Cuando se confirmó la medalla de plata para Daniel Dhers, el corredor tomó su teléfono, abrió Instagram y empezó un live. Luego de disculparse, innecesariamente, por no haber conseguido el oro, el caraqueño de 36 años dijo: “Soy el corredor más viejo aquí y terminé en el pódium”. Como si él mismo no se creyera su registro de 92.05 puntos que le dejó la medalla de los Juegos Olímpicos de Tokio 2021 en el pecho.
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Era, en ese momento, la tercera para Venezuela durante estas Olimpiadas. Pero es la primera medalla de plata que se entrega en BMX en la historia.
Sus adversarios deben haberlo visto competir en los X-Games, torneo del que es referencia histórica. De hecho, algunos de ellos hicieron un truco que Daniel inventó, el frontflip.
Es curioso que Daniel defina sus maniobras así, “trucos”. Pero, en efecto, la naturalidad con la que realiza acciones complejas y caídas limpias, la explosividad de sus maniobras y la armonía en el manejo de piernas y manos, generan la sorpresa que uno atribuye a los magos.
Durante la ronda clasificatoria del 30 de julio de 2021, la transmisión en inglés describía a Daniel como una leyenda. Legend, legend, legend. Aunque había competidores angloparlantes, su relación con el venezolano parecía próxima. Tal vez los comentaristas también crecieron viéndolo, y lo más probable es que los estadounidenses lo conozcan mejor que nosotros, los venezolanos, los latinoamericanos, más próximos a otros deportes. Fueron sus logros internacionales los que le dieron más espacio en los medios, en particular la televisión.
Su leyenda se gestó lejos de casa, en un deporte que ni siquiera era visto como tal en su país, y que Daniel Dhers ahora revela ante la sociedad venezolana.
Visto de esa manera, el actual subcampeón olímpico de BMX es una figura contracultural que hizo lo que ninguna de las otras leyendas del BMX Freestyle ha logrado: tener en casa una medalla olímpica luego de representar a su país en el torneo más importante del deporte.
El niño que no quería estar solo
Pero al comienzo de toda esa historia, como él ha contado en un video, Daniel detestaba la bicicleta.
Hace 32 años, cuando tenía solo cuatro, intentó aprender a manejarla. Su mamá lo impulsaba hasta que tomaba un poco de velocidad. Lo dejaba solo y Daniel no tardaba demasiado en caerse, aunque tuviera ruedas guías. Una y otra vez se cayó hasta que dejó de intentarlo.
No la tocó hasta cuando tenía doce años y veía que sus amigos, vecinos del municipio Chacao, en Caracas, daban vueltas a la cuadra en bici mientras él se aburría. Decidió desempolvar una bicicleta en casa. La llevó hasta un lugar donde no lo veían sus compañeros y empezó a aprender, sin rueditas ni asistencia. Finalmente lo logró y puede que, después de ese momento, Daniel más nunca se aburriese.
La bicicleta lo acercó a otras personas y otros paisajes. Con sus amigos rodaba a la Plaza Altamira y la Plaza Bolívar de Chacao. Ahí vio cómo uno de sus compañeros volteaba las alcantarillas y las saltaba. Las dos ruedas despegadas del suelo. Una y otra vez. Ya no solo se trataba de mantener el equilibrio sino de contradecir la gravedad, de ver posibilidades donde otros solo ven arquitectura, hierro y concreto.
En los noventa, en un país sin tradición en el BMX Freestyle, lo más probable es que esos chamos no supieran que eso era un deporte. Hoy es sencillo encontrar un video sobre cualquier deportista de élite, pero en aquel momento lo que se podía hacer en BMX solo podía verse en alguna cinta de VHS o en las revistas especializadas sobre deportes extremos.
No había demasiadas personas que orientaran a chamos como Daniel sobre cómo crecer en esa práctica. Daniel comenzó a interesarse por las que sí, hasta llegar a otro grupo de niños y adolescentes, con los que empezó a ir también a Bello Campo, Las Mercedes, Los Próceres en el sur de la ciudad y Propatria, en el oeste de Caracas.
Daniel y los Bad Boys
Ese grupo de niños y adolescentes se hacían llamar los Bad Boys. Daniel empezó a tener conflictos en casa porque pasaba más tiempo sobre las ruedas que en un pupitre. Pronto descubrió que hasta con los Bad Boys tenía un límite: más allá de superar algún muro, una escalera y deslizarse por una baranda, las posibilidades parecían finitas: en la ciudad no abundaban los parques.
Ese límite lo rompió alguien cuyo nombre fue olvidado, pero no su leyenda. Cuentan que un alemán que llegó al país casi por accidente, como quien pone un dedo al azar en un globo terráqueo para escoger un destino. Llegó al Caracas Gran Prix, uno de los pocos parques de Caracas donde se podía hacer BMX, pidió una bicicleta y comenzó a hacer cosas que ninguno de los adolescentes en el parque había visto antes en vivo. Daniel estaba entre de ellos.
Aquello que Daniel solo había visto una y otra vez en VHS estaba pasando ante sus ojos. Saltos, giros, cambios de pierna.
Ya no era necesario que viera las fotografías de las revistas e intentara comprender, imaginar, cómo había hecho el atleta para quedar en esa posición o cómo colocaba los pies para volver a la bicicleta. Cuando el loco se fue de Venezuela, Daniel era otro. Seguía siendo el mismo chamo delgado pero su mentalidad y abanico de habilidades comenzaba a expandirse.
Mientras su mente se abría, su contexto se achicaba. Al poco tiempo, el Caracas Gran Prix cerró y hubo que volver a las plazas o los frentes de los edificios, hasta que apareció Pedro Hurtado, quien tenía una rampa en casa. Ese lugar se volvió el nuevo espacio de entrenamiento. Ya no se trataba de mantenerse sobre la bicicleta sino de prepararse, de mejorar esa técnica hecha de improvisación, de trabajar los fundamentos. El pasatiempo se convertía en una forma de vida.
Daniel y sus compañeros mejoraron tanto que comenzaron a hacer distintas exhibiciones en Caracas y en Barquisimeto, donde estaba el Metro Ride SkatePark, uno de los más importantes del país. Daniel tenía dieciséis años y una certeza: quería dedicar su vida al BMX. Esa pasión y sus habilidades le hicieron ganarse algo de reconocimiento. Entonces a sus padres les ofrecieron trabajo en Argentina, a más de cinco mil kilómetros de distancia de todo lo que estaba logrando. En la maleta no cabían ni el prestigio conseguido ni los amigos. Pero sí la bicicleta.
Buscando parques en el fin del mundo
A principios de los 2000, la familia se instaló en Caballito, un barrio en el centro de Buenos Aires. Desde ahí Daniel pedaleaba más de cincuenta cuadras para llegar a un parque cerca del estadio de Vélez Sarsfield. No solo el paisaje, sin montañas, era distinto; Daniel llegó durante el invierno porteño, con temperaturas por debajo de los 10º y humedad del 30 por ciento. En aquel momento, todo era diferente. Ahora, en 2021, la migración venezolana se ha instalado en la ciudad, acercando sabores y facilitando la integración de otros. Eso no lo tenía Daniel en 2000. A la incomodidad que sentía hace veinte años, se sumó otro factor: la crisis política y económica de 2001 en Argentina.
En Buenos Aires tampoco había demasiados parques para entrenar, pero Daniel siguió como pudo y en 2002 se postuló a los Latin X-Games en Brasil. Le respondieron que no pero que lo tendrían en cuenta. Viajó a Brasil con su mamá sin saber si competiría y logró que lo aceptaran. Ahí encontró su verdadero nivel, muy por debajo de los competidores argentinos y brasileños, provenientes de países con una mayor tradición en el deporte.
Volvió a Caballito entristecido, de nuevo en busca de espacio para practicar. Hizo el viaje de más de dos horas a La Plata para ver si allá sí había un parque abierto. Autobús. Tren. Pedal. No fueron pocas las veces en las que se devolvió sin poder entrenar. Siguió arreglándoselas para mantenerse en forma, en plazas y en parques que encontrara abiertos, hasta entrar en distintas competencias y ganar algunas de ellas. Para los Latin X-Games de Rio de Janeiro en 2003 no tuvo que postularse: lo invitaron.
Pero cuando comenzaron los Latin X-Games, al intentar pararse para asumir su lugar dentro del torneo, Daniel supo que no lo iba a lograr.
—No puedo, no puedo, ¡no puedo! ¿Por qué me pasa esto justo ahora, cuando puedo demostrar lo que puedo hacer? —se dijo, frustrado.
Le dolía muchísimo el abdomen, y entonces comprendió el alcance del accidente que había tenido poco antes, entrenando en las instalaciones del club de fútbol Flamengo. Había caído de una rampa de más de dos metros de altura, y se había roto un dedo y varios dientes.
Solo días después, de regreso en Argentina, un examen médico le reveló que había sufrido fracturas en las costillas y las vértebras lumbares. Así que no pudo participar en la competencia más importante para él hasta ese momento.
Pero dos corredores internacionales que lo habían visto entrenar le prometieron que se volverían a ver. Daniel entendió que, aunque no había competido, al menos alguien dentro de la élite del BMX Freestyle se había fijado en él.
El salto definitivo
En otra exhibición, en Curazao, Daniel había conocido a otro corredor, Tom Stober.
—Tom, ¿puedo pedirte tu mail? —le dijo cuando se despedían. El corredor tomó un papel y se lo anotó.
—Daniel, has estado montando muy bien. ¿Quieres venir a Woodward? Si quieres, avísame y yo consigo que vengas sin pagar —le dijo.
Woodward Camp, en Pensilvania, ofrecía a principios de milenio rampas con gomaespuma, no de concreto. Ese lugar era lo que Daniel había estado buscando en Venezuela, Argentina, o en el país al que tuviera que viajar con su padre, pero tenía un costo prohibido: mil dólares por semana. Daniel quedó en enviarle un mail.
No tardó demasiado en comenzar a planificar su salto hacia Estados Unidos. En 2004 quedó de sexto en los Latin X-Games. Fue el mejor latino de la competencia, superado solo por corredores estadounidenses, y conoció al manager de Vans, una firma icónica para los deportes de riesgo controlado. Esa persona le propuso apoyarlo si iba a Estados Unidos, cubriéndole competencias y el hospedaje.
Aquello sirvió de excusa para, al final, poder llegar a Woodward. Pero cuando lo hizo solo tenía cupo por dos semanas. Tom se comprometió a darle espacio en su casa durante un par de meses. Al final de ese periodo, se reabrió una vacante en el campamento de Woodward. La tomó y siguió subiendo y bajando rampas, observando a otros competidores, incluso a aquellos ídolos que veía en cintas de VHS, entendiendo las distintas relaciones que se producen entre cuerpo, bicicleta y espacio. Lo hacía durante diez horas diarias.
Pero seguía pendiente resolver un tema: tarde o temprano debía volver a Argentina. Un amigo editó los videos que le había mandado Daniel y el material llegó a manos de Haro, la firma que patrocinaba al ídolo de Daniel, Dave Mirra, quizá el deportista más importante en la historia del BMX Freestyle. Hasta hay un videojuego con su nombre. La empresa le ofrecía la posibilidad de patrocinarlo.
Aquello le daba un argumento para cuando sus padres le reclamaran que debía tener un título y un oficio tradicional: la posibilidad de vivir y entrenar junto con Dave Mirra, quien se hizo mentor y amigo. Mucho de eso ocurrió entre 2004 y 2006.
Desde entonces, además de inventar trucos como el Corked 720 —que en Venezuela se suele llamar “el sacacorchos”—, y Frontflip, lo han patrocinado empresas como Red Bull, DC Shoes, KHE Bikes, POC Helmets, Albe’s, Team Blowin’ It y el propio Woodward Camp.
Así ganó cinco medallas de oro en los X-Games, seis campeonatos del Dew Tour y una dorada en los Juegos Panamericanos de Lima 2019 representando a Venezuela. Entre esos torneos, halló tiempo para construir en Estados Unidos el Daniel Dhers Action Sports Complex, un parque donde distintos atletas profesionales entrenan y reciben ayuda de su parte, como Mirra hizo con él. Daniel vive ahora en Holly Springs, Carolina del Norte.
Cuando Daniel conversó con su familia luego de ganar la medalla de plata en las Olimpíadas, le recordó a su tío las veces que le encadenó la bicicleta para que no la usara y le dio otro sentido a esa historia que empezó 32 años atrás con su mamá empujándolo en aquella bicicleta con rueditas. El futuro que sus padres le pedían terminó siendo el presente que Daniel quiso: lo abraza la sociedad que dejó para crecer, es un ícono pop que no deja de producir memes y diversión, y se convirtió no solo en una leyenda de un deporte que acaba de empezar a ser olímpico, sino en uno de los mejores atletas de la historia de Venezuela.