Alberto Blanco Dávila, especialista en turismo ecológico y actualmente director de la revista Explora, conoció las prístinas riberas del río Caura hace 25 años. Había sido contratado como asesor ambiental por Bernardo Kröning, un empresario alemán-venezolano que dirigía el grupo Cacao Travel y que estaba fundando la primera posada turística de la zona: Casa Tropical, en el pueblo de Trincheras.
Tras dos décadas organizando expediciones y conociendo cada rincón de sus saltos y selvas de verde profundo, Blanco Dávila lleva tres años sin volver al río: ya no es seguro. Mucho menos prístino: en menos de una década, explica, alrededor de cinco mil mineros se han asentado en la cuenca para explotar oro. Casa Tropical ya no recibe turistas curiosos desde Caracas y el extranjero: hace poco, la posada —donde ahora vive una pareja de ex empleados— fue tomada temporalmente por sesenta miembros del Ejército de Liberación Nacional (ELN), la guerrilla marxista colombiana que controla vastas partes del territorio.
El Caura es el tercer río más caudaloso de Venezuela: inicia en el sudoeste de Bolívar, en el parque nacional Jaua-Sarisariñama, y desemboca en el Orinoco al cabo de 723 kilómetros. También es la cuenca que genera más agua en Venezuela. Dice Blanco Dávila que “todavía hay lugares que son totalmente prístinos, donde ningún ser humano ha puesto un pie”.
Caura es un «mega laboratorio”: allí se ha registrado más del 35 % de las especies biológicas del país y un 60 % de las de Guayana.
“Aproximadamente, y un cálculo conservador, hay unas 500 especies de aves de las más de 1.400 que hay en Venezuela, unas 40 de anfibios, 60 de reptiles, más de 180 de mamíferos y unas 3.000 plantas vasculares, cerca del 80 por ciento de todas las plantas endémicas del Escudo Guayanés”, dice Blanco Dávila. De hecho, según un estudio botánico de 2008, hay al menos 56 especies endémicas restringidas a la cuenca del río.
Pero hoy, el Caura está contaminado de mercurio. La minería en la cuenca empezó a muy baja escala hace dos décadas, en el Yuruani, un tributario del Caura. Eso comenzó a cambiar con proyectos para legalizar la minería artesanal, como Misión Piar. Y en 2016 llegó el Arco Minero del Orinoco: un área para la explotación minera de mayor envergadura que Suiza o Panamá, considerada ilegal por la Asamblea Nacional legítima, y que se ha transformado en un territorio violento sin regulación alguna, gobernado por bandas criminales, grupos guerrilleros y traficantes de oro.
En abril de 2020, por decreto oficial y sin consultar a los pueblos indígenas locales o estudiar el impacto ambiental en el área (como requieren los artículos 120 y 129 de la Constitución), el Ministerio de Desarrollo Minero Ecológico agregó parte del Caura y otros ríos al área de explotación. Desde entonces, el paisaje fluvial ha sido salpicado por balsas mineras —que eliminan residuos con agua y dragan el lecho del río en busca de oro y diamantes— incluso fuera del área delimitada por el decreto. Por ello, en mayo, los habitantes del pueblo de Maripa salieron a protestar.
“Hace 15 años se podía considerar la cuenca más prístina de toda Venezuela y una de las más prístinas de todo el mundo entero”, dice Blanco Dávila, pero hoy el mercurio contamina desde Maripa —cercano a la desembocadura del Caura en el Orinoco— hasta el Salto Pará (donde el río comienza a conocerse como Merevari). “Los impactos de este tipo de explotación son enormes y no mitigables”, dice Alejandro Álvarez Iragorry, biólogo y coordinador de la organización de derechos ambientales y humanos Clima 21, “pueden ser considerados en algunos casos como a perpetuidad”.
Un río envenenado
Diversos grupos étnicos hacen vida en el Bajo Caura, un área poblada desde al menos hace diez mil años según registros arqueológicos: principalmente, desplazándose por la cuenca, los yekuana (de la familia lingüística caribe) y sanema (de la familia lingüística yanomami) como también los hoti o joti (sin relación lingüística con ningún otro grupo) que han permanecido más aislados del mundo criollo. También, en menor cantidad, hay comunidades kariña, guahibo y pemón.
Además, en los pueblos de Trincheras y Aripao hay comunidades afrovenezolanas: descendientes de esclavos que llegaron a Angostura (hoy Ciudad Bolívar) tras escapar de las plantaciones de Esequibo y Demerara en el siglo XVIII, en ese entonces parte de la Guayana Neerlandesa, hoy Guyana. Allí, en 1758, las autoridades coloniales españolas les concederían la libertad y tierras para vivir. “Los aripaeños tienen una cultura afroindígena, diferente a la de otras comunidades afrovenezolanas”, explica Karina Estraño, miembro del Laboratorio de Ecología Humana del Centro de Antropología del IVIC, “tienen vínculos familiares muy antiguos con pueblos caribes, principalmente los kariñas, y sus patrones de vida están fuertemente arraigados en los ciclos naturales de la cuenca del río Caura. En este sentido, son navegantes expertos, pescadores y pequeños agricultores”.
Como su sustento son las aguas del río y sus peces (de hecho, yekuana significa “gente de río” en su lengua), el mosaico multicolor de pueblos que habita en el Caura ha tenido que sufrir los efectos del mercurio en la cuenca, vertido desde las minas donde se usa para separar el oro de otros minerales. “Todo lo que vive en el río está envenenado”, dice Blanco Dávila, “los indígenas están enfermos y lo que come todo el mundo allí”. Según el ecologista, hasta se han reportado casos de la enfermedad de Minamata, un síndrome neurológico grave y permanente causado por envenenamiento de mercurio.
En 2012, antes del Arco Minero, Fundación La Salle y la UDO encontraron que 92 % de las mujeres yekuana y sanema tenían una exposición al mercurio muy superior al límite recomendado por la OMS, y 36,8 % podían tener hijos con desórdenes neurológicos.
Desde entonces, a pesar del drástico incremento de la explotación minera, no ha habido evaluaciones. “Pero dado que la contaminación por mercurio es acumulativa, y las áreas explotadas en la Caura han incrementado”, explica Álvarez Iragorry, “es válido considerar que en este momento los efectos de la minería se hayan incrementado de manera muy importante”.
La invasión del Caura
El turismo internacional se desvaneció del Caura hace varios años. Con este, se desvanecieron los trabajos de motoristas, artesanos, marineros, cocineros y guías baqueanos que sustentaban a las comunidades del área. Además, la depredación minera ha generado “una economía perversa que destruye todos los procesos económicos tradicionales”, dice Álvarez Iragorry. Esto ha llevado a que los productos comercializados se midan por el “patrón oro” (es decir, usando el oro como moneda) además de a una erupción de prostíbulos, bares y libre expendio de drogas.
Desde hace varios años, los capitanes indígenas de la zona junto a la organización indígena Kuyujani (que agrupa 54 comunidades yekuana y sanema) han denunciado un sistema de “neoesclavitud”. Esta explotación ha agravado las relaciones ancestrales de las dos etnias, pues tradicionalmente los sanema han sido dependientes de los yekuana: ahora, los sanemas sirven de caleteros que cargan insumos para los campamentos, subordinados a los mineros.
Así, los indígenas del Caura se han visto forzados a formar parte de la precaria economía minera. “La mayoría de los indígenas locales no están trabajando a voluntad”, dice Blanco Dávila, “o los matan o se mueren de hambre”. También, la situación ha causado un realineamiento demográfico debido a la incursión masiva de mineros criollos, brasileños, colombianos y guyaneses además de grupos paramilitares, bandas criminales y guerrilleros de la FARC disidente y el ELN que han tomado áreas enteras.
Sobre este abanico mafioso, dice Blanco Álvarez, está la complicidad de miembros de las Fuerzas Armadas: “Todo debe pasar por los militares, hay puntos de control muy fuertes en zonas del río”, dice, “es una cadena que empieza desde el escalón más bajo: el hoti o el sanema, luego los yekuana, todos los grupos mafiosos y paramilitares y arriba, en la punta de la pirámide, el general que tiene control de esa zona. Y arriba de él: las altas esferas del gobierno en Caracas”.
La violencia del Alto Caura se ha ido desplazando a lo largo de toda la cuenca, explica Karina Estraño. “Son conocidas las masacres y desapariciones de indígenas en la mina El Silencio”.
“El sur es como otro país: eso es un territorio feudal, donde ni los gobernadores tienen palabra”, dice Blanco Dávila, “Allí los que mandan son los generales, que son como reyes. Y los grandes perdedores son las culturas indígenas del sur del Orinoco”.
Etnocidio en el Caura
Los grupos indígenas del Caura habían “sabido mantener un equilibrio: nunca habían tenido un contacto y transculturación tan directo y fuerte con los criollos como los pemón, y la politiquería nunca había entrado tan arriba en el Caura”, dice Blanco Dávila. Lo mismo pasa con la cacería, que antes se hacía estrictamente por subsistencia y basada en un “conocimiento ancestral y de sabiduría sobre la selva: qué animales matar, qué animales no matar, saber distinguir que una danta está embarazada y por tanto no pueden matarla. Pero el equilibrio ambiental de los indígenas se ha desmoronado en los últimos años”.
“Existe un grave riesgo de etnocidio en la cuenca del Caura, que se cierne sobre las poblaciones indígenas y afrodescendientes”, afirma Estraño, usando el término desarrollado por el antropólogo francés Robert Jaulin en su libro La paz blanca (1970) sobre los barí del Catatumbo, que eran hostigados por misioneros capuchinos y compañías petroleras por igual. Allí, Jaulin redefinirá el concepto de “etnocidio” como la exterminación de una cultura sin necesariamente exterminar su gente.
“La minería los ha hecho dejar todas sus actividades ancestrales, ya no te construyen un bongo”, dice Blanco Ávila, “la cestería yekuana —su simbología, su valor ornamental, su cosmovisión— se está perdiendo”. Ahora, “no encuentras ningún yekuana que sepa de cestería”, explica el ecologista, recalcando que los artefactos culturales del grupo son de alta sofisticación, con patrones geométricos uniformes y de color.
También está sucediendo una pérdida epistemológica de etnobotánica y etnozoología: “Les preguntas los nombres de las palmas y es raro que te respondan: si saben, deben ser de una comunidad muy aislada o muy ancianos”, cuenta Blanco Dávila. “Sus estilos de vida tradicionales y tradiciones, su cultura, sus cosmovisiones: todo ha sido alterado por la llegada de estos grupos criminales”. Esta disrupción masiva del orden cultural de los yekuana, sanema y otros grupos ha significado a su vez un incremento de prostitución, alcoholismo y drogas, directamente relacionado a las nuevas comunidades mineras y redes económicas: “Muchos indígenas están hoy alcoholizados”.
Además, recuenta, el estilo de vida pescador de Trincheras y Aripao —“los únicos pueblos negros del sur del Orinoco”— se ha visto interrumpido por la incursión minera: “Todos tienen que trabajar para los mineros, los militares y los guerrilleros”. “Las culturas de los grupos indígenas y afroindígenas del Caura se basan en una relación profunda con la naturaleza. No hay separación entre el ser humano y el ambiente”, explica Estraño, siendo el río “el eje que articula todas las acciones”, lo cual implica culturalmente el cuidado y respeto de este y de la vida silvestre de sus aguas y selvas. Pero ahora, “con la irrupción de la minería, se ha impuesto una nueva concepción de la naturaleza: como objeto de uso y saqueo”. Así, el tradicional entendimiento espacial se está viniendo abajo.
La lucha por el territorio
La reserva forestal del Caura, con una superficie de cinco millones de hectáreas, fue creada en 1968 por el gobierno de Raúl Leoni. En 2017, se le sumarían dos millones de hectáreas más al ser transformada en un parque nacional por el gobierno de Maduro. Pero la realidad dista de los decretos. “Tenemos la mejor legislación de Latinoamérica sobre el tema ambiental”, dice Blanco Dávila, “pero son parques nacionales en papel porque no se cumple ninguna normativa”.
“El área establecida como Parque Nacional Caura se superpone en un espacio muy pequeño del Arco Minero del Orinoco”, dice Álvarez Iragorry, “pero la resolución 0010 de marzo de este año, que autoriza el uso de balsas mineras, es contraria a una importante cantidad de normas legales ambientales venezolanas, incongruentemente ignoradas por el propio gobierno”.
Además, la creación del parque nacional fue rechazada por los indígenas de la cuenca, explica Estraño, pues no fueron consultados, violando el derecho de autodeterminación y creando una situación contradictoria con el derecho territorial que les asegura la Constitución.
“Este derecho no representa un derecho de propiedad tal como es entendido por las naciones occidentales”, dice Álvarez Iragorry, “es el derecho a vivir en un territorio de acuerdo a sus reglas y costumbres ancestrales, sin interferencia externa y tomando decisiones autónomas respecto a las actividades que se lleven a cabo allí”. Pero, a pesar de la normativa legal establecida por la Constitución de 1999 y por la Ley de Demarcación y Garantía del Hábitat y Tierras de los Pueblos Indígenas de 2001, los indígenas jamás han recibido el control de estos ni han visto la formalización de los territorios demarcados. “Los yekuana, sanema y hoti hicieron todos los trabajos para lograr la demarcación de sus territorios”, explica Estraño, “pero no hubo respuesta de las autoridades”.
En 2013 la Asociación Civil Afrodescendientes de Aripao nació para demarcar las tierras utilizadas por la comunidad. En 2016 solicitó formalmente la ocupación colectiva del territorio, basándose en el esquema tradicional del uso de tierras de la población. Además inició el proceso de titularización colectiva del bosque comunitario de Suapure, protegido por un Acuerdo de Conservación con la ONG Phynatura. Las autoridades no han respondido.
El retorno de la malaria
En los últimos años, la malaria también ha causado estragos en el área. “La deforestación ocasionada por la minería de oro a cielo abierto abre una especie de laguna donde se usa mercurio para poder amalgamar el oro”, dice María Eugenia Grillet, bióloga especializada en ecología de insectos e individuo de número de la Academia de Ciencias. “El minero está creando hábitats acuáticos para que los mosquitos vectores se reproduzcan”.
Así, en campamentos, conformados por un “rancho provisional de cuatro palos con bolsas de plástico, casi sin paredes y durmiendo con hamacas en plena selva”, dice Grillet, los mineros quedan expuestos a las picadas. De hecho, las investigaciones de la bióloga han arrojado que un incremento de la deforestación, para la explotación minera, favorece la malaria.
“Una disminución de área de bosque de 1.02 por ciento, que son miles de hectáreas, ha significado un incremento de la malaria de 746 por ciento”.
“Con el bosque que se ha perdido», dice la investigadora, «puedes establecer una relación inversa de aumento de la malaria”.
Además, el gobierno ha abandonado las políticas sanitarias mientras que personas de todo el país, forzadas por la crisis económica, se han establecido en el sur del Orinoco por la explotación minera. De allí, una vez que producían ganancias, volvían a sus tierras de origen: llevando al parásito de la malaria en su sangre. Por ello, “la malaria se ha mudado un poco más al norte porque el país no tiene una política de monitoreo y vigilancia”, dice Grillet. La OMS ubica más de la mitad de los casos de malaria del continente americano en Venezuela, que en 1961 había erradicado la enfermedad en su territorio.
Un crimen ambiental
“El 80 por ciento del agua potable de Venezuela está al sur del Orinoco”, explica Álvarez Iragorry, “la destrucción de la cuenca del Caura es un crimen ambiental que afectará la calidad de vida y potencial de desarrollo de toda la región”. El Caura desemboca en el Orinoco, llevando los sedimentos y metales pesados hacia el Mar Caribe y su islas. “Esto significa el envenenamiento por mercurio de peces que son consumidos por poblaciones ribereñas y caribeñas”, dice, “y también de otras más alejadas, que consumen peces a través del comercio”.
Para Blanco Dávila, un futuro minero no es viable: “toda minería es destructiva en todos los aspectos, no existe la minería ecológica».
“Son dos términos que no pueden estar juntos, eso es imposible”. Además, considera que se necesitará mucha voluntad, autoridad y valentía para acabar el problema: “se mueve tanta mafia, dinero y cosas allí que es bastante difícil erradicar eso: pero sí se puede”.
“El futuro del Caura está en un turismo controlado, responsable, ético y que vaya de la mano de las comunidades locales, empresarios y el gobierno”, afirma, “una relación simbiótica”.