En un pequeño puerto del Lago de Maracaibo, un grupo de investigadores liderados por la bióloga Yurasi Briceño se dispone a monitorear a la población local de toninas. Mientras recorren unos quince kilómetros de aguas ribereñas, se dan cuenta de que navegan desde hace rato sobre una gran extensión de petróleo. Yurasi señala hacia el medio de la mancha: algunas toninas saltan para intentar huir.
Según reportes locales, estos derrames suelen ocurrir al menos diez o quince veces cada mes, debido a rupturas de las tuberías o por fallas en la infraestructura de los pozos petroleros. Yurasi cuenta que cuando regresó, después de dos meses, al petróleo le habían agregado un disolvente que hace que se precipite y se pegue al fondo. Los pescadores comentan que las toninas se comportan erráticamente, desplazándose a otras zonas del lago, y que ellos no están capturando peces. “Cuando el petróleo se va al fondo, asesina toda la biota que está allí y eso es lo que le da alimento a toda la cadena de animales”.
El proyecto Sotalia —que lidera la bióloga junto con el investigador Leonardo Sánchez— intenta desde 2016 recolectar datos sobre los cetáceos del Lago de Maracaibo y de otras zonas, como las costas de Aragua y el río Orinoco. En 900 kilómetros cuadrados del sur del Lago, estiman que habitan 1.080 individuos. “Pudimos extraer datos de su comportamiento, tamaño de grupo, alimentación”, dice Yurasi. “Se tomó por primera vez tejido de estos delfines para la prueba de mercurio, lo que reveló que los delfines y peces estaban contaminados con este metal tóxico”.
En Venezuela hay varias especies de delfines, como la tonina del Lago de Maracaibo (Sotalia guianensis), el delfín nariz de botella (Tursiops truncatus), en la costa de Aragua, el delfín manchado (Stenella attenuata) y la tonina del Orinoco (Inia geoffrensis). Todos son, al igual que otros mamíferos de vida acuática como las nutrias o los manatíes, fundamentales en sus ecosistemas, porque suelen estar en la cima de la pirámide alimentaria, lo que los biólogos llaman la cadena trófica: “Son ellos los que controlan todas las poblaciones de peces, sin ellos puedes empezar a ver peces más enfermos y disminución de la pesca local. Nada más con esa relevancia ecológica es suficiente para seguir investigándolos”.
Gigantes en peligro crítico
En el lago de Maracaibo también vive el manatí (Trichechus manatus), al igual que en el Orinoco medio, bajo y en su Delta. Estos gigantes controlan la abundancia de plantas acuáticas de las que se alimentan, lo que ayuda a que entre la luz solar y pueda haber fotosíntesis en los niveles inferiores de los cursos de agua. Esta especie está catalogada como en fase de peligro crítico en la lista roja de la vida silvestre de Venezuela, una de las peores categorías, justo antes de extinta.
Los manatíes tienen baja capacidad reproductiva, y por ello son muy vulnerables a la cacería persistente. La demanda se centra en el comercio de su carne, grasa, cuero y huesos. Se estima que en todo el país su población ha disminuido en un ochenta por ciento. En diciembre del 2020 aparecieron en las redes sociales videos y fotos sobre la captura de manatíes en Yaguaraparo, estado Sucre, que hizo una comunidad warao, y en enero se confirmó a través del Ministerio de Ecosocialismo y las presiones de organizaciones, que habían cazado a diez ejemplares para comercializar su carne.
El proyecto Sotalia se sostiene con pequeños convenios con iniciativas internacionales como la Fundación Omacha en Colombia y la Fundación Yaqu Pacha en Alemania. También recibe apoyo de las comunidades locales, pescadores o personas que quieran colaborar. Lo más difícil es gestionar una investigación en agua, supone contratar botes y pilotos, conseguir gasolina y equipos, enfrentarse a la falta de seguridad de los parques nacionales. Sin embargo, están decididos a continuar y tienen como plan sacar un libro que registre toda la fauna de mamíferos marinos venezolanos.
Contra el comercio ilícito
Algunos de estos investigadores han intentado alianzas con el Estado. El oceanógrafo José Ramón Delgado, director ejecutivo de la Fundación Caribe Sur, propuso al Ministerio del Ambiente, en 2012, crear un primer corredor ecológico marino y ampliar los parques nacionales Península de Paria y Turuépano, junto con la declaración de una reserva de biósfera en los archipiélagos de las Aves, Los Roques y La Orchila.
Ese corredor crearía un área protegida entre las costas venezolanas y las islas holandesas de Aruba, Curazao y Bonaire, mediante un convenio entre Holanda y Venezuela, enmarcado en el Tratado de Delimitación del año 1987 entre ambos países.
En el medio marino, las islas están conectadas por las corrientes, que transportan materia, energía y organismos, y establecen así relaciones entre los diversos ecosistemas, hábitats o comunidades. El corredor marino serviría para preservar un importante patrimonio natural para las futuras generaciones, respetando el conjunto de procesos ecológicos y oceanográficos, además del desarrollo sustentable en esta área.
Así se facilitaría la conservación de especies protegidas, tales como las tortugas marinas y algunos mamíferos, y de especies vulnerables como la concha reina o botuto (Strombus gigas), la langosta (Panulirusargus) y los caballitos de mar (Hippocampus spp). Además preservaría especies sometidas a explotación intensiva (sobre las que se desconoce su estado de conservación) como los pepinos de mar (Holoturoideos). El corredor también sería un gran paso para luchar contra el tráfico ilícito de vida silvestre y los proyectos turísticos con impacto ambiental negativo.
Pero nunca hubo respuesta. “Se ha descuidado la parte de investigación científica, dejando que prosperen el comercio ilegal, el turismo irresponsable y la destrucción ambiental de nuestras aguas. Por ejemplo, los botutos, que son un caracol marino en las Islas del Caribe, actualmente se venden en un dólar o mucho más, y se los están llevando todos”, dice Delgado.
Lo mismo ocurre con los tiburones y las rayas. Leonardo Sánchez, director del Centro para la Investigación de Tiburones (CIT) habla de lo difícil que ha sido —desde los años noventa— lograr que las autoridades protejan a estas especies. “El archipiélago de Los Roques es la principal área de cría de tiburones en el Caribe. Las áreas de crías de tiburones es donde las hembras van a tener sus bebés, sitios donde hay refugio y comida, tanto así que en los últimos años hubo muchos avistamientos de especies como el tiburón ballena”.
En los últimos cuatro años ha sido frecuente avistar tiburones ballena en el archipiélago de Los Roques, porque la especie de pez más grande del planeta suele vagar por el mar hasta que encuentra un lugar con bastante alimento. Sánchez afirma que se han quedado incluso un año en el mismo lugar.
Entre las principales razones que han conllevado al estatus de amenaza de extinción de los tiburones en Venezuela, está la pesca excesiva de ejemplares inmaduros, la degradación de hábitats esenciales, la falta de conservación y apoyo para la investigación científica. La bióloga Yurasi Briceño, quien también es parte del CIT, comenta: “En Margarita y Cumaná, pero también en general en otros sitios del país como la costa central, la pesca de tiburones es intensiva. Sin embargo, es difícil establecer un número de especies amenazadas, ya que hay un vacío de información biológica como también de aspectos pesqueros que imposibilitan cuantificarlas. El 84 por ciento de las especies de tiburones en Venezuela no han sido evaluadas.”
La preservación de las tortugas transfronterizas
Otras criaturas que tienen nuestras costas como paradas fundamentales en sus rutas migratorias son las tortugas marinas. Estas tortugas suelen viajar por años desde sus zonas de alimentación hasta las de apareamiento, anidación y desove. Esto significa que cuando desovan en la noche en alguna costa en nuestro país, han viajado entre cuatro y diez millas desde el lugar donde se aparearon, y que las están alimentándose de pastos o algas marinas en Naiguatá, tendrán que viajar cientos o miles de kilómetros por el Caribe o el Atlántico para reproducirse.
Hedelvy Guada, profesora de la facultad de Ciencias de la UCV y directora del Centro de Investigación y Conservación de tortugas marinas, comenta: “En las playas de anidación a donde arriban las tortugas es importante minimizar la iluminación, evitar la circulación sin control de perros y cerdos, eliminar los desechos en la playa que puedan interferir con las hembras o las crías y prohibir la circulación de vehículos donde las tortugas ponen los huevos”.
En Venezuela, las tortugas marinas están completamente protegidas por la legislación desde 1996. Se consideran especies en peligro de extinción y en veda permanente. Una de ellas, la tortuga carey (Eretmochelys imbricata) está en la lista global de especies en peligro crítico de extinción de la UICN. El comercio de huevos, carne de tortuga y objetos de carey es una tragedia para la preservación de esta especie. Pero además es grave la captura accidental o incidental, explica la profesora Guada: “Las tortugas marinas son reptiles. No pueden respirar bajo el agua y si se enredan accidentalmente en los anzuelos de un palangre, en una red (filete, trasmallo, etc.) o hasta en las cuerdas de una nasa, pueden perecer ahogadas”.
En el Proyecto de Investigación y Conservación de Tortugas Marinas en la Península de Paria, se hace el seguimiento del período reproductivo de las tortugas marinas, fundamentalmente de la tortuga cardón (Dermochelys coriacea), entre marzo y agosto de cada año desde 1999, en Cipara y Querepare. Se han liberado aproximadamente entre 5.000 a 10.000 tortuguillos anualmente. Como las tortugas se identifican con plaquitas de metal, se sabe que la cantidad de hembras anidadoras ha disminuido considerablemente desde 2017, como en otros países y territorios del Caribe y el Atlántico. Actualmente, los colaboradores locales son los coordinadores y asistentes del proyecto.
Las tortugas marinas son longevas, algunas alcanzan su madurez luego de los 30 años, y regulan las poblaciones de pastos marinos, esponjas y aguamalas. Las cinco especies en Venezuela se dividen en dos grandes familias. La familia Cheloniidae —de la tortuga verde (Chelonia mydas), la cabezona (Caretta caretta), la carey (Eretmochelys imbricata) y la guaraguá o maní (Lepidochelys olivacea)— y la familia Dermochelyidae (sin placas córneas recubriendo el caparazón) donde solo tenemos la tortuga cardón (Dermochelys coriacea).
“La investigación es indispensable para conocer en detalle cuáles son las áreas claves que se deben proteger y las acciones más efectivas”, concluye la profesora Guada.