Un eco resuena en cada paso por el pasillo central. “¡Oro, oro, oro, oro y dólares! ¡Oro, oro, oro, oro y dólares! ¡Oro, oro, oro, oro y dólares!” Son los “jaladores”, y están aquí no para vender oro y dólares, sino para comprarlos. O mejor dicho, para llevar con un comprador a los tantos vendedores que llegan a este centro comercial.
Estos jaladores no están haciendo una fortuna: esto es algo que hacen para sobrevivir. El menudeo del oro de Guayana es otro hijo bastardo del colapso económico e institucional del país. De una hiperinflación que pulveriza la capacidad de compra. De la destrucción del aparato productivo y sus consecuencias: el desempleo y el florecimiento impune de la minería ilegal al sur del estado Bolívar, donde cientos de personas desgarran la tierra en lodazales anaranjados e infestados de paludismo, de los que salen réditos que se extienden desde los yacimientos hasta las ciudades más pujantes.
Para algunos es un respiradero, pero están más bien dentro de una burbuja, inflada con corrupción, ecocidio, masacres, extorsión, bandas armadas y una guerrilla colombiana que se niega a escribir su epitafio: el Ejército de Liberación Nacional (ELN).
Gramas en vez de bolívares
El oro es, de facto, uno de los tres sustitutos del bolívar en un Estado que irónicamente lleva el mismo nombre de la moneda venezolana. El más grande del país, el del acero, el oro, la bauxita, el hierro, el diamante y el coltán. Suelos ricos sobre los que camina gente pobre.
El escaso desarrollo de la banca electrónica en el sur, rumbo a las minas que compendian la desgracia, y una hiperinflación que multiplica los billetes mientras cercena su valor, empujan al mercado a otros valores de cambio como el dólar estadounidense, el real brasileño —preciado por el auge comercial en la zona limítrofe— y el oro, que se usa en el comercio formal de comestibles en pueblos cercanos, y hasta para pagar por alcohol, armas y servicios sexuales mina adentro. Como en la Venezuela desarticulada del siglo XIX.
La fuerza del negocio disminuye en las dos principales ciudades, Ciudad Bolívar y Ciudad Guayana, pero sin dejar de mover la economía. Verbigracia: este mall, Ciudad Alta Vista I, ícono marchito de una Ciudad Guayana que transpiraba dinero y productividad en los 90, y que ahora —entre pasillos solitarios, luces parpadeantes, y vidrieras tapizadas en papel bond con el epitafio “se traspasa este local”, en pleno centro económico de la ciudad más pujante del sur de Venezuela— es referencia del menudeo por su nube de compradores.
Varios de sus negocios, víctimas del descalabro económico nacional, parecen cerrados, aunque mantienen las fachadas y el espacio de tiempos mejores. Lo que hoy realmente son, es lo que se revela puertas adentro: versiones a escala de los mercados persas del oro, con decenas de cubículos gélidos por un aire acondicionado que aclimata a compradores de pocas palabras y ceños fruncidos. Murmuran las máquinas contadoras de billetes, entre pilas de efectivo que sobrepasan escritorios, brillan los mecheros que prueban el “oro de mina” junto a las balanzas de precisión, y por supuesto, se acumulan las “gramas”.
Así le dicen en Guayana al gramo de oro, herencia de los garimpeiros, mineros ilegales del Brasil que en décadas pasadas cruzaban la frontera. “Grama” es la traducción literal de “gramo”, y aunque el portugués está lejos de ser la segunda lengua del estado, en ese mundo saben que una grama equivale a diez “puntos” de oro. Y que un punto es un décimo de gramo que también se paga.
Hay dos modalidades de compra: con capital propio o “como cerrador”. En la primera se compra oro de mina, se funde en pequeños lingotes, estos se analizan para certificar su pureza, y así, en esa forma que llaman “oro puro”, ahorrarlos o venderlos en tiempos de alza. El “oro de mina” es el oro en bruto que traen los mineros que reciben su paga en especie o productos del comercio circundante.
En la segunda modalidad se usa el capital de un “mayorista”, que pide a cambio una cantidad específica de oro puro. El negocio radica en comprar —o “recoger” como le dicen en el mundillo— oro de mina a un precio menor, fundirlo y analizarlo para entregarlo al proveedor del capital. La diferencia entre el monto suministrado y los costes de recolección, fundición y análisis representan la ganancia.
Si preguntas quiénes son los mayoristas nadie dice saber. “Puede ser gente del gobierno, militares, gente ‘pesada’ —jefes de bandas criminales— …uno no sabe. Porque además, los mayoristas a los que les trabajamos le trabajan a otros más arriba, y así hasta llegar al ‘más grande de todos’, que nadie sabe quién es”.
Lo que sí saben todos es que la práctica es ilegal. Que la ley empodera al Banco Central de Venezuela (BCV) como única institución para comprar oro proveniente de “cualquier actividad minera” en el país; pese a que ese mismo año, en 2015, el gobierno autorizó la venta de “proveedores de oro” al BCV, con lo que el volumen comprado por el banco pasó a 0,62 toneladas, cuando en 2010 había sido 5,20. “Aquí la mayoría son ilegales. Hay unos que dicen que están registrados en el BCV, pero nadie sabe”, afirma “Dayana”, una jaladora de pasillo que muta de inmediato ante la presencia de eventuales vendedores: “¡Oro, oro, oro, oro y dólares!”.
Entre tanto, en Guayana, la compra de bienes raíces y bienes de alto valor, como vehículos y altos volúmenes de mercancía, se hace en dólares o en oro con creciente frecuencia. Pero no en el “oro de mina”, que llevan los mineros consigo y corre por los pueblos; en esas grandes transacciones se usa el mucho más valioso “oro analizado”, fundido en pequeños lingotes, que ha sido sometido a pruebas de pureza que determinan sus quilates y por tanto su valor de cambio.
Un origen maldito
Para el diputado de la Asamblea Nacional por el estado Bolívar José Prat, lo clave es que el menudeo del oro es apenas un coletazo de una explotación que encierra corrupción, masacres, extorsión, pasivos ambientales y desfalco a la nación. “Como todo eso parte de una gran ilegalidad, que es la explotación minera en esas condiciones, toda actividad derivada de ahí también es ilegal”, argumenta el parlamentario de la opositora Mesa de la Unidad Democrática (MUD), cuyo voto sumó en la mayoría que declaró la ilegalidad del decreto presidencial que oficializa la creación del Arco Minero del Orinoco.
Si en algo insiste Prat es que este mercado es solo una ínfima parte del inmenso botín que amasan las bandas criminales, la guerrilla, militares y funcionarios corruptos al sur. “El remanente de todo eso es lo que circula aquí, que no sabemos adónde va a parar. Y el grueso lo sacan al exterior por caminos verdes”.
Esas implicaciones no detienen el crecimiento de este negocio. “Alejandra”, una “cerradora”, mantiene a sus dos hijas y a sus padres con ese trabajo. Luis Vallenilla, jalador de 24 años, vio en el oro una tabla para surfear la crisis. “El año pasado trabajaba en Venalum como soldador y ganaba 2 mil bolívares semanales. Eso no daba para nada. Después estuve en una cooperativa y ganaba 60 mil semanal, tampoco me daba. Eso ahorita me lo gano en un día”.
El negocio también es próspero para Enrique Bello, quien acaba de recibir 91 mil bolívares en efectivo por 0,91 gramas de oro. Con 27 años y una carrera de Administración que abandonó por dificultades económicas, Enrique revende oro para darle de comer a seis familiares.
Pero la felicidad nunca es completa. No al menos para David Lucas, jalador de 26 años que, pese a que la economía le sonríe en plena crisis, no deja de sentir remordimiento. “No me siento bien con esto. Yo sé que están destruyendo la naturaleza, que hay mucha maldad allá abajo (en el sur). Mucha muerte, mucha vaina fea… es arrecho”, confiesa, pese al trabajo con el que mantiene a su pareja y sus tres hijos.
“Alejandra” tampoco lo celebra. “En este negocio no hay amigos. Aquí cualquiera te puede echar una vaina. En diciembre vino una gente de la Dgcim —cuerpo de inteligencia militar— y nos llevaron todo el oro. Hablamos con el mayorista y nos dijo que esa gente la envió uno que estaba más arriba de él, que dejáramos eso así. Que le pagáramos ese oro poco a poco”.
La sazón de infortunio la comparte Vallenilla, quien resume la idea con una vieja creencia minera: “El oro es maldito. Se lo quitas a la naturaleza y por eso Dios te castiga. Por eso hay que venderlo apenas lo sacas, porque si te lo quedas vienen cosas malas”.
Esta pieza se publicó inicialmente en Caracas Chronicles.