A principios de los años setenta la señora Delma Camargo llegó a Caracas, apenas tenía 18 años. Desde su Barranquilla se vino al barrio San Blas de Petare. “Mi mamá me envió para que trabajara”, dice. “Allá, considero, yo no tenía una situación precaria, pero no teníamos casa y era necesario que mandara dinero desde aquí para que mi mamá pudiera comprarla”.
En ese entonces también había colombianos en las parroquias 23 de Enero, Sucre, San Agustín, Santa Rosalía, donde se crearon grandes barrios, principalmente de nacidos en Cúcuta, Medellín, Bucaramanga, Cali y Barranquilla. Pero en Petare ya estaban establecidas unas primas y había una extensa población de colombianos en las comunidades Nazareno, La Ceiba, la Macha, El Encantado, Fechas Patrias y José Félix Ribas. Más de un millón de colombianos vivía en Venezuela entonces. Ahora muchos regresan a Colombia, un ritmo de más de cien mil por año según las autoridades colombianas de migración.
Delma dice que aquí en Venezuela se le abrieron las puertas para crecer y para establecer a su familia. Tenía estabilidad, garantías. Pero desde 2013 todo se ha venido a menos.
Inmigración, expulsión, evacuación
En esa época en que migró Delma desde Barranquilla, muchos colombianos se instalaban en las zonas más precarias de Venezuela. No lo hacían solo porque ya tuvieran familias y amigos residenciados allí, sino también para evitar a los cuerpos policiales que buscaban a los ilegales.
Una señora, también colombiana, la recibió. “Muy querida, me trató muy bien, nos ayudó. Colaborábamos con el pago de los recibos de luz y agua. Fue una buena época, salíamos, nos divertíamos, aunque nada de drogas ni alcohol”.
El trabajo que consiguió fue de doméstica. Cuenta que conoció a un “chico loco”, aunque “más loca fui yo, porque era mayor y casado. Íbamos mucho a fiestas en el Tuy”.
Al lado de donde vivía estaban vendiendo un rancho y pudo comprarlo por 50 bolívares. Aunque era pequeño, sin agua y con un pozo séptico, ella sintió entonces que iba camino a la estabilidad. “Eso era terrible para mí, porque ya mi casa en Barranquilla tenía sus comodidades, pero esas limitaciones no me derrumbaron. Fui luchadora y optimista. Mi abuela fue una señora aguerrida. Era analfabeta, cosía ropa a la medida, murió a los 56 años, y de ella me quedó lo de ser muy trabajadora”.
En 1973 tuvo su primer muchacho, Alexander. Luego llegaron Alexis, Guillermo y Katiuska, y mientras los arreaba y encaminaba a los estudios, siempre sola, vio la transformación de Petare. Llegó el agua por tubería, las redes de la electricidad, la telefonía. “La electricidad era otra cosa, funcionaba, porque le hacían mantenimiento a la empresa”. Aunque todo seguía siendo precario, la vida en el barrio era posible.
Es evidente que todo eso ha cambiado, aunque los números oficiales de las dos naciones que forman parte de esta historia divergen por completo.
Los dos últimos censos nacionales del Instituto Nacional de Estadísticas de Venezuela reportan 609.196 colombianos en el país en 2001 y 721.791 en 2011. Pero el informe Migración-2018 desde Venezuela a Colombia-2018, publicado por el Banco Mundial, estima que más de 300 mil colombianos había regresado a sus país en septiembre de 2018.
En esa cifra hay que incluir a los colombianos expulsados del Táchira en 2015, por orden de Nicolás Maduro. Según la Gerencia de Frontera colombiana fueron 22 mil. En un acto público, Maduro los acusó de ser responsables del bachaqueo y de la escasez de alimentos, medicinas y combustible. En esa oportunidad dijo que en el territorio venezolano había 5,6 millones de colombianos; el fiscal general designado por la ANC, Tarek William Saab, redondeó el número a 6 millones.
Nunca ha sido posible determinar con exactitud cuántos colombianos había (y hay) en Venezuela. Muchos no regularizaron su situación legal en el país ni registraron a sus hijos. Tal como sucede hoy con los migrantes venezolanos que residen sin estatus legal en sus países de tránsito o de acogida.
El número exacto de los colombianos que se quedan o que regresan está fuera de nuestro alcance, pues unos cuantos salen por las trochas, y por tanto no hay registros oficiales de salida por la frontera.
“Todo está retrocediendo”
“Todo cambió del 99 para acá”. En 20 años Delma no ha visto ningún progreso. “En los gobiernos de la cuarta no pasé calamidades, ni hambre. Las personas que me encontré en el camino me ayudaron mucho”.
“Todo está retrocediendo”. Esa es la frase que usa para definir la situación actual del país. “No hay transporte, no hay medicinas, no hay gas, no hay efectivo. Mis tarjetas no tienen dinero, todo se lo lleva la comida”.
Sigue trabajando como doméstica, una vez cada ocho días, pero no podría salir del barrio si no fuera por sus empleadores, que la buscan, y por su yerno, que la regresa a la casa. “En estos momentos mis patrones me colaboran con la pensión, con las medicinas, me regalan una cartera, cuando necesito algo me lo proporcionan y no me lo cobran. Eso ha sido muy bueno, aunque no pagan mucho salario agradezco esos aportes”.
Delma recibe además una caja del CLAP. No se siente orgullosa por ello, pero no tiene otro remedio. Los consejos comunales además la presionan para cobrarle por ese “beneficio”. Pero Delma lo considera un derecho, y por tanto no entiende que unos pocos manipulen con la comida para tener poder político.
Aparte de su salario a destajo, Delma vende helados —teticas, como las llaman— con su hijo Alexis, y cigarrillos al detal. Delma no fuma, “gracias a Dios”, pero así se redondea una entrada y consigue efectivo para cuando necesita pagar un mototaxi que la suba a su cerro. La última vez le cobraron 8 mil bolívares y eso es un duro golpe para su bolsillo.
Trata de no desesperarse con el colapso de los servicios públicos. Si se queda sin luz y no tiene velas no se alarma. Puede pasar hasta más de 15 días sin agua, pero respira muy profundo para no derrumbarse. Considera que la paciencia es necesaria para cuidar su salud. “Imagínate, sin luz, sin agua, sin comida y sin medicinas para la tensión. Eso no es un buen panorama”.
Su hijo mayor migró hace tres años a Barranquilla. Se fue con su esposa y su hija. Ella no quiere irse por nada. “Aquí tengo mi casa, soy de allá, pero allá no tengo nada. Aunque pude comprarle la casa de mi mamá, nada me pertenece”.
Sus familiares en Barranquilla le dicen que aquí la pasa muy mal, pero Delma le sabe responder a los problemas. Además aquí tiene a Katiuska, su hija de 42 años, que hace trabajo social en el barrio y apuesta a su transformación.
Desde el patio de su casa, Delma piensa casi con nostalgia en el barrio de Carretico. “Carretico era un pueblo desolado, lleno de tierra, porque casi toda la gente de ese pueblo se había venido para Petare. Aquí levantaron sus casas, tuvieron hijos, y ahora se están regresando. Ahora el Carretico de Petare es el que está desolado”.