Luego de una década monitoreando a las poblaciones restantes de sapitos rayados del centro (Atelopus cruciger), el equipo del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC) detuvo su proyecto en 2015. El financiamiento externo se había acabado y la inseguridad en el municipio Mario Briceño Iragorry, en Aragua, era demasiada para hacer trabajo de campo.
Pero hasta entonces, los científicos habían podido determinar que estos batracios, que habían tenido una amplísima distribución de Bejuma (Carabobo) hasta Cerro Azul (Cojedes), ya solo quedaban en tres santuarios: en Guatopo, Cata y Cuyagua, de donde el IVIC ahora se replegaba.
Hasta los años ochenta existieron diez especies endémicas del género Atelopus en Venezuela. Hoy, Atelopus cruciger es la única restante.
Esparcidos entre la Cordillera de los Andes y la Cordillera de la Costa, los sapitos arlequines eran tan abundantes que en los años setenta era común ver decenas de ranitas amarillas de La Carbonera (Atelopus carbonerensis) aplastadas y secas en la carretera entre Mérida y La Azulita. Luego, se desvanecieron. Para 1991, no se logró localizar ni un solo ejemplar de la especie, situación que se repetía con las demás Atelopus.
¿Por qué quedaban tan solo algunas poblaciones de Atelopus cruciger redescubiertas en los 2000 y apenas había una hembra solitaria del sapito arlequín de Mucubají (Atelopus mucubajiensis) para 2004? ¿Qué había arrasado de golpe con las especies venezolanas de sapitos arlequines ?
Lo mismo que había pasado en todos los países de América donde las ranas morían en masa: una enfermedad causada por el hongo quítrido o Bd (Batrachochytium dendrobatidis), la quitridiomicosis, parecía haber surgido de la nada.
Por culpa de la guerra de Corea
La peste del hongo quítrido no es única de Venezuela: el planeta se está quedando sin anfibios. El Bd ya se ha esparcido por las tierras altas de América del Sur y América Central. Ha devastado poblaciones enteras en Costa Rica y Panamá y el Caribe. Se ha detectado en Italia, Suiza, España y Francia e igualmente ha radiado en puntos dispares de Estados Unidos. De la costa este de Australia brincó a Nueva Zelanda y Tasmania. Especies tan comunes como la rana diurna del Monte Glorious (Taudactylus diurnus), alguna vez la más común en su región en Australia, han desaparecido por completo. Para desasosiego de los conservacionistas, la epidemia parece imparable.
Esta pérdida de biodiversidad es masiva; prácticamente todo herpetólogo trabajando en el campo ha visto la desaparición súbita de una especie en los últimos treinta años. Hoy, los anfibios —anteriores a los dinosaurios y entre las familias de seres vivos más antiguas— se consideran la clase de animal más amenazada del planeta: su actual tasa de extinción podría ser 40 y 45 mil veces más alta que la tasa de fondo, es decir la tasa promedio de extinción en una clase de animales durante tiempos geológicos ordinarios; en el caso de los anfibios, según estimaciones, una especie de anfibio debería extinguirse cada mil años. Un tercio de las especies de toda esta clase, 1.900 especies anfibias, podría desaparecer.
Aún más lamentable es que no parece haber cura para el Bd, que se mantiene vivo por mucho tiempo en el ambiente sin necesidad de un huésped. Además, el hongo logra movilizarse de forma autónoma como esporas en los cuerpos de agua dulce.
¿Cómo un hongo tan letal logró esparcirse de manera tan pronta en lugares tan disimiles del mundo? La respuesta está en el tráfico humano. Aunque previamente se pensaba que el hongo proliferó a través del transporte masivo de la rana de uñas africana (Xenopus laevis), un estudio del 2018 descubrió que el Bd proviene del este de Asia y se globalizó debido a los movimientos humanos masivos que sucedieron durante la guerra de Corea. Posteriormente, el hongo —que vivía armónicamente con las especies coreanas— continuó su avance debido al tráfico de anfibios para servir de mascotas y alimento.
Por ejemplo, se considera que el tráfico de la rana toro (Lithobates catesbeianus) de América del Norte —igualmente inmune al Bd y cosechada para el consumo de sus ancas— ha servido de importante transmisor del hongo. De hecho, varios biólogos han constatado la presencia de poblaciones invasivas de ranas toro en las zonas donde alguna vez vivieron los sapitos arlequines venezolanos.
La ruptura del equilibro
El futuro de los anfibios venezolanos no es muy luminoso. La presencia del hongo quítrido Bd se ha confirmado en la Cordillera de la Costa y en la Cordillera de los Andes pero no se ha comprobado en la meseta guayanesa, a pesar de reportes de mortandad anfibia masiva en el Auyantepui y en el macizo Chimantá en los ochenta.
Al menos 17 especies de anfibios venezolanos están infectadas con el Bd, según estudios de herpetólogos como Margarita Lampo y Celsa Señaris.
Este número contabiliza tanto especies inmunes como desaparecidas, pero no incluye en sus filas a especies diezmadas desde hace décadas que se sospechan víctimas de la quitridiomicosis, tales como la ranita de cristal del Ávila (Hyalinobatrachium guairarepanensis) o la ranita de lluvia de Caracas (Pristimantis bicumulus), aunque esto no se haya podido verificar por el desvanecimiento de sus poblaciones.
La única especie de Atelopus venezolana que queda parece tener un panorama desolador. Aunque el patógeno está presente en la población de sapitos rayados del centro, el alto nivel de reproducción y reemplazo de individuos en la especie crea un equilibrio que contrarresta la letalidad del hongo, pues este se contagia y muestra síntomas de forma mucho más lenta en tierras bajas y cálidas. Es decir, en las actuales condiciones de equilibro en ese caso específico, nacen más sapitos que los que el hongo logra matar.
Sin embargo, debido al cambio climático, la intensificación de la sequía —que es cuando los sapitos rayados del centro se reproducen— puede resultar en un aumento poblacional que permitiría mayor trasmisión del Bd, creando así nuevas epidemias que serían catastróficas para la especie. Con más sequía, habrá más individuos contaminados con el hongo, una masa crítica que puede incrementar la capacidad de la enfermedad para extenderse.
Para oscurecer más el panorama, un estudio del 2018 comprobó la hibridización del Bd con hongos locales de Brasil y África, con lo que surgieron nuevas variantes que podrían significar una devastación anfibia global.
Investigando a contracorriente
A pesar de la fragilidad de la especie y la reducción súbita de su distribución, Venezuela no tiene especímenes del sapito rayado del centro en cautiverio, mientras que Ecuador y Panamá han establecido laboratorios desinfectados para proteger sus especies restantes de Atelopus y otros géneros afectados por el Bd.
Hace una década, cuando ningún país criaba especímenes de Atelopus en cautiverio, un equipo conformado por el IVIC y la Fundación La Salle (financiado por Conservación Internacional) solicitó permiso al Estado para hacerlo con esta especie, legalmente protegida, pero se rechazaron todas las solicitudes.
Luego, debido el deterioro del país, las organizaciones que conformaban el equipo de monitoreo y preservación se debilitaron: Conservación Internacional —que tenía su sede latinoamericana en Caracas— se retiró del país, como muchas ONG extranjeras, y la Fundación La Salle se vio forzada a reducir su programa hasta casi cerrarlo. Pero la herpetóloga Celsa Señaris, quien dejó la Fundación La Salle para incorporarse al IVIC, continuó el proyecto junto con Margarita Lampo, miembro de la Academia de Ciencias y científico del Instituto. Para seguir monitoreando las poblaciones de Atelopus cruciger, el IVIC logró financiamiento de algunas ONG en el exterior, como el Mohamed bin Zayed Species Conservation Fund.
La implosión económica arrastró consigo de todas formas al laboratorio del IVIC, el único de Venezuela capaz de diagnosticar la quitridiomicosis. Desde hace un año y medio, Margarita Lampo no puede hacer diagnósticos y reportarlos al Ministerio del Poder Popular para Ecosocialismo (previamente para el Ambiente) por la escasez de los reactivos necesarios.
En Mérida, el centro de conservación Rescate de Especies Venezolanas de Anfibios (REVA), dirigido por el herpetólogo Enrique La Marca, llevaba un programa de cría en cautiverio de varias especies endémicas de ranas amenazadas y había logrado la reproducción exitosa de la ranita de Mucuchíes (Aromobates zippeli). Tenía protocolos de bioseguridad para erradicar el Bd en individuos traídos del campo. Pero con el apagón general de marzo, los científicos se vieron imposibilitados de mantener las temperaturas adecuadas para estos anfibios. Rociaban con agua las paredes y los terrarios, pero no pudieron evitar que murieran individuos juveniles de cuatro especies – la ranita de Mucuchíes, la ranita de La Culata (Aromobates duranti), la ranita del Teleférico (Pristimantis telefericus) y la rana verde del bosque nublado (Hyloscirtus platydactylus). La especie más afectada fue la ranita de Mucuchíes. El único individuo juvenil de la ranita de La Culata murió y los adultos no han logrado reproducirse en cautiverio. REVA planea adquirir un generador ante los constantes cortes eléctricos.
De todos modos, los herpetólogos siguen esforzándose. El Centro de Conservación Andino de Reptiles y Anfibios de Venezuela – también encabezado por La Marca y financiado por el programa internacional Amphibian Ark – logró exitosamente la cría en cautiverio y reproducción de la ranita acollarada de Mérida (Mannophryne collaris), afectada por el Bd. En 2016, el Centro logró reintroducirla en el Jardín Botánico de Mérida, un espacio urbano y protegido.
A 15 años de la última evaluación oficial, Lampo y Señaris están reevaluando el estatus de conservación de las especies anfibias venezolanas para la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN), organización que clasifica oficialmente a las especies como extintas o amenazadas. Aunque ya van cuatro años desde el final del proyecto de monitoreo metódico, un equipo del IVIC constató en 2018 que los tres santuarios de Atelopus no habían sufrido cambios negativos en la población.
Como quiera que sea, estos animales están amenazados por una crisis en la que se evaporan los recursos necesarios para su conservación, por un Estado que solo pone obstáculos y veta la cría en cautiverio de especies críticamente amenazadas, protegidas por la ley nacional, y por la posibilidad de nuevos brotes epidémicos que pueden ser catastróficos.
En esta hecatombe política y ambiental, el Bd acecha desde los jardines de la cotidianidad: en Caracas el IVIC ha registrado el patógeno en las ranas del género Mannophryne que habitan en el área entre La Trinidad y el Volcán.
En cuanto a nuestros coquís (Eleutherodactylus sp.), las ranitas cuyo canto nocturno es tan conocido por los habitantes de Caracas, el IVIC no ha podido hacer los diagnósticos necesarios todavía. Pero por desgracia la bióloga Patricia Burrowes ya detectó el Bd en las poblaciones de coquís de Puerto Rico, por lo que existe la posibilidad de que el hongo esté presente en esta especie caraqueña. Así, quizás llegué el día que nos quedemos sin su sinfonía, en día en que ya no canten las ranitas de Venezuela.