—Mija, ¿cómo estás? ¿Estás bien?
—Sí, mamá. Estoy bien. No te preocupes.
—¿Segura? No sé, yo siento que no estás bien.
—¡Ah, pues! Claro que estoy bien, mamá.
Karina miente. Está acostada sobre el colchón dándole pecho a su bebé de dos meses, mientras habla por teléfono; su mamá está en Venezuela, Karina (que es un nombre falso para proteger su identidad) está en Ecuador. No quiere que la voz se le quiebre y que su mamá se entere de que estuvo llorando. Lleva dos semanas comiendo arroz con lentejas y el paquete de pañales que le queda no durará más de dos días.
Quito está en cuarentena por el Covid-19 desde hace 54 días. Es finales de abril y ya todos saben que no deben salir de sus casas después de las dos de la tarde, que para comprar en los mercados municipales se debe entrar el día que corresponda al último dígito de cédula y que solo queda esperar: sobrevivir.
Está desesperada, la situación con el papá de su niño es muy tensa: él quiere echarla de donde vive en la capital ecuatoriana y quedarse con el niño. Él la ha golpeado, y con apoyo de su familia, la amenaza con llamar a migración para que se la lleven por ser una “veneca asquerosa”.
—Estoy bien, mamá —vuelve a repetir. Pero sabe que allá en Turén, Portuguesa, su mamá no está convencida.
Hace dos años Karina decidió emigrar a Ecuador con la certeza de que aquí conseguiría un trabajo como promotora en un concesionario de autos. Una amiga que vivía aquí desde hace más tiempo le dijo que la recibiría. Que todo iría muy bien.
Cuando llegó consiguió el trabajo que le prometieron, arrendó el anexo en la casa de una pareja de ancianos que la trataron como una nieta y comenzó a ahorrar para enviarle dinero a su mamá y a su hija mayor. Luego, conoció al papá del niño. Una relación que bloqueó parte de su futuro.
Quedó embarazada y este hombre le prometió que la ayudaría. Que no debía trabajar porque él tenía un buen negocio. Que su mujer no tenía por qué salir a la calle para pasar trabajo. Que como el papá del bebé en camino, era su obligación convertirse en el único proveedor.
La protección de la tribu
Tres días después de que habló con su mamá pasó lo inevitable: el papá de su niño llegó al pequeño departamento donde vivía al norte de la ciudad y discutió con ella. Pensó que dejarlo entrar para que viera al niño no era un peligro. Se equivocó. Él tomó al niño y se lo quería llevar por la fuerza a casa de su mamá.
—¡Al niño no te lo llevas! ¡Es mi hijo! ¡Suéltalo! ¡Le estás haciendo daño! —gritaba mientras bajaban por las escaleras. En un parque cercano, unos venezolanos que llevaban una semana pernoctando ahí para seguir su camino, a pie, hasta la frontera norte de Ecuador con Colombia con la intención de llegar a Venezuela, escucharon el alboroto y reconocieron el acento.
—¿Qué pasa, mami? ¿Qué te está haciendo este tipo?
Al verse rodeado, el papá del bebé bajó la guardia y se lo devolvió. Ella lloró, con el pequeño llorando en sus brazos. Estaba muy alterado, no quería pegarse a la teta y estaba rojo del susto. Uno de los vecinos llamó a la policía, que llegó a los 20 minutos. Se tomaron testimonios, se llenaron formas y se miró el reloj de manera constante: los funcionarios estaban apurados. Pronto comenzaría el toque de queda.
Karina lloraba preguntando dónde se quedaría ahora, con el niño. ¿En la calle? ¿En un albergue? ¿Qué comería? Ese día tenía mucha hambre. Tanta que los policías le brindaron un refresco para que no se desmayara.
—¿Tienes dónde quedarte? Te llevamos.
Ella pensó en la única amiga que le quedaba en Ecuador. En el salvavidas de la amistad. Y luego de que el teléfono repicó un par de veces, una voz familiar le dijo “¡Vente con el niño! Yo te recibo”.
Un aguacero de llamadas de auxilio
Desde que comenzó la cuarentena en Ecuador, el 17 de marzo, la migración venezolana en este país ve que sus problemas aumentan: según el Ministerio de Gobierno, para finales de enero somos 400.000 en la Mitad del Mundo, y de esa cantidad, un 89 % no tiene empleo fijo.
Viven al día, del comercio informal, y con el toque de queda no pueden salir a vender sus productos o conseguir empleos que paguen por jornada diaria. Eso impulsó que muchos no logren pagar sus alquileres, comprar suficientes alimentos ni pagar servicios básicos.
Andrew Castro, presidente de la Fundación Mueve, en Guayaquil, tuvo que cambiar de teléfono. El anterior se guindó de tal manera por los más de mil mensajes que recibió por WhatsApp que no volvió a prender.
—La mayoría de los mensajes que me llegaron son de venezolanos que me están pidiendo comida, trabajo y una solución para que no los corran de sus arriendos —dice—. Es una situación desesperante.
El presidente Lenín Moreno envió a la Asamblea Nacional a finales de abril un proyecto de Ley Humanitaria, que entre otras cosas prevé mecanismos para que arrendadores y arrendatarios lleguen a acuerdos para que no ocurran desalojos arbitrarios. Pero mientras no haya un panorama claro, los dueños de los inmuebles tienen la potestad de hacer lo que quieran sobre su propiedad.
Karina se quedó en casa de su amiga por dos días. Un apartamento amplio en el centro de Quito, un lugar seguro donde pudo hablar de nuevo con su mamá y contarle lo que en verdad estaba pasando: estaba sola, con su bebé, sin trabajo y con ganas de regresar a Venezuela.
—¡Vente, mija! ¡Vente! Nunca debiste haberte ido. Aquí estoy yo y tus hermanos. Aquí está tu familia. Aquí está la gente que te quiere y juntos saldremos de esto.
Ella lloró, le pidió la bendición a su mamá y le dijo que así fuera caminando se regresaría. En los últimos días, por redes sociales leyó el caso de varios venezolanos que se estaban organizando en varios grupos para irse a pie hasta Venezuela. También recordó lo que le dijo alguien del grupo que la ayudó cuando salió corriendo de las garras del papá de su bebé: “Mami, esto no es vida. Es mejor pasar roncha en nuestro país que en el extranjero”, le dijo uno de ellos antes de que ella se subiera a la patrulla que la llevó a casa de su amiga.
Los consulados de Venezuela en Quito y Guayaquil tienen una lista con más de 5.000 personas que se anotaron durante la cuarentena para que las regresen a Venezuela en el plan Vuelta a la Patria. Ella miró con nostalgia, y un poco de envidia, cómo el jueves 7 de mayo salió el primer vuelo de Conviasa desde el aeropuerto internacional Mariscal Sucre hacia Barquisimeto.
“Aquí estamos, gloria a Dios. Esperando que vengan unos autobuses para llevarnos al aeropuerto. Nos regresamos a Venezuela”, se oye decir a Uriel Molina en un video que grabó en las afueras del consulado de Venezuela en Quito. Uriel salió caminando desde Lima el 17 de abril y el 30 llegó a Quito, donde logró un puesto en el primer avión Vuelta a la Patria de esta cuarentena.
Correr hacia Turén
—Karina, nuestro casero no se puede enterar de que estás aquí porque ya le debemos un mes de alquiler —le dijo su amiga al segundo día en su casa— . Vamos a hacer todo lo posible por conseguirte un lugar seguro, donde ese hombre no pueda encontrarte y estés bien con tu bebé.
La Organización Internacional de Migraciones (OIM) en Ecuador le ofreció un cupo en un hostal en el centro norte de Quito donde alquilan varias habitaciones para migrantes. Karina respiró porque desde los organismos internacionales, al menos ella había escuchado, se estaba trabajando por los migrantes venezolanos. No la dejarían sola.
Cuando llegó al hostal se encontró con la dueña, una joven quiteña, que le dio las reglas del lugar y le dijo que “aquí estarás bien”. Pero a los dos días de estar ahí se encontró con que otras tres familias venezolanas, desalojadas de sus arriendos, no cumplían con las normas y peleaban constantemente entre ellos.
—Mamá, no dejan de fumar en todos lados. El niño está malito por ese humo. Además, anoche uno de ellos le pegó a su pareja. Ya yo no quiero saber más de hombres que pegan.
—¡Mija, vente! ¡Vente de una vez!
—No puedo, mamá. ¿Cómo voy a salir caminando con el niño por ahí? Estamos en toque de queda y las fronteras están cerradas.
—Pero hay personas que están cruzando por trochas, mija. Cualquier lugar es mejor que ahí, donde te puede pasar cualquier cosa y no te podemos ayudar.
—Tranquila, mamá. Estaré bien.
La OIM tuvo que intervenir en el hostal y sacarla de ahí. La llevaron a un nuevo albergue, esta vez un lugar para víctimas de violencia de género, donde tiene que pagar 25 centavos de dólar para obtener 10 minutos de Internet y poder hablar con su mamá. Ahí le dijeron que debe cumplir cuarentena porque vino del exterior y le aseguraron que le darán tres comidas diarias.
—Mamá, la señora que atiende acá es muy amable. Le dice al niño “gordito”. Estaré bien, mamá. Cuando pueda salir de Ecuador, me iré corriendo a Turén.
Karina no será la única. Al menos 90 venezolanos están represados en el puente internacional de Rumichaca, que comunica a Ecuador con Colombia. Están esperando que abran la frontera, durmiendo a la intemperie y a merced de mafias que les piden entre 20 y 50 dólares para pasarlos al territorio colombiano por caminos clandestinos.
En el nuevo albergue de Karina, hay 50 venezolanos que miran las noticias todos los días y cuentan los segundos para salir. Son de Maracaibo, Caracas, Cumaná, Coro y Puerto Ordaz. Todos repiten el mismo lema: “Mejor pasar trabajo en mi país”.