Hace unos ochenta años, en Tovar, en el norte cálido del estado venezolano de Mérida, un infante esperaba a que su madre se ausentara para vestirse con su ropa, maquillarse y mirarse al espejo. Se llamaba Esdras, como el escriba hebreo, como el poeta Pound, y tenía una larga batalla por delante, que libraría sobre todo por dentro y en su propio cuerpo.
El 18 de noviembre de 2004, mientras los medios se reventaban hablando de la bomba que mató al fiscal favorito de Chávez, sucumbió ante un cáncer de garganta, en una clínica de Sabana Grande, la escritora Esdras Parra. Había leído y dibujado mucho, había escrito muchas cosas, pero fue poco lo que alcanzó a publicar. Con su amigo José Napoleón Oropeza dejó más de 300 dibujos y dos poemarios inéditos: Cada noche su camino, escrito entre 1996 y 1997, y El extremado amor, que había empezado en Londres a finales de los setenta. Hoy, con el apoyo de la ONG Unión Afirmativa, esos dos libros son publicados por la Fundación La Poeteca en su Colección Memorial, donde también aparecieron Los daños colaterales de Harry Almela y Gramática del alucinado de Hesnor Rivera.
Cada noche su camino (1996-1997) es la meditación de una voz que siente cerca el final de su vida y recorre un paisaje simbólico de una tierra barrida por el viento. Parece haber hecho las cuentas y las paces, ha dado un lugar al sufrimiento y a la memoria, y se encuentra en este punto del camino con las manos ocupadas por solo las cosas esenciales. “En mi largo camino a ciegas / sólo encontré estas piedras que venían del mar”, dice el primer verso. Y más adelante:
nunca pensé en la polvareda antes de morir
en el cielo fluctuante
ni en el verano, en cuyo seno late el corazón de la ortiga.
Ese día se ha reducido a escombros
el tiempo se pone de pie.
El extremado amor (2002-2003) es un diálogo con alguien que no está ahí, enfrente, sino dentro, una discusión sobre el pasado que no está hecha de reclamos ni de historias, sino de preguntas que no parecen esperar respuesta:
Si alguien me pregunta cómo despertar a la esperanza
cómo hallar la hierba sin dar un paso atrás
cómo silenciar tanto recuerdo y no enrojecer ante la
magnificencia de las constelaciones, yo respondería
que aún no sentimos el dolor de este reino perdido.
Son libros que hablan de la derrota, pero son un logro. Y que hablan de la tristeza, pero no son tristes.
Entre los epílogos, así en plural, de esta edición, está el testimonio que le dio Parra a Petruvska Simme para su libro Por qué escriben los escritores, y un texto de José Napoleón Oropeza. Como su albacea literario, Oropeza escogió el título de esta edición, Lo que trae el relámpago, pensando en un título que Esdras hubiera aprobado. También está una entrevista que le hizo José Pulido en 2001, donde uno aprende que Esdras había estado publicando narrativa desde joven y escribiendo poesía desde los veinte años. Ese suelo secreto, su libro más celebrado, se publicó primero en 1987, luego ganó la segunda edición de la Bienal de Literatura Mariano Picón Salas, y lo publicó Monte Ávila en 1995. “Solitaria ante la página en blanco”, escribió ese maestro de la entrevista que es Pulido, “y multitudinaria al mirar por la ventana, como todas las personas que se asoman para ver si escampó”.
Un mundo muy propio
Cuando Esdras Parra llevaba sus artículos a la antigua sede de El Nacional en el centro de Caracas, a finales de los noventa y principios de los 2000, había un aura de misterio, de desacomodo incluso, alrededor de ella. Menuda y trigueña, vestida como cualquier mujer de su edad y de cabello plateado, no parecía querer llamar la atención de ninguna manera, pero venía alguien y susurraba “esa es Esdras Parra”.
Lo que cuentan quienes la trataron más es que usaba una cortesía elaborada, como de otra época, con las mujeres. Te sacaba la silla. Te besaba las manos. Lo que te contaban los que no necesariamente la habían tratado mucho es que un día, muchos años atrás, Esdras Parra pasó unos años en Londres.
“Cuando se fue era un hombre, y cuando volvió era una mujer”. Detrás de la frase sentías al prejuicio respirar como un espía detrás de una puerta entreabierta.
Ese nombre que podía ser de cualquier género, y que de hecho ella no trató de cambiar luego de su transición, era algo familiar para quienes habíamos mirado de lejos a lo que entonces llamábamos “el estamento cultural” leyendo la Revista Nacional de Cultura, Imagen o Papel Literario. Escribió mucha crítica literaria y cinematográfica y fue una artista prolífica, pero lo que más se veía era su labor con la obra de los demás, como lectora profesional en Monte Ávila Editores y como editora en Imagen.
“Recuerdo de ella su intensidad en cuanto al trabajo”, cuenta Maribel Espinoza, quien trabajó mucho con ella como correctora en Imagen cuando Esdras era jefa de redacción de la revista. “Estaba disponible siempre para lo que se estaba haciendo, era particularmente dedicada. Me llamaba la atención su seguimiento al detalle”. A veces Espinoza debía acudir con las pruebas de la edición al apartamento de Parra, en la primera avenida de Los Palos Grandes. Vivía sola, entre libros. “Tenía su mundo muy propio. Me parecía que Esdras Parra era una persona con muchísimo valor”, dice Espinoza. Un valor que Esdras sintió reconocido cuando recibió el premio de la bienal de literatura Mariano Picón Salas, en Mérida.
Esdras Parra nunca fue una autora best seller —casi ningún poeta lo es— pero se tomó muy en serio su trabajo como creadora y como editora. Sin embargo, con el tiempo la discreta atención que podía recibir su obra fue desplazada más y más por la que había hacia su historia personal. Mientras su transexualidad se trataba en los pasillos de los medios y las instituciones culturales, lo que se decía sobre aquel viaje a Londres se convirtió en el tema de varias otras historias, escritas tras la muerte de su protagonista.
Una mentira en Londres
La transición sexual de Esdras Parra ha sido punto de partida o al menos una anécdota relacionada con algún personaje en un monólogo de Javier Vidal, una pieza de teatro de Edgar Moreno Uribe y una novela de Francisco Rivera. El argentino Pablo Ramos ha contado que estaba escribiendo una novela, al parecer inédita, sobre Parra. Pero el caso más conocido es Al pie del Támesis, la pieza teatral de Mario Vargas Llosa que se estrenó en Lima en 2008. En ella, dos amigos de adolescencia —personajes vinculados al mundo de su libro Los cachorros— se reencuentran al cabo de muchos años en Londres; habían sido dos muchachos en el barrio de Miraflores y ahora eran un hombre y una mujer.
Tratándose de Vargas Llosa hubo mucha atención al estreno. La prensa decía que esa pieza le había llevado cinco años de reescritura. Pocos meses después, el GA80 montó Al pie del Támesis en Caracas para celebrar sus 25 años. Fue todo un acontecimiento ese montaje dirigido por Héctor Manrique y protagonizado por Carlota Sosa e Iván Tamayo, porque Vargas Llosa pasó por la ciudad para ir a verlo en el Trasnocho. Entonces se habló de lo complacido que había salido Vargas Llosa de la sala, de la mutua hostilidad entre el escritor y el hombre que entonces gobernaba Venezuela y de Esdras Parra. Y muchos se habrán enterado de quién era ella, pero por intermedio de la historia que había dado a Vargas Llosa la idea de la trama.
Esta historia se la había contado nada menos que el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, y decía así: una vez sonó el timbre de su casa en Londres y era Esdras Parra ya como mujer. Una sorpresa para Cabrera Infante, quien la había conocido antes como hombre y no sabía de su transición. Lo que el autor de Tres tristes tigres contaba también es que Esdras transicionó para conquistar a una mujer lesbiana de la que se había enamorado, y que no había servido de nada todo el proceso, porque al final esa mujer no quería a Esdras, independientemente del género que Esdras expresara.
El problema es que lo que contaba Cabrera Infante, que no solo llegó a Vargas Llosa sino a mucha otra gente en Venezuela, era mentira.
El vestido amarillo
“Yo no sé por qué Guillermo decía eso. Nunca llegué a reclamárselo, porque cuando volví a Londres ya él estaba muerto”. Esto lo dice —con la voz exasperada de quien lleva años luchando contra un infundio— José Napoleón Oropeza, quien no solo conoció al célebre escritor cubano, sino que vivió de cerca el proceso de transición de Esdras. “Cabrera Infante nunca quiso hablar con Esdras después de su transición. Ni ella lo buscó a él”.
Parra y Oropeza eran amigos desde mediados de los setenta. Parra había llegado muy joven desde Mérida —había nacido en Santa Cruz de Mora y crecido en Tovar— para estudiar Filosofía en la UCV, donde pronto hizo una amistad que duraría hasta la muerte con los poetas Alfredo Silva Estrada e Ida Gramcko. Luego conoció a Oropeza en Monte Ávila Editores, cuando ella leyó la novela con la que Oropeza había ganado el premio Guillermo Meneses. En 1978 Parra le informó a Oropeza que se iría a Londres. “Entonces le leí el tarot, poco antes de irse”, cuenta Oropeza por teléfono desde Valencia. “Vi en las cartas que en Londres ella viviría un cambio muy grande. Yo lo que sentía es que Esdras era homosexual y me imaginé que era eso lo que iba a terminar de asumir allá”. Justo antes del viaje Esdras le envió una carta a Oropeza en la que le advertía, “para que no te sientas turbado”, que cuando volvieran a verse en la capital británica lo recibiría como una mujer.
Porque en efecto Oropeza partió a Londres semanas después, para cursar su doctorado en el King’s College, y Esdras estaba esperándolo en el aeropuerto de Heathrow, con un vestido amarillo con flores grises que terminaría siendo como un símbolo de Esdras después de su muerte. “Cuando vine a Venezuela para pasar Navidad con mi familia en diciembre del 79”, cuenta José Napoleón, “Esdras me dio ese vestido para que se lo llevara a mi mamá como regalo. Ella no lo había usado más desde aquel día en que me recibió en Heathrow. En 2007, cuando murió mi mamá y mis hermanas la debían vestir para el velorio, escogieron ese vestido, que mi mamá había usado también solo una vez, un Día de la Madre. Con ese vestido de Esdras la enterramos”.
Cuando llegó el momento de la intervención quirúrgica de reasignación de sexo de Esdras en Londres, ahí estaba Jose Napoleón con su amiga en el hospital de Hammersmith. Cuando en los meses y años siguientes Esdras sufrió los ataques depresivos, ahí estaba José Napoleón para ella, junto con su familia. Esa amistad fue uno de los soportes de Esdras cuando regresó a Caracas en 1982, sin trabajo y ante el desconcierto o la maledicencia de los demás. Continuó durante los años siguientes, en Caracas o en Valencia, en casa de Oropeza o en el Ateneo, que este presidió por varios años y donde Esdras dio varios talleres.
En 2004, cuando el cáncer avanzaba, Esdras le pasó a su amigo los dibujos y los libros, para que los revisara como quisiera y los hiciera públicos cuando pudiera. Oropeza pudo verla en su cama de hospital, en sus últimos días. La batalla de Esdras para que los demás la vieran tal cual era continuaría por varios años tras su muerte: nadie quería publicar estos libros, hasta que llegó La Poeteca.
El hacha de seda
Esdras Parra escribía a máquina, en una Remington o una Olivetti que se trajo de Londres, y Oropeza pasó a computadora varios de sus libros. Durante más de tres décadas intercambiaron lecturas y manuscritos, y cada uno ayudaba al otro a editar cuidadosamente su trabajo, usando lo que Esdras llamaba “el hacha de seda”.
En la tercera parte (aún por publicar) de su libro sobre poesía venezolana, Oropeza dedica todo un capítulo a su amiga. “Su obra es única. No solo en su forma; su punto de vista es original y está en toda su poesía: la indefinición sexual, la escisión de su ser, tratado con una riqueza verbal que sugiere varias interpretaciones. Ella logró hablar de ese tema con gran maestría, como una corriente interna que transcurre como detrás de una gasa. Ahí está la soledad y el silencio de alguien que asumió una lucha existencial para mirarse al espejo y encontrar su ser andrógino”.
Pero su narrativa también contiene las claves de quién era Esdras Parra, y desde finales de los sesenta. “Hay un cuento en su libro Juego limpio donde está todo el drama, vertido de manera inconsciente: es ‘Por el norte el mar de las Antillas’ y ganó en los setenta el concurso de cuentos de LUZ. Es un cuento hermosísimo donde se asoma el drama de su soledad, su batalla cotidiana con la gente, incluso con los amigos, que eran muy pocos”.
Jamie Berrout tradujo ese relato al inglés, así como parte de su poesía. Y Esdras Parra sigue leyéndose. “Si te interesaba lo medio raro y underground, llegabas a Esdras”, cuenta el poeta Isadoro Saturno, por ejemplo. “Yo vi un libro de Esdras por primera vez en las manos de Domingo Michelli, que era un lector de esos que se metían debajo de las piedras. En ese momento no nos interesamos mucho, en parte porque no sabíamos que Esdras era trans. Mucho después me encargaron que buscara a alguien con quien me identificara en la poesía y yo quería a alguien LGBTQ. Nuestra literatura queer no está expresada de esa forma y eso dificultó que yo diera con alguien que realmente me gustara. Llamé a Violeta Rojo y ella fue la que me dijo que Esdras había sido una mujer trans”.
Tal vez Esdras hubiera podido definirse hoy como una persona no binaria, admite Isadoro, pero lo cierto es que ella no está para definirse según las categorías que hoy están disponibles. “Uno de sus poemas —el tercero en esta selección— es epígrafe de uno de mis libros (inédito), porque me parece casi un himno a la transición: ‘La piedra que nace de sí misma’ es un verso que me ha acompañado en mi propio proceso”.
Tal vez ahora Esdras Parra tendrá lectores más capaces de entender su obra y su vida. Ya no hay murmullos a su paso y hay más apertura hacia otros modos de vivir y de amar que en los tiempos que a ella le tocaron.
En estos dos libros de poemas ella dejó, sobre todo, preguntas, y ese aire interrogativo, el de alguien reacio a querer decirte lo que debes pensar, está también en su muy poética narrativa, como se siente en el sofisticado relato “Al norte el mar de las Antillas”. Como le dijo a Petruvska Simme en Por qué escriben los escritores: “Un escritor es, propiamente hablando, alguien que escribe libros, los publica y se preocupa por el efecto que puedan tener entre los lectores. Es un fenómeno bastante complejo, y la mayoría de los escritores, a la hora de sentarse a escribir, jamás se preguntan por qué lo hacen. Para mí la escritura de poemas o cuentos, la literatura, como el arte en general, es un enigma, un grandioso enigma, que creo cae dentro del misterio que es el ser humano”.