Sería superfluo, o incluso frívolo, intentar atrapar en este ensayo el enjambre de cambios que ha representado para mí vivir en Nueva York los últimos seis años. Las bondades de la ciudad han sido cantadas una y otra vez, desde hace bastante más de un siglo. Si buscamos buenos textos de alguien que haya migrado a Nueva York, nada más hace falta leer a José Martí. Si estamos intrigados por los efectos excepcionales que puede tener en escritores, allí están Federico García Lorca, José Hierro, Enrique Lihn, Manuel Puig. Sin Nueva York, además, no tendríamos en Caracas a nuestro Octavio Armand —a quien llamo nuestro aunque sea adoptivo, aunque no sea realmente de Guantánamo, Nueva York o Caracas, sino de la lengua misma. Sin ella, finalmente, no tendríamos en Venezuela los textos de Pérez Bonalde o Antonio Arráiz.
Sólo he mencionado algunos casos entre muchos, muchísimos. Casos que me resultan señalados como venezolano y como hispanoparlante. Es apenas un ápice. Ni hablar de otras manifestaciones artísticas. Por dios, la salsa. Los artistas que han pasado por aquí. Es abrumador. Eso es lo que sucede con Nueva York: la gama de fenómenos culturales que ha conjugado sólo en el último siglo hace que la ciudad sea sencillamente inabarcable. No seré yo quien enaltezca Central Park o las sutilezas del Jardín Botánico de Brooklyn. Incluso cabe apuntar que soy apenas uno entre muchos escritores venezolanos viviendo en Nueva York hoy en día, todos ellos excepcionalmente dotados, todos con su mapa particular de experiencias y recuerdos. Para poder hablar de mi Nueva York, tendré que valerme del registro del asombro: el balbuceo. Hablar en pedazos, en fragmentos.
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Primera impresión de la ciudad: una sensación de inmensa familiaridad. Cada calle me asegura que ya he estado aquí, que la he transitado. Los parques, las plazas, todo me resulta propio y lejano a la vez, como quien recuerda un sueño.
Debe ser la televisión, me digo. Debe ser el cine. Nueva York se ha vuelto parte inamovible de mi imaginario, del imaginario de buena parte de la población mundial. Sus esquinas y recodos, sus avenidas y sus espacios de ocio están siendo proyectados permanentemente en nuestras pantallas interiores.
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Segunda impresión de la ciudad: tiene áreas insoportablemente verticales. Se estira hacia arriba como si quisiera probar algo, como si estuviera compitiendo con la gravedad por algún premio invisible. Salir de Manhattan y caminar por zonas como Fort Greene en Brooklyn resulta un alivio.
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Imprevistos espacios de silencio. En Midtown Manhattan, una especie de parque pasillo, un túnel verde entre dos edificios, donde el ruido tiene el espacio vetado.
En Queens, basta entrar al jardín interno del Museo Noguchi para que se extinga el sonido del tráfico, como si se tratara de una cosa del pasado, de un recuerdo remoto.
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Desde la ventana del apartamento donde vivo puede verse cómo las nubes se amontonan en ciertas noches, espesa encía pálida. Toda esa blancura abigarrada, iluminada desde abajo por las luces de la ciudad, contrasta con la oscuridad que la rodea.
A veces, al mirar de soslayo por la ventana, asumo naturalmente que allá afuera está el Ávila anochecido, echado en su letargo bajo bancos de nubes. Me toma un segundo darme cuenta de que no es así.
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Tercera impresión de la ciudad: los neoyorquinos no son en modo alguno esas criaturas hoscas que han publicitado las películas y las series. Antes bien, los he hallado bastante afables en el trato.
De hecho, ser neoyorquino es un oficio de extranjería. La mayoría de los locales reivindica orgullosamente sus raíces extranjeras. Muchos hijos de irlandeses, judíos, italianos, puertorriqueños, dominicanos o chinos, como nos ha enseñado la TV, pero también largas generaciones de inmigrantes de prácticamente cualquier lugar del planeta, por recóndito que pueda ser, por lejano que pueda presentarse a nuestra imaginación, hecha de cartografías inconclusas.
Claro, como en todas partes, ocurren incidentes. Como aquella ocasión en que, a las cuatro de la mañana, un borracho me lanzó una lata de cerveza por negarme a hablar con él. Por fortuna, tenía muy mala puntería. Por desgracia, yo estaba sobrio.
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Cierta noche, caminando por la Séptima Avenida hacia la estación de metro de la calle 28, pasaron junto a mí, en dirección sur, varios camiones que transportaban las partes de un Boeing 747. Me inquietó verlo en medio de la calle, tan lejos de su hábitat natural. Era extraño, casi siniestro, ver a un avión así desmembrado, llevado en piezas como una gigantesca res.
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He terminado por acostumbrarme a que me interroguen largamente en las taquillas de inmigración —para luego, las más de las veces, enviarme a ser interrogado nuevamente por otro oficial. Los guardianes del reino de los cielos suelen tener cara somnolienta y voz agria, como si un animal triste hubiera hecho nido en su garganta. Los menos deben ser los que pueden situar a Venezuela en un mapa.
Es la clase de efecto que produce tener una visa revocada en el propio historial.
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El primer apartamento donde viví estuvo, durante poco más de un mes, infestado de chiripas. Aparecían donde menos lo esperabas, como si estuvieran emboscadas maliciosamente. He llegado a pensar que lo hacían con ironía: se sabían un cliché.
También tuve de inquilino a un ratón, por tiempo muy breve. Le puse Cheo, en honor a Cheo Feliciano.
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Hace casi dos años fui al servicio médico de la universidad por un dolor persistente en la pierna izquierda, una hoja fina y afilada que no me dejaba dormir. Alarmado, el internista que me examinó quiso enviarme de inmediato al hospital.
Ocho horas después, me daban de alta en medio del frío acerado de Noviembre. Diagnóstico: trombosis en una de las venas de la pierna. Salí brincando en el otro pie, con una prescripción para anticoagulantes a cuestas.
Tres días después, moría mi abuela al otro lado del Atlántico. A mi misma edad había sufrido una trombosis, también en la pierna izquierda. Vaya manera de despedirnos.
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Esta ciudad es el paraíso del traductor. Las lenguas van y vienen anudándose en cada cuadra con una facilidad pasmosa. Un vagón de metro tiene a menudo más riqueza lingüística de la que soy capaz de dar cuenta.
Ante esto, mi respuesta es la euforia: cada día me propongo aprender un idioma distinto. Es imposible, claro está, responder a todos estos estímulos. No obstante, esa efervescencia se mete bajo la piel. Ha sido en Nueva York donde he realizado buena parte de mi trabajo como traductor —labor que ha sido por momentos afín a la adicción y, en otros, cercana a la oración. Ha sido el único modo que he encontrado de hacerme ciudadano de esta isla de Babel.
Otro efecto de la euforia ha sido el trabajo. Nunca había trabajado con tanto ahínco en mi propia escritura. Esta no es la ciudad que nunca duerme, pero sí es la ciudad donde he perdido el sueño. Procurando que del poco dormir y del mucho leer —como dice por ahí Cervantes— no se me seque el cerebro.