La clase de Zumba empezó puntualmente a las 8:15 pm. Voy cada martes al mismo gimnasio en la ciudad de Kfar Saba desde que el plan masivo de vacunación en Israel logró aplacar los efectos de la pandemia. Esta vuelta a la normalidad se ha dado progresivamente y ya para finales de febrero de este año todos los residentes del país podían ir a entrenar siempre y cuando estuviesen vacunados. De esta manera, con mi constancia médica decidí volver a bailar, aunque ayer una vez más me tocó devolverme a mi casa.
La razón, una emergencia nacional.
No sé por cuál canción íbamos, si por la cuarta o la quinta, cuando algo me llamó la atención: una mujer que estaba al fondo de la clase dejó de pronto de bailar, se detuvo junto a una de las ventanas y empezó a hacer gestos a las demás. Las vi de reojo, en el espejo del salón, y me detuve también para ver qué pasaba. Pero la música estaba muy alta y no fue sino hasta que la profesora notó la situación también y bajó el volumen que pudimos oír lo que estaba gritando: “¡Creo que está sonando la alarma!”.
Al principio estábamos incrédulas. Pensándolo mejor, veinticuatro horas después, pienso que estábamos estirando la esperanza lo más que pudimos, quizás hasta el absurdo, pues el país llevaba ya días sufriendo una escalada de violencia que yo como inmigrante había experimentado en 2014 con la Operación Margen Protector y que los israelíes conocen muy bien, por supuesto, tras décadas de conflicto. Son esos momentos tensos que comienzan con “un cohete por aquí y unos disturbios por allá”, como diríamos en Venezuela. Hasta que inevitablemente los ataques se hacen cada vez más fuertes y no se puede escapar de la realidad. En esta ocasión, estamos hablando de miles de cohetes disparados desde la Franja de Gaza, en solidaridad con manifestantes palestinos que protestaban hace días en Jerusalén Este contra la clausura de la puerta de Damasco durante el Ramadán y contra las amenazas del gobierno israelí de desalojar familias palestinas de un barrio en esa misma zona.
Considerando el contexto en el que estábamos, podemos decir quizás que la ilusión de tranquilidad —en ciertas áreas del centro del país— duró bastante. Al menos para el grupo de personas que había ido al gimnasio y que terminamos reunidos en las escaleras de emergencia del lugar, esperando que las sirenas dejaran de sonar para poder irnos a la casa. Sin embargo, el trayecto de vuelta no fue menos tenso. Las alarmas seguían sonando y un recorrido de no más de diez minutos a pie se hizo infernal. Había vecinos que corrían para refugiarse en edificios cercanos a su hogar. Yo di, por suerte, con uno que tenía la puerta abierta accidentalmente y en las escaleras hacia el sótano me encontré con tres mujeres en la misma situación de huida que yo.
Después de unos minutos pensamos que podíamos salir de nuevo, pero apenas yo había caminado un par de cuadras volvió a sonar otra sirena. Esta vez no tuve tanta suerte. Intenté abrir la puerta principal de otro edificio. Nada. Otro más. Nada. Un último intento. Nada. En algún momento debo haber pensado que no tenía más fuerzas para seguir buscando opciones y que además no había mucho tiempo: la decisión de dejar caer al misil o derribarlo igual ya debía haber sido tomada en algún otro lugar, por lo que me quedé en medio de la calle.
Al final escuché un par de explosiones. Pero lo que más me llamó la atención fue el temblor del suelo, uno que se vuelve parte del cuerpo del que lo sufre.
Porque fue el mismo que sentí en el 2014, al sur del país, cuando era una estudiante y llevaba apenas un par de años en Israel. Van casi diez.
Hasta este momento, el conflicto continúa, pues a los cohetes ahora se le suma la respuesta ofensiva israelí en Gaza. Van decenas de víctimas. Y las personas que no participan directamente en la escalada han visto sus vidas otra vez afectadas, pues al menos el gobierno israelí ya ha dado órdenes de suspender clases en algunas zonas del país y se difunden constantemente las medidas que debes tomar si estás en zona de fuego o para pedir ayuda si tu situación es vulnerable.
Yo, como tantos, puedo trabajar desde casa. Como en la pandemia de la que acabamos de salir. Un privilegio que no muchos tendrán y por el que debo estar agradecida, porque no se sabe cuándo vaya a terminar esta emergencia nacional.