De regreso a lo que siempre estuvo en mí

Su madre se fue de Quito a Caracas y al autor de esta crónica, nacido en la maternidad Concepción Palacios, le tocó regresar. Su amor y respeto por ambas ciudades conmueve y muestra cómo lo adverso puede devolvernos un mundo que siempre fue nuestro

Lo primero que recuerdo es la neblina. Y que vamos subiendo por el páramo y de pronto el autobús gira. Lo hace de forma tan violenta que muchos de los pasajeros gritan. Luego sabemos por qué: el parabrisas está roto, los vidrios cortaron la cara del conductor. Era tanto el frío que el vidrio no aguantó y decidió despedirse en decenas de pedacitos. 

Por cuatro horas quedamos varados a un lado de la carretera, tras cruzar la frontera entre Colombia y Ecuador, tomando chocolate caliente y comiendo maíz hervido mientras llegaba otro autobús.

Bueno, al menos eso es lo que mi mamá me contó. 

El registro de mi memoria no estaba tan curado como ahora. Yo tenía seis años, era 1992, y era la primera vez que salía de Venezuela, que viajaba a Ecuador y que visitaba a mi familia en Quito. Familia que se había fragmentado en 1978, cuando mi mamá quiteña y mi abuela cuencana decidieron emigrar a Caracas. Por aquel entonces Venezuela mantenía la fama de ser un país de oportunidades, una especie de Arabia Saudita latinoamericana. 

De esa primera visita a la mitad del mundo me quedó el sabor a cuy rostizado y a mote, la imagen de una pelea infantil por un juguete que no quería compartir con mi primo, y la sensación de estar en la entrada de un mundo que se divide entre lo moderno y lo tradicional. 

Por eso, cuando en 2017 decidí emigrar acá con mi familia, no fue tanto el desconcierto. 

 

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Llegamos un jueves de agosto al terminal terrestre de Carcelén, en el norte de Quito, abrumados entre las peticiones de los taxistas que querían llevarnos a lo que sería nuestro nuevo hogar y el frío que me recordaba esa día esperando por un nuevo autobús en el costado de una carretera. 

Quito es puro y duro contraste. Su clima es tan temperamental que puede amanecer con un sol que derrite la pintura de las paredes y terminar el día con una tormenta de las que solo aparecen en los cuentos de balleneros. Además, su horizonte despunta con el número de volcanes que rodean a la ciudad. 

Son volcanes a los que los quiteños tratan como un vecino más: “Mira, allá está el Cotopaxi” y “Qué lindo se ve el Cayambe”, frases que no dejo de escuchar en mi barrio. Empezando por César, quien nos alquiló el primer departamento: “En una mañana clara puedes ver hasta tres volcanes desde acá, todos en línea”, proclamó desde la azotea del edificio. 

Humboldt dijo en 1802, cuando estuvo por estos lares, que “los ecuatorianos son seres raros y únicos: duermen tranquilos en medio de crujientes volcanes, viven pobres en medio de incomparables riquezas y se alegran con música triste”. Bueno, sin querer contradecir a don Alexander, mi experiencia es distinta. 

Por ejemplo, María, la dueña de la bodega al lado de mi casa, cada vez que bajo a comprar pan tiene una sonrisa de oreja a oreja con un pequeño radio encendido escuchando merengue o salsa. Agarró el gusto del Caribe cuando vivió en Maracaibo hace quince años. 

También está Don Ramiro, bajando por la calle Venezuela, en pleno centro histórico de la ciudad, donde mantiene una pequeña panadería que todos los días se esfuerza por ofrecer pan caliente y las palmeritas más sabrosas que me he comido. 

Para patear estas alturas hay que echarse mucho protector solar, por estar tan cerca del sol, a pesar de que la playa queda a unas tres horas. Y no ahuevarse —apendejearse, para nosotros— por la delgadez del aire cuando te montas en el EcoVía o el Trole Bus. 

 

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Crecí entre ambas culturas. Mi abuela hacía colada morada en Caracas, bebida típica que se toma el día de los muertos en Ecuador. 

También, todos los sábados por la mañana, se iba para el mercado de Quinta Crespo en Caracas para comprar chochos. Parecido a un guisante, pero aplastado y blanco, es parte de los platos típicos ecuatorianos. Lo comen con todo: cochino frito, ceviche, como una botana y como acompañante para carne y pollo. 

“Cómelo, es sabroso. Y si le echas un poquito de sal, vinagre y tomate picado tienes una ensalada”, me decía mi abuela mientras recorría los pasillos de Quinta Crespo que quedan entre la venta del pescado y la carne. 

Recuerdo siempre a mi abuela, la ecuatoriana original, que desde hace veinte años sobrevive entre los fríos polares del norte de Estados Unidos, y cómo me enseñó también a comer mote en el mercado de San Roque, al sur de Quito, en aquel viaje de 1992. 

“Con el mote no se puede ser tacaño. Hay que hacer bastante porque es tan noble como el arroz”, me decía cada tarde que pasamos en nuestro pequeño departamento en el centro de Caracas, conversando y viendo a los Power Rangers, mientras mi mamá estaba en la universidad. 

Vivir en Quito para mí es adaptarme y también rememorar, como ante los disturbios de octubre. Entonces más bien se me hizo presente un pasado, en una ciudad dividida entre los que buscaban a los culpables del paro nacional y los que exigían justicia para que “la conspiración castrochavista no nos coma”. 

Fueron días en los que Venezuela cruzó la cordillera andina y se instaló de a ratos en la memoria de los que huimos de la persecución de la Guardia Nacional o en la nariz de los que padecemos estornudos involuntarios al recordar el olor de las bombas lacrimógenas.

Días en los que no se podía caminar por ciertos sectores de la ciudad porque había enfrentamientos entre los manifestantes y la Policía Nacional, y donde a través de mensajes de WhatsApp nos advertían de no salir porque “la cosa está fea”. Además, nuestro gentilicio pasó a ser el perfecto chivo expiatorio de todos los males. Creo que desde aquel delirio que tuvo Bolívar en el Chimborazo, no hubo tantos venezolanos preocupados por lo que pudiera pasar en Ecuador como durante esas protestas.

Cada vez que entro al parque El Ejido y camino frente a la maternidad Isidro Ayora, donde nació mi mamá, me entran unas ganas de seguir caminando y escudriñar por los alrededores del cementerio de San Diego o del barrio Obrero, donde las raíces de mi familia aún están presentes, con la sastrería de mi tío y las entregas de ropa que hacen mis primos por el sur de la ciudad. 

Esos negocios que siempre resonaron en mi memoria porque mi mamá y mi abuela se encargaron de puntualizar “tu tío, el sastre”, “tu bisabuela, la que vendía ropa” y “tus primos, los que ya saben coser”. 

Entonces veo a mis hijos, quiteños, que en vez de comerse las eses pronto hablarán con una melodía que al final de cada palabra se adobará con una f —característico de los nacidos o criados en Quito—, y no dejo que la nostalgia por los espacios que dejé en Caracas me tome por sorpresa. Quito rivaliza con encantos: allá el Ávila, acá el Rucu Pichincha, montañas que se tatúan en la vida de cualquiera. 

 

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Esta ciudad se maneja entre la amabilidad y las ganas de gritar a los cuatro vientos que no la dañen, que la cuiden, que honremos su apodo de “la carita de Dios”. Pero como el humano es humano, sin importar el gentilicio, muchas veces lo damos por sentado y nos convertimos en sus peores enemigos. 

A menudo el «curuchupismo» (la pacatería) obstaculiza cualquier iniciativa para acercarnos a una ciudad más humana. Con frecuencia la inercia nos enfría las piernas antes de salir corriendo a hacer cosas para mantener el título que nos dio la Unesco: Patrimonio de la Humanidad. 

Quito es una ciudad que siempre estuvo en mí, sin separarse, sin ser impaciente, esperando su momento para abrazarme y recordar que si bien soy un caraqueño que nació hace 33 años en la maternidad Concepción Palacios, también soy quiteño por aquella necesidad básica que tenemos de honrar a nuestros ancestros. 

Ahora, cada vez que voy a un mercado, le doy las gracias a “la seño” o a “la caserita”, por su trato. Tampoco dudo en gritar “chuta” o “chucha” cuando quiero ser más grosero, cada vez que se me olvida algo o piso un Lego con los pies descalzos. 

Me detengo en el parque La Carolina para comer pinchos y cada vez que puedo subo hasta El Panecillo para ver cómo se ve la ciudad sin mí. 

No, mentira. Subo para comer hornado y tomar canelazo. 

Pero aquí estamos, viviendo entre volcanes y neblinas. Viviendo entre los recuerdos de un Caribe que sustituyó la sierra. En una ciudad que todos los días te abraza pero al mismo tiempo te achicharra o empapa el coco para que no pierdas el foco.