Mi madre en realidad se quedó sola
buscándome en un mapa rotulado en portugués
Frank Delgado,
“Veterano”
Llegué a Río de Janeiro hace más de un año, invitado a un evento académico, y no regresé. Como están las cosas no podría hacerlo si quisiera. En el periodo en que Sudamérica parecía saturarse de venezolanos, exigir visas y prodigar xenofobia, tuve la suerte de llegar a un país en el cual, fuera del estado de Roraima donde están Paracaima y Boa Vista, no detestan a los venezolanos y cuyas instituciones, alineadas con el Mercosur, todavía favorecen la inmigración.
Quien emigra a Brasil se encuentra en una posición a la vez privilegiada y precaria: las grandes ciudades brasileñas no conocen la xenofobia social e institucional de las de los países andinos, y además harían falta grandes oleadas de venezolanos para que el enorme país se viera saturado por nosotros. Pero Brasil está en una crisis sin precedentes, mejor dicho, en una crisis dentro de otras más viejas: económica, política, sanitaria…
Sin embargo, aquí estamos, y el proceso en que Flamengo y Botafogo pasan de ser nombres de equipos de fútbol a simples estaciones de metro es similar al que convierte Ipanema y Copacabana en sitios a los que llegas en autobús más que lugares de ensueño. Al Cristo Redentor lo puedes ver cada vez que sales de la casa. Vivir en Río es dar ese paso de lo extraordinario a lo cotidiano, que no significa desencanto ni fatiga. Como en Caracas uno a veces vuelve a ver el Ávila o la Ciudad Universitaria con la misma sorpresa con que las vio la primera vez, Río tiene esas reservas de maravilha que te paralizan de vez en cuando.
Lo que los japoneses llaman un kami es un objeto o un lugar en que la naturaleza se revela sobrenatural. Eterna. El Salto Ángel, los Tepuyes y el Ávila serían kamis. En tanto que son naturales, esos lugares suelen estar fuera de las ciudades. Pero Río está llena de ellos.
Si Caracas “solo” tiene ahí la inmensidad del Ávila en su borde norte, en Río están los enormes morros, la laguna, la bahía de Botafogo, la floresta de Tijuca, el mismo Atlántico omnipresente…
Caracas está llena de guacamayas, pero la primera semana que estuve aquí vi un monito caminando por el cable eléctrico. Por unos segundos tuve la duda de si los cariocas le ponen ayahuasca al café.
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Aunque no es esa la única razón de que Río sea la fantasía por excelencia del turismo tropical: no es un simple resort del Caribe en el cual la gente está a la orilla del mar tomando caipirinhas. Como La Habana o San Juan, Río es una ciudad costera profunda y con historia: tiene decenas de museos y la gran arquitectura del centro, la bohemia de Santa Teresa, los últimos baluartes de la una vez enorme selva atlántica. Hay décadas, siglos, eones de actividad humana o natural detrás de lo que vienen a ver los turistas. Río no solo fue capital de Brasil sino del Imperio Portugués. Lo que hoy es Ciudad de México también llegó a ser la capital de un imperio, pero Río de Janeiro fue de capital o metrópolis de un país europeo, y esa antigüedad y dignidad se preservan.
En la medida en que este trópico atlántico es tan parecido al Caribe, es mucha la tentación por la traducción literal. ¿E aí, filho! será lo mismo que qué más, chamo? ¿Fala ai será lo mismo que háblame? ¿Serán lo mismo el militarismo del chavismo y el del bolsonarismo? ¿El forró o la samba son para esta cultura lo mismo que la salsa para la nuestra? ¿El sertão equivale al llano? En realidad no hay traducciones literales, ni igualdades, ni parecidos: solo un montón de cosas en común. Y vivir acá invita a navegar ese laberinto de lugares comunes que no son clichés ni estereotipos.
En Río de Janeiro, a un emigrante del Caribe se le plantean dos cuestiones. La primera es empezar a vivir en una de esas ciudades-fantasía, ciudades de un encanto tal que se van haciendo como parques temáticos para gente de otras latitudes… y la diferencia entre visitar y habitar no puede ser más grande. La segunda, moverse en una ciudad que tiene mucho en común con las del Caribe, incluso con Caracas. Pero Río es una fantasía tropical que, por eso mismo, es mucho menos fantasiosa para quien viene del trópico. ¿Hermosas montañas frente al mar? Te lo tengo. ¿Clima cálido? También te lo tengo. ¿Torrentes de mujeres hermosas? Bitch, please. Todas esos clichés sobre Brasil y Río de Janeiro lo son también de Caracas y Venezuela pero el cliché porque, como el Ávila o el Corcovado, son la propia imagen de la ciudad y del país. Y la imagen, contra lo que dicen doctrinas más bien tristes, siempre es parte de las cosas. La imagen está en las cosas.
Sin embargo, en ese salto del trópico al trópico está la gracia y la belleza: para un alemán, un francés o hasta un argentino, Río debe ser como un salto al Planeta Tropicalia. Para quien llega del Caribe es más bien el viaje a una tierra paralela donde se habla portugués y no está el ingrediente amazónico (que sí está en Roraima y Amazonas el Nordeste). En ese sentido también uno puede considerarse afortunado: incluso si el idioma es distinto la diferencia cultural con Santiago o Lima es mucho menor y debe ser mucho más difícil entenderse en español con peruanos o chilenos que en portugués con los cariocas. Uno ve aquí a la gente comportarse según el cliché en que los venezolanos todavía quisieran reconocerse a sí mismos: saludos de un lado a otro de la calle, bromas, risas…
Con todo y que la historia de esta ciudad es completamente distinta, uno no puede evitar pensar que Río nos da una idea de cómo habría sido la metrópolis que Caracas nunca fue: los Altos y Bajos Mirandinos, La Guaira y Catia La Mar no terminaron de integrarse con Caracas en una verdadera metrópoli por razones que podríamos pasar años discutiendo (y que van más allá de esa ofensiva contra las comunicaciones de todo tipo que fue el gobierno de Chávez). Si así hubiera sido, el Ávila estaría en el lugar central de la floresta de Tijuca, y Catia, antigua y bohemia como Santa Teresa, estaría cerca de la salida hacia el mar, que sin embargo, no estaría tan cerca y tan inmediato como lo está en Río. Por todas partes proliferarían los cerros (aquí morros) poblados por millones de pobres. Tal vez en vez de buscar el clima cómodo de las colinas en el este de Caracas, los más ricos se habrían desplazado hasta el mar.
Sin embargo la diferencia es que Caracas se define por ser un valle estrecho, un descanso en una escalinata entre la Cordillera Centroccidental y el Caribe. Río, aunque salpicada por morros, está casi toda ella al nivel del mar y esa proximidad con el Atlántico definen la forma y la geopolítica de Río de Janeiro: Río es Río porque el océano está ahí mismo. Las ciudades, especialmente las del Tercer Mundo, son conocidas por polarizarse. La polarización aquí es entre en norte y el sur, que es la polarización entre lo que está más cerca del mar y por tanto, de cierta imagen festiva de Brasil, y la inmensidad de favelas hacia el norte y el Oeste. Como en los cómics de Superman, pareciera que el sur costero es como Nueva Génesis, una tierra gentil, y el Norte como Apokolips, tiranizado y en guerra. En efecto, el comportamiento de un policía en un lugar o en otro es completamente distinto e incluso frente a las favelas que hay en el sur de Río siempre hay varias patrullas de policía, no vigilando la favela sino a los favelados.
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Es difícil decir cuál guerra contra los pobres es peor: si las masacres del FAES o las de la Policía Militar de Río de Janeiro. A veces uno ve la televisión y solo hay imágenes de enormes operativos en barrios que incluyen francotiradores que disparan desde helicópteros y tanquetas que entran aplastandolo todo. El otro día escuché los tiros de fusil en el morro de La Providencia y vi el momento exacto en que le quitaron la electricidad al lugar. La lista de niños muertos por la policía siempre crece y en las orillas de la Lagoa puedes ver un pequeño homenaje a algunos de ellos.
Río vive entre el horror y esa alegría. Desde la época de las elecciones y el mundial de Fútbol está quebrada por la construcción de obras masivas para el deporte en una ciudad que ya estaba en crisis sanitaria y de transporte: es solo una especulación lo que habría pasado si todo ese dinero gastado en estadios se hubiera usado para mejorar la vida de la gente. La rebelión de 2013, que fue por calidad de vida, fue un adelanto de las de seis años después, e inició una crisis que terminó con la elección de Jair Bolsonaro y continúa con la pandemia. No extraña que continúe el debate sobre si Bolsonaro es producto de esa rebelión no solo contra la precariedad sino contra la corrupción, o si el éxito del capitán es producto de las manipulaciones de las élites en medio de esa crisis y de cómo respondieron a esa rebelión.
Los venezolanos en el exterior son bien conocidos por hablar burrice y dar lecciones que nadie les ha pedido sobre cosas que no entienden: las protestas en EEUU o Chile han sido vistas por estas Casandras de tercera como profecías de que algo semejante al chavismo o a la izquierda tomaría el poder, aunque no hubo ninguna movilización o protesta importante en Venezuela antes del triunfo electoral de Hugo Chávez. Los que se parecen a Chávez o tienen algo en común con él son otros que despiertan adoraciones parecidas y sumisiones no menos indignas. Pero entender esos paralelismos y discutirlos con los brasileños, sin pretender dar lecciones, es parte de la experiencia de vivir aquí.
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Hubiera querido llegar a esta ciudad en otro momento, pero llegué en este: en el de una crisis que se aprofunda cada vez más. Aún así tuve la suerte de vivir en Copacabana y ver, durante varios meses, lo que era Río antes de la tristeza de la pandemia: al principio me costaba adaptarme al hecho de que la gente no se escondiera en la casa al atardecer, más aún a la fiesta continua de Copacabana. Durante esos meses no era raro escuchar español, aunque con acento argentino o chileno, y era posible ver la playa brasileña, donde nadie juzga o se preocupa por el cuerpo de nadie y una familia morena de favelados se sienta a pocos metros de una familia blanquísima y próspera de la zona sur. Los veía quedarse en la playa hasta tarde, los oía celebrar los goles del Flamengo, estuve con ellos en el Reveillon (el Año Nuevo) y en Carnaval acompañé todo el recorrido de La Banda de Ipanema.
También vi un niño viviendo en la calle, llorando bajo la lluvia; a los empleados de los delivery por decenas, bajo puentes y en plazas; y a una señora con un ojo morado, huyendo del marido, que me pidió dinero para el pasaje y un abrazo.
Ahora la actividad económica y la circulación están limitadas pero el país no tuvo realmente un confinamiento, mucho menos una estrategia contra la epidemia. Tiene más de un mes con un militar como ministro de Salud aunque ahora Brasil es de los grandes focos de la pandemia y, básicamente, un experimento gigantesco de lo que pasa en un país donde el gobierno no hace nada. Pero también está padeciendo una crisis económica todavía peor que la iniciada en el gobierno de Dilma Rousseff.
Así como las universidades no volverán a dar clases presenciales hasta que no haya una vacuna, las gobernaciones y las escuelas de Samba han dicho que tampoco habrá carnaval sin una, por lo que, seguramente, seré testigo de la tristeza del primer año de Río de Janeiro sin Carnavales. Dudoso privilegio.
Con los EEUU también en una crisis sin precedentes, parece que el mundo se va quedando sin lugares donde un emigrante pueda refugiarse. Y sin embargo este es mi refugio, y la suerte de los cariocas, tal vez la etnia más amable del planeta (patológicamente amable diría), es ahora mi suerte.
Valeu.