Hugo Pérez Hernáiz, Almanza
Lo del “teletrabajo” lo tengo yo bastante bien trabajado, hasta que me obligan. Entonces me entra una urgencia horrorosa por salir, aunque la puedo controlar como imagino hace la mayoría, leyendo, escribiendo, cocinando, viendo tele, etc. Pero a mi hijo Ignacio, de cinco años, sí que no se le da para nada lo del teletrabajo y lleva malísimo el encierro.
Afortunadamente en un pueblo de 200 habitantes, rodeado de robledales, en principio es más fácil llevar lo de la cuarentena que en una ciudad. Los parques del pueblo y los tres bares están cerrados, pero uno puede siempre escaparse con el niño al bosque. Sin embargo, la Guardia Civil ha sido estricta: a varios vecinos les han llamado la atención por estar paseando. Aquí el santo y seña con la Guardia es decir “voy a la huerta”, pero yo no tengo huerta y no vale de nada mentir porque el Guardia me conoce de sobra (del bar, claro). Entre mi portal y los primeros robles hay unos 100 metros de descampado por donde siempre puede pasar el todo terreno de mi amigo de la Guardia. Cruzar el descampado rapidito con mi hijo de la mano le añade emoción a la cosa. Una vez en el bosque, todo tranquilo, jugar a los exploradores, correr y comernos unas mandarinas. No compensa la falta de interacción con otros niños, pero por lo menos Ignacio corre y respira.
Además de sacar a pasear a Nacho, saco a pasear mi bolsa del mercado todas las mañanas. Medio pueblo hace lo mismo, usando las bolsas como banderas de tregua si pasa el carro de la Guardia. No he visto compras nerviosas. La gente se da cuenta de que reponen casi de inmediato y pierden un poco el miedo al desabastecimiento.
Las circunstancias favorecen una cuarentena un poco más relajada que en la ciudad, pero igual hay mucho temor. No es para menos: el promedio de edad en este pueblo sobrepasa los 65 años, un brote por estos lados sería un asunto muy serio. Pero hasta ahora, no hemos tenido ningún caso confirmado. En el abasto, por cierto, ayer oí a una vecina comentando que deberíamos aprovechar que por aquí casi todo el mundo tiene escopeta (yo no, ni huerto ni escopeta) y el cerco de la muralla medieval para parapetarnos estilo The Walking Dead. No estoy seguro de que lo dijera en broma.
Claudia Delgado, Barcelona
«Ese vale oro», me dijo un señor con cierta envidia al ver a Aristóbulo, mi caniche negro. Le respondí bromeando, y sin quebrantar nuestra distancia de seguridad de un metro, que si quería se lo podía alquilar para dar una vuelta.
El perro se ha convertido en nuestro salvoconducto para poder salir un rato. Eso sí, paseos cortos, sólo una persona y sin entretenernos con otros afortunados dueños. Al salir con Aristóbulo nos encontramos esta realidad conmovedora de calles desoladas más parecida a un 1 de enero que a la de una primavera que nadie disfruta. Las terrazas y bares al aire libre están clausurados, algo impensable en esta Barcelona de clima amable y hedonista. Solo las tiendas de alimentos y farmacias permanecen abiertas.
La prohibición de salir ha surtido efecto. Cada vez me cruzo con menos transeúntes y con los pocos con quienes coincido nos miramos con recelo. El miedo crece a la par de los contagios y de las recomendaciones de los grupos de WhatsApp.
Solo a las 8 de la noche vuelve momentáneamente la vida a través de los aplausos que religiosamente damos en agradecimiento al personal sanitario. La melodía de «Resistiré», lema de esta crisis, resuena en todos nosotros.
Ernesto Campo, Buenos Aires
A dos días de decretarse la cuarentena total, con cuatro muertes y más de 150 contagios, Buenos Aires se está debatiendo entre quedarse o no en casa. Minutos antes de que entrara en efecto, se viralizaron unas imágenes de Marcelo Tinelli, el conductor de TV más famoso de Argentina. Se subió a un avión privado para cumplir el aislamiento, a su manera, en su mansión patagónica a orillas de un lago. Se defendió diciendo que era la mejor alternativa para alguien que, como él, tiene hijos adolescentes y aseguró que hasta el gobernador de la provincia le dio permiso.
No fue el único. A cinco parejas las pescaron en un motel en el centro de la ciudad la mañana del primer día de confinamiento y en los noticieros no dejan de reseñar detenciones de personas que le dicen a la policía que no tienen que dar explicaciones de ninguna clase.
En mi barrio, el primer día de encerrona se cumplió casi a rajatabla. Escuché el ventilador de la vecina del cuarto piso y el aire acondicionado del tercero y hasta me enteré, de oído, de que hay niños en el edificio. Sus pataletas se alternaban con una grabación de los bomberos que, por megáfono, pide a los vecinos que se queden en casa y se laven las manos. La policía, en silencio, hacía rondas para desestimular la circulación. Hoy fui al supermercado y encontré a otras 20 personas en lo mismo. Me alivió que aun no hay escasez ni pánico. Por los altavoces pidieron un aplauso para los trabajadores y algunos clientes dejaron escapar unos silbidos. En la calle hay más tráfico que ayer, no solo ciclistas y motorizados de servicios de delivery, que no pueden darse el lujo de parar, sino vehículos particulares. En mis 30 minutos de libertad no me encontré a ningún policía y me quedó la duda de si llegaremos obedientemente al 1 de abril solo aferrándonos al autocontrol.
Gaby Álvarez, Brasilia
En esta ciudad sin esquinas ni plazas, huérfana de espacios que propicien un encuentro casual, la cuarentena —hasta este minuto, voluntaria— casi no se siente. Parece que Brasilia viviera la octavita de carnaval: colegios cerrados, canchas deportivas invadidas de caimaneras, pocos carros en la calle y esa sensación de que este 2020 no termina de arrancar, aunque hayamos acumulado material para un año. Brasil es famoso por reactivarse cuando todo lo que queda en las calles son restos de papelillo y serpentinas mugrientas que fueron parte de la alegría de los blocos de carnaval… y ese día llega en perfecta descoordinación en Rio, Brasilia o Recife. El gobernador del Distrito Federal —tercera ciudad con más casos— fue uno de los primeros en tomar medidas drásticas ante la amenaza del COVID-19 y más de uno vio en su maniobra un intento por boicotear la manifestación pro Bolsonaro convocada para el domingo 15. El cierre de todas las escuelas durante 5 días fue decretado por la Gobernación el 11. El 16 se extendió por 15 días más. Algunos dicen que esas puertas no volverán a abrirse en meses.
Curiosamente, de los 84 casos confirmados hace horas en la capital federal, 22 pertenecen a la comitiva que acompañó al presidente brasileño en su reciente visita a Estados Unidos. Ninguno guardó cuarentena voluntaria. Ni siquiera el presidente, que no aguanta una rueda de prensa completa con la mascarilla puesta. Mientras el Ministro de la Salud aconsejaba a todos quedarse tranquilitos en casa, el domingo Bolsonaro repartía abrazos a sus fans en las afueras de la residencia presidencial.
Esta semana ha sido un déjà vu para los venezolanos que vivimos en Brasilia. Hace dos semanas comencé a hacer compras semi-nerviosas para nutrir nuestra austera despensa. El primer ítem que fue a parar al carrito fue un paquete tamaño familiar de papel higiénico. Le siguieron enlatados, pasta, café, vino —por si la cosa se pone muy ruda— y galletas. Nadie en el súper parecía preocupado, pero los venezolanos venimos del futuro y tenemos el olfato muy fino para oler las crisis. Olivia me preguntó: «Mamá, ¿por qué estás comprando tanto hoy?», a pesar de que mi carrito parecía el de cualquier familia en fin de semana. Sin dejar que le respondiera, añadió: «Ah, sí, crees que van a faltar cosas en unos días». Hoy ya comienzan a verse anaqueles vacíos y a funcionarios empeñados en reponer la mercancía para tapar los huecos que empieza a dejar la ansiedad.
José Urriola, Ciudad de México
Mientras escribo estas líneas, afuera se respira calma. Como si lo peor aún no hubiera comenzado, pero se intuye. Como la fiera que apenas eriza los pelos del lomo, aplasta las orejas, se prepara para atacar. Hay dos discursos simultáneos confrontados: el de un gobierno que minimiza la tragedia, dice que la pandemia no es tal, manda a la gente a abrazarse; y el de un sector privado que toma medidas por su cuenta, suspende las clases, manda a los empleados a trabajar desde casa, pide a la población no salir a menos que sea estrictamente necesario. Es un pulso que, se quiera o no, acaba adquiriendo un matiz político: “El líder mesiánico dice que no es tan grave” versus “es que yo no me fío de tu amadísimo líder”.
Esta mañana tuve que salir a hacer unas compras en el supermercado. Encontré en la calle a la mitad de la gente que estaría por ahí a esa hora un día de semana común. Algunos con mascarillas y guantes, la mayoría como si nada pasara. El estante del papel higiénico estaba rabiosamente vacío. También el de los granos y el arroz. Cosa rara: nada de mantequilla. De resto estaba abastecido, diría que en un 60 ó 70%. Incluso había Harina Pan. En la caja, al pagar, nos cuidamos de guardar respetuosa distancia en la fila, así como de no hacer contacto al pasar la tarjeta. Hay un señor muy amable y sonriente al que siempre saludo con un estrechón de manos. Es el que ayuda a meter las cosas en la bolsa. Esta vez nos miramos y nos saludamos a la distancia. Como en un acuerdo tácito de “es que ahora no se puede”. Ese gesto contenido (o la ausencia de él, más bien) me hizo evidente que el mundo hoy era un planeta aún más extraño.
Raúl Stolk, Miami
Entre el barullo de lenguas extranjeras solo una palabra se distinguía: coronavirus. Un río de turistas quejosos caminaba por la pasarela de South Beach cerca de la playa en la calle 1 (ya el domingo a partir de la décima estaban cerradas), más tostados que los locales, sudados, tocándose unos a otros mientras se abrían paso entre el río de gente. Los más ruidosos, los gringos springbreakers: malhumorados porque Miami no está “delivering the goods”. Una decepción. Para quien lo viera desde la lejos es una imagen pavorosa. Ese poco de gente sobándose, tocando la misma manilla de la ducha por donde han pasado cientos de personas ese mismo día, y el virus saltando de uno a otro, para luego volver a sus estados y países de origen. San Morgan Freeman, sálvanos como hiciste en Outbreak.
Más allá de la irresponsabilidad de los turistas con el coronavirus, el mayamero real le tiene pánico es a la recesión. Ya con una semana de amenaza de social distancing a más de un negocio no le daban los números, y se empezaban a ver empleados de restaurantes pequeños haciendo malabares con un cartel en la US-1 ofreciendo cenas a $6.99 o dos arepas por $10. Nunca una buena señal.
Por donde vivo, a partir del lunes ya la gente está cumpliendo cuarentena autoimpuesta, los colegios cerraron, y los que pueden trabajan desde casa. Pero a golpe de 6 de la tarde la gente no aguanta más y sale a pasear el perro, trotar, o sacar a los niños en bici. Una vida que por aquí no se veía antes. La tensión parece de alguna película de Spielberg o algún blockbuster de desastre: niños jugando bajo un cielo púrpura tranquilamente, y uno mira hacia arriba esperando que en algún momento aparezca la nave nodriza de la invasión extraterrestre.
Ayer fuimos al automercado y encontramos una cantidad de anaqueles vacíos. Solo había una marca de leche y se acabó la Harina Pan. Sí, coño. Eso.
Sin embargo, en la parte de atrás de mi casa hay una mata de mango que empieza a llenarse. Qué no habría hecho Bruce Willis con una mata de mango en la parte de atrás de su casa.
Rossana Miranda, Milán
Después de mucha reflexión, dejé Roma para mudarme a Milán, europea, moderna, frenética, productiva. Pero la efervescencia que se sentía se deshizo en poco, demasiado poco tiempo. Como una botella de Coca-Cola sin gas, Milano se apagó. Y no me refiero sólo a las luces de sus oficinas.
Todo comenzó hace menos de un mes. Los primeros casos aislados en Italia fueron identificados rápidamente por las autoridades en Roma, una pareja de turistas chinos que había aterrizado en Malpensa, un aeropuerto cerca de Milán, y llegaron hasta la Ciudad Eterna entre autobús y trenes. Tuvieron que interrumpir el viaje por culpa de una fastidiosa fiebre, tos y malestar. Me acuerdo que pensé: “Menos mal que ya no estoy en Roma!”. Por aquellos días yo también tuve una “gripe” bastante fuerte de la que me curé afortunadamente sin problemas. Para el 17 de marzo, había 26.602 casos de coronavirus en Italia. Sólo en la Región Lombardia, donde está Milán, había 16.220 contagiados. Aquí han muerto 1.640 de las 2.503 personas que han perdido la vida por el virus en Italia. En las noches, cuando Protección Civil comunica el balance del día, se escuchan las ambulancias más fuertes y con más frecuencia. La muerte se siente, pesada, en el aire.
Inicialmente, las autoridades regionales había decidido cerrar escuelas y universidad para evitar una mayor difusión de la epidemia. Ahora el “toque de queda” está activo en todo el país. Quien sale a la calle por un motivo banal corre el riesgo de terminar en la cárcel. Cuando me asomo por la ventana, a ver las torres de City Life completamente apagadas, escucho diferentes melodías entrelazadas en el aire; un niño que toca el piano, otro la flauta. Los vecinos, a los que jamás había visto, gritan y se insultan cuando cae la noche. Están cansados del encierro, de la inactividad, como todos. Toda la ciudad, todos los que habitamos en ella, esperamos ser los mismos cuando la inercia se acabe, ojalá con la llegada de la primavera.
Cynthia Rodríguez, Montreal
Si una capa de hielo se derrite bajo el sol, pero nadie la ve, ¿se está derritiendo realmente? Perdonen, pero es que todo esto es muy loco. En esta época del año, la gente saldría a la calle a comprobar si el invierno ya dijo su última palabra (ayer nevó, por ejemplo). Pero hoy no hay casi nadie. No hay escuela, ni museos, ni bibliotecas. No hay cafés, ni restaurantes, aunque en algunos sitios te despachan un latte y un croissant por una ventanita. Hay carros. Menos que de costumbre para un miércoles (¿hoy es miércoles, no?). Poquísima gente a pie. Algunos con el rostro semi cubierto. Van abrigados y con morrales, y no puedes evitar sentirte un poco en una novela de J. G. Ballard. Es así como me he sentido estos días.
Algunos padres de niños pequeños, sin embargo, se resisten al mood postapocalíptico. Se entiende: tener niños es de optimistas. Pero se pasan. Llega un correo de un papá de la escuela, preocupado: “¿Cómo le explico a mi hijo que no se puede salir, si los amiguitos lo invita a jugar a la casa todos los días?”. Después te llegan a ti las invitaciones. Le dices a la gente que no, que “yo me quedo en casa” y te llaman fanático. Suspiras. Cómo explicarle a esta gente lo que es el caos absoluto, que uno conoce tan bien. No provoca.
Hago lo que considero es mi parte: me quedo en casa. Sigo trabajando como siempre, porque hace siglos trabajo a distancia. Con o sin hijos encerrados. También le leo cuentos a los niños por Instagram, para ayudar un poco a que nadie se termine de volver loco. Es que esto es de locos.
Montreal en cuarentena, al menos para mí, ha sido el descubrimiento de dos realidades: la de unas instituciones que intentan hacer lo posible por suavizar un despelote inevitable y la de una gente que no conoce la palabra despelote. No tienen ni idea, te digo.
Adalber Salas Hernández, Nueva York
Nunca pensé que dejaría de escuchar a Nueva York. Afirmo esto categóricamente, aceptando el peso de cada palabra: en ningún momento se me ocurrió que esta ciudad podría callarse. Sin embargo, allí está, al otro lado de mi pared, guardando un silencio inquietante. Quizá, me digo, se trata de su primera mudez. Porque, ¿cuántas veces habrá callado Nueva York desde su fundación? ¿Cuántos de nosotros llegamos a imaginar realmente que la celebrada ciudad que nunca duerme —y que lleva años acostándose temprano— se detendría así? Restaurantes y bares cerrados, recurrentes indicaciones sobre cómo todo tránsito no esencial debe evitarse, calles desconcertantemente vacías. No hay tráfico; su ronroneo obsesivo paró. Ni siquiera se dejan oír las antes omnipresentes ambulancias. Afuera sólo suenan los pájaros, que aprovechan la acústica inesperada para cantar. A toda hora los pájaros: de madrugada, de mañana, en plena tarde soleada, justo ahora mientras escribo esto.
Afuera, los pájaros; adentro, la tos. Es mi sexto día de aislamiento total: la tos apareció el lunes y no ha querido irse. No tengo muchos síntomas más, la fiebre no ha tocado la puerta todavía. Pero me han mandado a atrincherarme en casa. Imaginar a esta ciudad en cuarentena tiene algo de sinsentido. Pero este pareciera ser, precisamente, el efecto de la situación actual: nos está obligando a confrontar la inesperada fragilidad del mundo que habitamos, nuestra falta de preparación, lo pobremente diseñadas y lideradas que están nuestras instituciones. Sin embargo, quizá gracias a todo esto podamos aprender algo. No estaría mal.
Abro la ventana y saco la cabeza. Me da la brisa, el sol golpea mi frente como una piedra. Suenan los pájaros.
Pedro Graterol, Portland
Son días extraños en la ciudad de las rosas y las rarezas. Desde que comenzó la pandemia, se sabía que la llegada del virus era inminente. Solo este estado de Oregon tiene 65 casos reportados. Esto es mucho menos que Washington, nuestro estado vecino hacia el norte, que tiene 1.012 casos, o California, con 470. Sin embargo, las fronteras son muy porosas y el viaje entre los tres estados es muy común. Así que Oregon ha tomado medidas parecidas a nuestros vecinos. Las reuniones de más de 25 personas están suspendidas y las clases en escuelas públicas canceladas hasta el 28 de abril.
La vibra de la ciudad ha cambiado, las calles están mucho más vacías, al igual que los anaqueles de los supermercados. Las pocas personas que se ven son jóvenes, las personas mayores aparentan estar tomando el concepto de distanciamiento social más en serio. Hay muchas empresas pequeñas y la mayoría están cerradas, incluso la icónica ciudad de libros de Powell cerró sus puertas por los momentos. Mi universidad mudó las clases al ciberespacio y le dio la opción a los estudiantes de irse. Muchos con familia en Washington y California decidieron quedarse para no poner en riesgo a sus seres queridos. Todavía no ha caído la parte más fuerte de esta tormenta.
Jefferson Díaz, Quito
Nunca he creído en la trama de las películas postapocalípticas —quizás porque no me gusta pensar en la idea de nuestra extinción— y hasta donde sé no estamos en una. Pero, viéndolo bien, los protagonistas de esas historias no saben que están en plan de supervivencia hasta que están matando zombies, saqueando supermercados y amarrándose escopetas en la espalda.
Desde el lunes 16 de marzo, Quito vive en cuarentena. Sólo en la provincia de Pichincha, donde se encuentra la capital, hay ocho casos confirmados el miércoles 18 de marzo. Quizás, para cuando me leas, sean más. Y más la angustia del confinamiento.
Ayer, bajé por una hora a comprar algo de comida. Mientras caminaba, a paso rápido, tratando de que el toque de queda que empezaba a las 9 PM no me agarrara desprevenido, vi como muchas personas seguían con sus vidas. Los pequeños mercados locales abiertos y recibiendo mercancía. Una pareja paseando a su perro, y un taxista haciendo rondas para ver si conseguía alguna carrera. Y no es porque la mascarilla que llevaba puesta me empañaba los lentes, pude ver con claridad cómo las personas deben sortear la pandemia para no morir por algo peor. De hambre, por ejemplo. El comercio informal en Quito subió en los últimos dos años. En el centro de la ciudad, donde vivo, puedes ver vendedores de frutas, vegetales, cobijas, juguetes, dulces y todo aquello que puedan montarse en la espada o llevar en las manos. Si estas personas no trabajan, ¿cómo sobreviven?
No había enlatados, carne, pollo o pasta en el supermercado. Tampoco había pañales de la talla de mis hijos, y los cajeros estaban rebosados ante tanta gente comprando lo que podía, sin respetar la prohibición de aglomerarse y mucho menos la recomendación de usar tapabocas. Regresé a mi casa sin los pañales, preocupado porque como los que venden manzanas o tapabocas, yo también dependo de trabajos a destajo.
Anny Cauz, Santa Cruz de Tenerife
Desde mi ventana —como la canción de Karina— se ve lo que yo llamo el pesebre: las montañas como de papel verde-marrón, las casitas como de cartón, los caminitos. De noche, también con luces y con los aplausos a las 19:00 horas, homenaje a todos los trabajadores de la salud. El trastocamiento se está sintiendo cada vez más, y aunque no me encuentre en el centro de Santa Cruz ni o en el sur (donde hubo el primer caso de coronavirus, en Carnaval), el vacío estremece hasta la médula. Porque Canarias es turismo puro y los casos crecen de 20 a 25 por día en todas las islas; una multiplicación que aterra.
Mi confinamiento transcurre con una agenda que venía preparando hace tiempo: leer, revisar correos, enviar emails, liberar espacio de mis móviles, actualizar mi página de Facebook “La música que me gusta a mí”, hablar con mis amigos, dormir, ser la chef del piso, hacer yoga por la noche, y Netflix cuando el sueño se va y me invaden pensamientos tipo The Day After. Santa Cruz vive el momento más silencioso de la noche hasta el próximo carnaval, porque Semana Santa no hay, ni romerías, Festival de Jazz o ferias del vino. Hay algo que estoy disfrutando, y es volver a escuchar los pajaritos cantar todo el día. El silencio es su mejor escenario.
Sabuat Urbina, Sao Paulo
Hace un par de días que estoy trabajando desde casa, más por medida preventiva que por opción. De pronto, un apartamento de 25 m² es mi nuevo refugio.
La ciudad no está en cuarentena, pero cada uno de nosotros se ha ido guardando, escondiendo, como si el miedo nos lanzara dentro de casa sin poder hacer nada. Cada cierto tiempo me asomo al balcón, que hoy más que nunca agradezco tener: se ha convertido en ojo mágico para ver como las calles se van escurriendo. Vi lo que parecían ser dos amigas hablando mientras recorrían la calle desierta, respetando un espacio más que personal entre ellas. Hasta los carros van andando con cierto recelo, como si se estuvieran cuidando de mantener el espacio mínimo de distancia recomendado.
No sé si sigo reconociendo Sao Paulo de la misma manera. Mi nueva ciudad ahora parece mi nueva cárcel, mi nuevo temor.
Raquel Ludwig, Tel Aviv
“No andes saliendo”, me dijo mi madre, al otro lado del teléfono. Había escuchado hace apenas minutos el anuncio del primer ministro, Benjamín Netanyahu, de que todos los lugares de entretenimiento debían cerrar. A eso le siguió la prohibición en todo el país de las reuniones de más de 10 personas. Pero los tel avivi son tercos; reporta la prensa que es una de las ciudades de Israel donde menos se han cumplido las medidas. Hay gente yendo a los parques “por los niños”, argumentan, y siempre “manteniendo la distancia entre nosotros”.
Sin embargo, cualquier vistazo a la ciudad revela que su pulso bajó. El centro Azrieli, símbolo de poder económico de la urbe, no tiene el mismo tráfico que los días previos a la pandemia. De la valla interactiva publicitaria que adorna su entrada emana más luz que de todos los carros a su alrededor. Los medios muestran videos captados con drones de íconos como la plaza Rabin totalmente vacíos y hay una controversia sobre la propuesta del gobierno de utilizar los datos sobre los celulares de quienes contrajeron el virus para saber con quiénes se han encontrado e identificar a potenciales portadores. Lo único cierto es que la epidemia no cesará pronto y la vida en cuarentena tampoco.
Valentina Ruiz Leotaud, Vancouver
El sábado, cuando salí del tercer automercado, me sentí en el apocalipsis zombi. Después de haber visto letreros en los anaqueles que decían que no había papel higiénico, gel antibacterial ni mascarillas quirúrgicas; después de no haber encontrado pasta, granos, ni mucho menos carne o pollo; después de haber contemplado a un hombre llevándose todas las botellas de vinagre disponibles, salí, tomé la autopista y, por unos 10 minutos, no apareció ni un solo carro. Cuando por fin empezaron a aparecer otros conductores, era como si estuvieran practicando social distancing vehicular.
Y es que hay que ver que la frase nos la han machacado una y otra vez desde hace una semana. En las ruedas de prensa de las autoridades provinciales, en los emails del trabajo, en las redes sociales el mensaje es el mismo: “Aléjese o, mejor aún, quédese en su casa”.
Salvo quienes hacen compras nerviosas a diario con mascarillas que sabrá Dios de dónde sacan, la mayoría ha optado por hacerse la vista gorda de los días soleados, el cielo azul y los cerezos en flor que nos está regalando Vancouver, y está cumpliendo con el aislamiento voluntario.
Pero el sentimiento general no es el de cumplir una orden obligado. Al contrario, es el de poner en práctica ese sentido de comunidad que caracteriza a la otrora ciudad hippie del oeste de Canadá y que indica que si yo me cuido, te cuido a ti, vecino, barista, amigo, colega, peluquero, abuelo o hijo. Ese sentido que también indica que, mientras mantengamos el apoyo mutuo, será más fácil enfrentar esto.