Hay seres que apenas si afloran en algunos lugares, pero si los trasplantas al suelo adecuado se crecen como la hiedra. O materias a las que nadie hace caso y en las que un buen artesano descubre magníficas criaturas. Quizás es más preciso decirlo así, porque de eso va esta nota.
Su protagonista es uno de los dos tramoyistas del Teatro Amilcare Ponchielli de Cremona. Hay que advertir que el Ponchielli, inaugurado en 1747, es el segundo teatro más importante en la región lombarda y compite con la Ópera de Milán. Y que su cargo supone, en un teatro así, conocer a la perfección un oficio con siglos de historia a sus espaldas.
Pues este tramoyista nació en la Maternidad Concepción Palacios de Caracas, el 3 de diciembre de 1984. Se llama Yorsi Eduardo Bandez Corrales y también es un lutier con trayectoria, aunque apenas tiene 35 años. Hasta el momento ha fabricado unos diez violines, dos chelos y cuatro violas, y como para recordarme que sigue siendo venezolano, me suelta esta frase:
—Últimamente le he dado parejo a las violas.
Su historia es muy singular, lo supe nada más verlo en su taller, ordenado y limpio como un quirófano, y en ese entonces con un techo cubierto de frescos.
Hasta los doce años, Yorsi no había estudiado más que preescolar y un primer grado que ni siquiera terminó bien, y cuando tenía ocho ya trabajaba: andaba montado en una camioneta con su cuñado, alguien muy importante en su vida, y lo ayudaba a transportar las orquestas del Sistema.
¿Cómo llegó entonces a la ciudad de Antonio Stradivari? ¿Cómo consiguió tener su taller en ese lugar donde la competencia es tan feroz?
—Por una pasión que no sé de dónde me salió —dice.
Por mucho tiempo, Yorsi ni supo que existía Cremona, ni mucho menos que allí, desde el siglo XVI, se había desarrollado un sistema de producción y restauración artesanal de instrumentos de cuerdas frotadas (violas, violines, violonchelos, contrabajos), cuya fama universal le ha valido un nombre propio: Saperi e saper fare liutario della tradizione cremonese, y que fue declarado patrimonio cultural inmaterial de la humanidad por la Unesco en 2012.
Pero moviendo orquestas, aquel muchachito se prendó de esos instrumentos, aunque nunca se le ocurrió que podía aprender a tocarlos. “¿Cómo? —me dice—, mi familia no se lo podía permitir”. Y pasa a otra cosa. Aunque siempre estuvo cerca del afamado Sistema, nunca siquiera pensó tener algún chance. Para los prejuicios y la burocracia, Yorsi apenas existió.
—¿Y cómo nació tu pasión entonces? —le pregunto otro día. Porque me va contando todo por pedacitos, en criollo entreverado de palabras en italiano, y de cada pedacito se podría sacar una novela.
—Yo tenía curiosidad —el sino de la inteligencia, me digo—. Quería saber cómo se construían los instrumentos, y pensaba primero que todos los hacían los chinos en fábricas, o sea, que no me había nunca documentado de nada.
Luego supo que algunas de esas joyas que tocaban los profesionales las fabricaban otros artistas. Que eran piezas talladas de acuerdo con un patrón y una técnica, pero intrínsecamente relacionadas con la madera de las que se hacen, formando un organismo con ella. Supo también que esos fabbricatori podían pasar meses abocados a esa madera, hasta llegar a conocerla como nunca podría una máquina. Y supo que eso pasaba en Cremona.
Pero Yorsi vivía en Caracas. Así que su historia tiene otra que la precede y la hace posible, que es la de la llegada de la lutería cremonesa a Venezuela.
El muchacho que se iba a perder
Construcción artesanal de instrumentos —cuatros, arpas, bandolas— hubo desde hace bastante, pero el primer intento de hacer un taller de lutería para instrumentos clásicos fue en el Colegio Emil Friedman, y lo dirigía Jaime Nobre, quien además de construir y restaurar instrumentos, comenzó a enseñar a aprendices. Sería por allá por los años setenta y entre esos aprendices estaba Matías Herrera, quien se enamoró del oficio y se fue a estudiar a Cremona. Entre tanto, el Sistema y la Orquesta Nacional Juvenil, fundados en 1975, se fueron expandiendo por todo el país, y hacía falta un taller donde reparar instrumentos. Para los de vientos recurrieron a Alessandro Zara, a José Alberto Hernández y Luis Edgardo Blanco, que se habían formado con Luis Sueiro, John Cox y Kay Morris (quienes estuvieron una temporada en el país y luego se fueron). Para las cuerdas, buscaron a Matías Herrera, que ya había regresado a Caracas con su colega y esposa Lucía Valli. Esta historia me la cuenta Alessandro, quien vive en Madrid.
Yorsi nació más de diez años después de que se fundara el Sistema, y trabajando en el entorno de las orquestas conoció a Ileana Bonsanto, alumna de Matías y Lucía, quien también había terminado de formarse en Cremona y regresó a Venezuela en 1996 con su marido, un arquetero cremonés llamado Tommaso Turrini —quien por cierto se quedó veintitrés años en Caracas, a donde se llevó hasta a su mamma, y a donde sueña con volver prima o poi.
Con gran esfuerzo, mientras tanto, Yorsi había conseguido llegar hasta primer año, entre fines de semana y escuelas rurales. Todo gracias a una vecina de su familia, Adelina Lindarte, que habló con su mamá para llevarlos, a él y a su hermano, a Rubio, en el estado Táchira. Adelina quería librarlos de los riesgos del barrio y darles la oportunidad de que estudiaran. Por gratitud hacia ella, la hijita de Yorsi se llama Adele.
En Rubio también trabajó en el campo, pero a los diecisiete años, sintiéndose viejo para seguir estudiando, regresó a Caracas y volvió a la camioneta con su cuñado, a mover las orquestas del Sistema. Nunca se había olvidado de los teatros ni de la música, y ahora se puso a aprender más y más. Tanto que en algún momento lo ascendieron a atrilero de la Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho, y de allí pasó a ser el atrilero del colegio Emil Friedman, donde para entonces Ileana Bonsanto estaba a cargo del taller de lutería.
Y fueron justamente Ileana y Tommaso quienes le hablaron de Cremona y lo animaron a irse a estudiar al Istituto d’Istruzione Superiore Antoni Stradivari. Cuenta ella que una tarde Yorsi llegó a su taller y le dijo de una que quería aprender a hacer instrumentos. E Ileana, que es la generosidad suprema, empezó a enseñarle lo que sabía, primero en el colegio y luego en el taller de su casa, donde trabajaba con Tommaso.
—A mí se me ocurrió un día —me dice— que ese muchachito allá en Venezuela se iba a perder, y lo empecé a empujar para que se fuera. Le di los datos de la escuela, del examen, de todo. ¡Y dos años después, Yorsi se estaba yendo! Él solito se movió por aquí y por allá, reunió su plata, hizo su examen y lo aceptaron.
El lugar correcto
Ileana y Tommaso conocían varias historias de salvación logradas por la lutería. A más de uno vieron llegar al Stradivari con una vida deshecha y poco después renacer con un instrumento en las manos. Ese no era el caso de Yorsi, que era bien fundamentoso y había tenido a Adelina para encaminarlo, pero ¿qué posibilidades tendría ese niño en aquella Caracas? No demasiadas.
—¿Qué era lo peor que podía pasarme? —me hace una pregunta retórica ante la que me imagino mil tragedias—. Pues tener que regresarme, eso yo lo tenía muy claro. En la zona que vivía todos los días salías a la calle echándote la cruz, en la tarde cuando regresabas no es que tenías muchas esperanzas. Por suerte yo me escapé de la mala vida, pero ya no me conseguía en mi barrio.
Cuando llegó a Cremona, Yorsi logró que lo contrataran en el teatro Amilcare Ponchielli como maschera, que es como llaman al acomodador en italiano, y con eso se pagaba su manutención y sus estudios de lutería en el Istituto. Luego lo ascendieron a tramoyista, porque necesitaban sustituir a alguien que se jubilaba. Allí su experiencia como atrilero le fue muy útil, pero ahora aprendió toda una especialización.
—Empecé a ver cómo se trabaja en los teatros de Europa, que es como en los teatros antiguos. Este es del settecento, se usan muchas cuerdas, y yo empecé a aprender macchinismo mientras terminaba la escuela. Luego me propusieron quedarme fijo y, ¿quién podría decir que no? Es muy bonito este mundo.
Mientras estudiaba, y después, Yorsi también trabajó en talleres de lutería. En Cremona hay cientos y hay que fajarse para que te contraten, porque “hay que ver lo que puede pasarte si le dañas una madera a un artesano de aquí”. Ser aprendiz es la mejor forma de aprender un oficio como este, lleno de leyendas y secretos.
—Así pude conocer a muchos lutieres y preguntar, pedir consejos, que me explicaran la construcción. También era cosa de tener un poco de destreza manual y de saber afilar las herramientas y a mí eso se me daba bien.
El primer año, trabajó en talleres que encargan instrumentos o partes a estudiantes. Luego tuvo la oportunidad de recibir las enseñanzas y correcciones de artesanos espléndidos y muy honestos en el arte, que le brindaron su tiempo y experiencia para que aprendiera el estilo cremonese y a mejorar el sonido del instrumento. Nombra a Luca Maria Gallo, Risi Slavov, Luisa Campagnolo.
—Así pude aprender lo que no te pueden enseñar en ninguna escuela. Hacer instrumentos para profesionales es otra cosa.
En el Istituto siguió también cursos de especialización con maestros internacionales como Luca Primon, Andrea Ortona, Gregg Alf, Carlo Chiesa, Alberto Giordano, George Stoppani, Claude Macabre, Federico Lowenberger, Pio Montanari y Angela Romagnoli.
Yorsi tiene ahora su taller y recibe encargos, pero no deja el teatro. Las dos cosas se complementan:
—Cuando los instrumentos los tengo pronti, tengo los contactos para que me los prueben y me los promuevan. En un futuro espero dedicarme solo a la lutería, veremos cuándo; pero ahora necesito esta estabilidad que me da el teatro, que es un trabajo muy bello también.
Y claro, por el Ponchielli pasan los mejores músicos de Europa, así que son ellos quienes prueban las preciosidades que él construye, quienes le encuentran virtudes y fallas y reconocen su toque personal: el que distingue un instrumento hecho por un artesano como si fuera su firma. Estos contactos son una oportunidad enorme y él lo sabe.
Conocí a Yorsi cuando visité a Ileana y a Tomaso en Cremona, en 2017. Se me cruzó montado en una bicicleta, cuando ella y yo sudábamos arreando mi maleta, de camino desde la estación del tren hasta la casa de mis huéspedes, a cuarenta grados bajo un sol que ni en Parapara de Ortiz. “la llanura padana es como un plato hondo”, dice Tommaso. Luego fui a verlo al Ponchielli, mientras preparaba un concierto, visité su taller y su casa, donde conocí a su familia: Vanina Miguel, una finísima restauradora de papel que es su esposa, Adele, la bebé de ambos, y un perrazo que no los abandona. En estos días, encerrados ellos por allá y yo por aquí, hemos hablado mucho y le fui preguntando a Yorsi más y más cosas. Han trabajado muy fuerte los dos para tener lo que tienen y les ha tocado duro, pero ocupar las manos en algo, en construir cosas bellas y útiles, siempre reconforta.
Mientras celebro el vuelco de su destino, pienso en cuánto puede dar una persona si se la ayuda a descubrir lo que ama y se le permite cultivarlo, pero también en las obras magníficas que nunca serán posibles por un entorno mezquino.