuevo país, con un nuevo idioma. Algo que pesa de más cuando tu preparación profesional, tu experiencia y tus sueños están tatuados en español. 

Me reinventé tratando de mantenerme activa en el sector editorial. Pasé de tener un escritorio propio y una firma conocida, a repartir café a otros periodistas y pelear con la tipografía para la imprenta de una revista mensual de la que no entendía el contenido. Me sentí estafada y por muchos años manejé el luto con un pesado sentimiento de pérdida. Obviamente la relación amorosa pagó el precio más alto. 

Roma, en aquellos años, se mostraba encantadora ante mí. Caótica, única.

Su peculiar urbanística hace casi imposible no perderse entre los vicoli (callejones), así que me la pasaba preguntando direcciones o llamando a mamá, que estaba en Caracas.

Y es que cuando la lógica indica que “entrando por aquí, seguro que salgo por allá”, uno termina perdido. Y los italianos no son tan amables cuando se dan cuenta de que eres una extranjera que vive en su territorio, no una turista que está en tránsito. 

Cuando me sucedía, sobre todo en invierno, terminaba sentada en el piso, temblando por el frío entre llantos, preguntándome qué demonios hago yo aquí.   

La ciudad del Chino Valera Mora

Sin embargo, era fácil, en aquellos años, aplastar la melancolía y la tristeza. Europa era aún próspera y aunque mi trabajo era menos prestigioso respecto al que había dejado en Venezuela, ganaba bien y tenía un contrato. Además, el trayecto diario hacia la oficina te dejaba sin aliento. Coliseo, Foro Romano, Piazza Navona, Panteón… Cada esquina era como un set cinematográfico en el que yo me sentía protagonista. Mientras esperaba el autobús para regresar a casa, veía los últimos destellos del sol reflejados en la cúpula de San Pietro. Recuerdo que me vi todas las películas de Federico Fellini y las de Sofia Loren, Marcello Mastroianni, Alberto Sordi y Vittorio De Sica. Me sentía privilegiada, aún no sabía cuánto. 

Mi nueva ciudad, en aquel entonces, se me presentaba como recita el poeta peruano Jorge Eduardo Eielson: “Un inmenso poema sin tiempo, en ruinas, pero vivo y lleno de humanidad. Algo como la suma de todo el esplendor y toda la locura del Occidente”.

Roma ha sido desde siempre un personaje omnipresente en mi historia. Mis padres se conocieron aquí, cuando la bonanza petrolera permitía a los venezolanos seguir los estudios en Europa. Mi papá, de Propatria, en el oeste de Caracas, estudió una maestría en derecho minero y energético en la Universidad La Sapienza y vivió dos años en una calle cercana a Piazza San Pietro. Desde el balcón de su apartamento veía el balcón en el que se asoma el Papa cada domingo. Cuando era pequeña, vine de visita a la que años después se volvería mi casa. En ese primer tour, mi mamá me enseñó la Piazza delle Tartarughe en el gueto hebreo, el mismo lugar en el que abandonan un cadáver en la película The Talented Mr. Ripley

Además del nexo familiar, siempre me sorprendió la presencia de Roma en los versos de uno de mis poetas preferidos: Víctor Valera Mora. Proveniente de Valera y de San Juan de los Morros, “El Chino” describe con una curiosa familiaridad la cotidianidad romana. En sus poemas, Roma es agitada y alegre, llena de bares, sonoridad, vino, arte y superficialidad. 

Recuerdo que recién llegada una persona me dijo: “Ah, eres venezolana. Como el poeta Valera Mora”. Quienes aman la poesía en Italia conocen a Eugenio Montejo y a Rafael Cadenas, pero, ¿al Chino? Hay venezolanos que ni saben quién es. Pues resulta que ese lector italiano en particular quedó encantado al oír “Oficio puro” en casa de un conocido, un médico que vive en Roma y que resultó ser hermano del poeta. 

Después llegó 2008 y todo cambió. Hasta Roma sufrió los coletazos de la bancarrota de Lehman Brothers y la debacle de la economía estadounidense. La fuga de venezolanos que escapan de la crisis humanitaria más desgarradora de la historia reciente de América Latina me dejó sin amigos en Caracas. Mirar atrás, coquetear con la idea de volver, dejó de ser una opción. 

La no tan grande belleza

En el verano pasado, la mamá de un amigo caraqueño, de paseo por Roma para visitar el Vaticano y saludar al papa, salió corriendo a los pocos días porque la ciudad, sucia y hostil, se le pareció demasiado a la Caracas de la que quería finalmente descansar… Hoy Roma es decadencia, suciedad. Ratones y cerdos escarban en los basureros y la nueva mafia italiana, Camorra y ‘Ndrangheta, dominan el territorio con “leyes” desleales e inhumanas. Es esa sensación de dejadez que deja la película, ganadora del Oscar, La grande belleza, de Paolo Sorrentino. 

La lucidez que me encandilaba de Roma comenzó a desteñirse. Una mañana, mientras corría sin aliento y sin ánimo hacia el trabajo, me descubrí ignorando la Fontana de Trevi. Esa majestuosa fuente símbolo de la ciudad (y de la película La dolce vita de Federico Fellini), sorprende no sólo por su tamaño sino porque aparece sin que te lo esperes al dar la vuelta en una calle diminuta. Es inesperada, a pesar de que estés pendientes del mapa o mejor dicho, de Google Maps. Sin embargo, para mí se había transformado tristemente en parte del paisaje urbano, otro elemento más en medio de la rutina. 

Ese día me paré de golpe: en Roma me habían podido robar el monedero como a una “coneja”, ahora no me dejaría arrebatar, sin resistirme, mi capacidad de sorpresa ante la belleza. 

Pero a mí se me pasó el enamoramiento con Roma. Una vecina me contó que a todos les pasa. Incluso a los mismos italianos que vienen de otros pueblos. Los primeros años Roma te da muchísimo, te seduce con su antigüedad y su misterio, pero llega el momento en que se vacía, se vuelve complicada, difícil. Anclada en su pasado, no te deja avanzar. Es como ese amor profundo, único, al que tienes que dejar porque se vuelve agotador mantener una relación estable. 

Casi todos mis amigos —y también mi ex novio— se han mudado a Milán, porque es la única ciudad italiana en la que sienten que viven en Europa. Es limpia, segura. Hay más y mejores ofertas de trabajo y los servicios funcionan. No sé si terminaré abandonando Roma como lo hice con mi primer amor, Caracas. Mientras tanto, trato de sacudirme la nostalgia y seguir adelante. Como aconsejaba “el  Chino” Valera Mora, “no hay que dejar que el camello de la tristeza pase por el ojo de nuestros corazones”.