Uno de los recuerdos más emocionantes que tengo de un paseo familiar cuando era niña fue visitar las tres cúpulas del Centro de Investigaciones de Astronomía (CIDA), construidas en el páramo merideño en los años setenta. Ver desde el carro cómo se acercaban, sentir cómo descendía la temperatura conforme subíamos en la montaña, además de disfrutar de una visita nocturna para ver las estrellas; todo me parecía una tremenda aventura de ciencia ficción.
La primera vez que fui, a principios del 2000, no solo las cosas se veían muy diferentes de lo que son ahora en el país, sino que muchos de los investigadores que habían puesto las ciencias astronómicas y astrofísicas venezolanas al nivel internacional seguían trabajando allí. Ahora la historia es otra y, así como el recuerdo donde miro asombrada el techo de las cúpulas abrirse a un cielo estrellado, la era dorada de las ciencias en Venezuela luce muy lejana.
La falta de inversión en la infraestructura científica en el país y la ausencia de recursos suficientes que sostengan a una comunidad de investigadores, profesores y divulgadores de alto nivel, crearon la tormenta perfecta para que esas grandes mentes, que deberían estar dando clase en las cátedras de nuestras universidades y centros de investigación, ahora formen parte de una diáspora que este año ya supera los cinco millones de venezolanos. Sin embargo, muchos aún intentan mantener su legado y preservar lo poco que queda.
Los viajes de un visionario
El 2 de mayo de 2003 los astrónomos Ignacio Ferrín y Carlos Alberto Leal descubrieron, desde las cúpulas de Llano del Hato, un asteroide al que bautizaron Eduardo Röhl, en honor al padre de la astronomía venezolana. Röhl fue un físico, naturalista, humanista, empresario y miembro fundador de la Sociedad Venezolana de Ciencias. También ayudó a crear la Academia de Ciencias Físicas, Naturales y Matemáticas y fue nombrado comisionado especial para la organización y catalogación de los museos nacionales e hizo de agregado comercial en Berlín, Alemania.
Röhl ejerció a su vez como uno de los primeros directores del observatorio Cajigal en Caracas y fue quien, ya cerca de sus últimos días, trajo de la RFA una serie de equipos para modernizar los estudios astronómicos nacionales: arribó a Caracas con un telescopio de campo amplio tipo Schmidt, un doble astrógrafo, un círculo meridiano, dos telescopios fotocenitales, un telescopio reflector y un telescopio refractor de la firma Zeiss 50, una de las marcas favoritas de la NASA.
Lamentablemente no pudo instalarlos ya que murió en 1959, antes de que se completara el proyecto. Un par de años después —ya en la incipiente democracia de 1962— los equipos serían reubicados poco a poco en Llano del Hato a 3.600 metros sobre el nivel del mar, un pueblo del páramo de Mérida, donde hay menos contaminación lumínica que en la capital y por tanto mejores condiciones para la observación astronómica. El físico y matemático Francisco J. Duarte se encargó del proyecto junto con otro científico alemán, el doctor Jürgen Stock, primer director del CIDA, que desde entonces formaría a varias generaciones de científicos.
Las estrellas de Llano El Hato
La doctora Nuria Calvet trabajó en el CIDA desde 1981 hasta 1985 y es una de las primeras mujeres astrónomas en el país. Se licenció en Física en la Universidad Nacional Autónoma de México, hizo un PhD en astronomía y ahora es profesora en la universidad de Michigan, donde imparte las materias de estructura y evolución estelar. También ha colaborado a distancia con la Universidad de los Andes. Cuando le preguntamos por su paso en el centro de investigación merideño nos cuenta:
—A pesar de que éramos pocos, siempre estábamos muy activos. En los ochenta se hicieron avances técnicos muy importantes, como cuando pasamos de tener solo placas fotográficas y telescopios que medio funcionaban, a recoger datos del telescopio Schmidt a través de cámaras electrónicas. También hicimos varias investigaciones financiadas por la National Science Foundation. Para mí, participar en ese proceso fue una de las cosas más importantes de mi vida. Me satisface darme cuenta de que aquellos jóvenes que ayudé a formar son ahora excelentes investigadores.
El Observatorio estaba pensado como una casa de conocimiento; contaba en su proyecto construir una biblioteca especializada a la que pudiesen tener acceso todas las demás universidades y centros de estudios del país —archivo que según los reportes contiene 6.428 volúmenes y 75 publicaciones periódicas— e inaugurar un pequeño Museo de Astronomía y Ciencias del Espacio (MACE) que hasta hace algunos años recibía aún visitas de escuelas, colegios y público en general.
Otro investigador que fue parte de esa época dorada en Llano Del Hato fue el doctor Francisco Fuenmayor, de los primeros astrofísicos en usar profesionalmente los telescopios hace casi cuarenta años. Como muchos académicos de su época se formó fuera: su doctorado es de la Universidad de Case Western Reserve en Ohio. Cuenta con un catálogo publicado de 126 objetos y estrellas tipo carbono identificados por su trabajo. Hoy es profesor jubilado del Departamento de Física de la Universidad de los Andes. Cuando hablamos, recuerda esto:
—En esos tiempos se hacían muchas reuniones internacionales de astronomía. Logré viajar incluso hasta Indonesia con la oportunidad siempre de obtener más conocimientos para mis estudios. En ese entonces los científicos venezolanos podían participar en la UAI (Unión Astronómica Internacional). En nuestro caso, a través de enlaces, pudimos asistir y ser partícipes de la Reunión Regional Latinoamericana de Astronomía, una vez en Mérida y otra en Margarita. Allí tuvimos la oportunidad de presentar todos nuestros avances.
Cree sin embargo que las ciencias astronómicas nunca han tenido la relevancia que merecen en Venezuela, con ningún gobierno ha sido fácil trabajar, los propios científicos quienes han tenido que luchar por su lado para conseguir lo que quieren.
—Claro, en estos últimos años se ha hecho imposible. La Universidad y el CIDA perdieron sus investigadores y no tenemos la comunidad científica de antes. Todo debido a las políticas y directrices que son ajenas a la ciencia.
La partida inevitable
Conforme los tiempos fueron cambiando, la perspectiva y la importancia de hacer ciencia de quienes tomaban el poder también. El milenio fue recibido con grandes promesas de progreso y de transformación por parte del recién elegido Hugo Chavez y su gabinete de ministros. Sin embargo, conforme pasaron los años, en la realidad se mostraba otra cosa y, como tristemente nos cuentan las estadísticas, fueron los científicos, los especialistas y los académicos, los principales integrantes de la primera gran ola migratoria, producto de la crisis política y económica.
El doctor Gustavo Bruzual es un investigador de alto nivel que trabajó en en CIDA por treinta años, desde desde 1981 hasta 2010, como subdirector desde 1982 hasta 1985 y como director desde 1985 hasta 2006. Actualmente, ejerce como profesor en la UNAM como parte del Instituto de Radioastronomía y Astrofísica (IRyA) en la ciudad de Morelia, Michoacán. Trabaja en astronomía extragaláctica, específicamente en la síntesis de poblaciones estelares y evolución espectral de galaxias. Esto quiere decir que estudia el espectro de la luz emitida por las estrellas de una galaxia en diferentes momentos de su evolución; algo que nos ayuda a comprender la evolución misma del universo.
Me comenta que, durante sus primeros 30 años, hasta 2005, la vocación del CIDA fue claramente científica y se logró muy buen reconocimiento internacional:
—Alcanzamos a tener doce investigadores de planta, muchos de ellos formados en el país, dentro de los posgrados de física de las universidades nacionales con cursos especializados y tesis dirigidas por nosotros.
Bruzual también cuenta que el personal del CIDA se insertó bien en la comunidad astronómica internacional durante esa época pero, a partir de 2006, comenzaron a cambiar las cosas, ya que se triplicó el número de trabajadores por directrices estatales y, luego en 2010 se evidenció el inevitable éxodo de los investigadores:
—Hoy solo queda en Mérida una investigadora de planta. Se perdió la generación de relevo y los estudiantes que estaban en el extranjero haciendo estudios de postgrado no regresaron a Venezuela.
Lo único que se sabe hoy del CIDA (de donde no respondieron las solicitudes de entrevista para esta nota) es que parece haberse entregado a los intereses militares. En un programa transmitido por VTV en 2019, el director actual del observatorio Llano el Hato, Pedro Grima, afirmó que —mediante algunos convenios establecidos anteriormente con China— estaba prevista la llegada e instalación de cuatro telescopios espaciales en 2020. El 11 de septiembre de este año, Grima declaró que el CIDA y el Centro Nacional de Tecnologías Ópticas ibran a fabricar, reparar y pulir piezas usadas de artillería junto al Comando Estratégico Operacional de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (Ceofanb), la Compañía Anónima Venezolana de Industrias Militares (Cavim) y Venezolana de Vidrio C.A. (Venvidrio, C.A.). Además de desarrollar transistores de espín para fabricar equipos electrónicos más eficientes.
Algo que tendremos que considerar en los años venideros es el impacto de la pérdida del patrimonio intangible; de la fuga y erosión de ese tesoro que es el conocimiento científico y académico nacional. Un recurso que es tan importante como el agua, la gasolina y la electricidad, uno que toma décadas en cultivarse en universidades, cátedras y centros de investigación.
Recuperar —o al menos salvaguardar— todo este patrimonio es necesario ahora. El enfoque científico, ese que nos ayuda a ser más críticos y objetivos, es vital para sondear esta época tan incierta.
Yo solo mantengo la ilusión de volver a ver las cúpulas del astrofísico abrirse en el páramo y que otras niñas puedan maravillarse con la inmensidad del universo, tal y como en un tiempo lo hice yo, y se animen a estudiar y conocer mucho más de él.