Muchas cosas han pasado para que ayer 6 de octubre, en Ginebra, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU votara para que la Misión Internacional Independiente de determinación de hechos sobre Venezuela renovara su mandato, por dos años más, para seguir investigando luego del demoledor informe de su primer año de trabajo, sobre la magnitud de los crímenes de lesa humanidad, las torturas y las ejecuciones extrajudiciales.
Primero fueron las “zonas de paz”, esa idea promovida por José Vicente Rangel Ávalos que asumía que las bandas entregarían las armas y pasarían a la economía legal si se les daba territorio e impunidad. Luego el surgimiento de las megabandas, que salían desde esas zonas de paz en las ciudades o en la costa mirandina, o desde sus refugios en los llanos centrales, para secuestrar, asaltar gandolas, vender drogas, apoderarse de pueblos y barrios enteros y matar no solo ciudadanos comunes, sino agentes del orden.
Entre 2014 y 2015, esas bandas mataron policías y militares, les incendiaron vehículos, atacaron comisarías, los desafiaron en videos, se les escaparon una y otra vez. A la caravana del ministro del Deporte le dieron plomo cuando pasó un día por la Cota 905, en el suroeste de Caracas, y lo mismo le pasó al viceministro de Seguridad Ciudadana cerca de ahí, en el barrio El Cementerio. Uno de esos jefes criminales, conocido como El Picure, fue objeto de una larga cacería que terminó con su ejecución en su guarida en Guárico. Otro, El Coqui, sigue acosando a los cuerpos de seguridad desde su reducto en las barriadas arriba de la Cota 905.
Para 2015, la misma Fiscalía documentaba un incremento récord de homicidios, a una tasa que según el propio Ministerio Público llegaría a 58 por cien mil habitantes ese año. Los recursos del clientelismo chavista se desvanecían y la oposición se dirigía a su victoria parlamentaria de diciembre. Los cuerpos de seguridad estaban siendo continuamente humillados por unos delincuentes mejor armados que ellos, como en México. El régimen de Maduro entendió que tenía un problema y vino con una “solución”. En junio de ese año, con el nombre de Operación de Liberación del Pueblo, una serie de tomas armadas de ciertos barrios desplegaron un patrón de ejecución extrajudicial con mucha historia en Venezuela: la “muerte por enfrentamiento”.
Policías, militares y colectivos tomaron la ofensiva contra las bandas y aprovecharon para someter a una población a la que ya no se esperaba apaciguar con petrodólares.
Cuando el régimen avanzó en su guerra a muerte con las mega bandas, y la emigración empezó a estimular la salida del país de algunos delincuentes, llegó el momento de pasar a un nuevo nivel, usando la excusa del paramilitarismo colombiano. Una idea que venía circulando desde 2016 en círculos militares empezó a tomar forma pero bajo mando directo de ciertos civiles de la alianza chavista, como el expolicía Freddy Bernal, pero adscrita a la Policía Nacional Bolivariana. Así nacieron las Fuerzas de Acciones Especiales. Sus siglas: FAES, que hoy todo el mundo conoce en Venezuela, se han convertido en un sinónimo del régimen de Maduro, un símbolo de estos años que se recordará como los chácharos de Gómez y la Seguridad Nacional de Pérez Jiménez. Y son un actor protagónico en los informes de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas, Michelle Bachelet, que ha pedido que las FAES se disuelvan, y por supuesto del reporte de más de 400 páginas de la Misión Internacional Independiente del Consejo de Derechos Humanos de la ONU.
A lo largo de todos estos eventos se han ido contando, por miles, los cadáveres de los ejecutados en un país sin pena de muerte. Por cientos, las páginas de los informes de derechos humanos dentro y fuera de Venezuela. Por decenas las historias que han salido en los medios, de viviendas pobres donde los policías abren neveras casi vacías para llevarse lo que encuentran, mientras el cuerpo de su víctima aún sangra sobre el suelo y los gritos de la madre rebotan por el laberinto del barrio.
Lo que no se cuenta por miles, por cientos ni al parecer ni siquiera por decenas, son los reclamos de los sectores que no sufren directamente esa violencia.
El silencio
La periodista de investigación Ronna Rísquez ha tratado este tema por años, cuando era editora de la versión en español de Insight Crime y sobre todo desde el Monitor de Víctimas. Rísquez siente una percepción neutra o incluso positiva hacia las ejecuciones extrajudiciales de las FAES, y antes de eso de las OLP, por parte de ciertos sectores de la sociedad venezolana: “Especialmente en las clases medias y altas. En gente profesional. Incluso colegas. Algunas encuestas en su momento registraron esa ‘popularidad’ de estos operativos”. Los cuerpos de seguridad que aplican la pena de muerte sin juicio ni fundamento legal son los mismos que matan manifestantes en las calles y que torturan a presos políticos, a sus mascotas, a sus familias; pero hay gente que puede condenar en Twitter estos actos y aplaudir las ejecuciones extrajudiciales. “Son más de 19.000 casos de ‘resistencia a la autoridad’ entre 2016 y 2019”, dice Rísquez.
“Es increíble ver cómo gente que sabe de las violaciones de derechos humanos apoyaba las OLP o las operaciones de la FAES”.
Porque aunque abunda el rechazo a los abusos de las FAES y otros cuerpos a la hora de sofocar protestas o de aprovecharse de la escasez de gasolina y alimentos, las fuerzas de seguridad también saben usar las redes sociales y han logrado que quienes reaccionen a los videos de los delincuentes ufanándose de su poder de fuego usen el mismo léxico de los partes policiales. Basta ver los comentarios a esos videos de enfrentamientos que no se sabe de dónde salen. O los tweets de “influencers” que tratan como una plaga o una enfermedad tanto a los organismos represivos como a los delincuentes que dicen combatir.
“Cualquier imagen que circula en las redes sobre una supuesta banda criminal o grupos de jóvenes armados genera indignación y rabia”, comenta Rísquez. “Hacen que la gente sienta que la única salida es matar. De inmediato todos expresan su deseo de que estas personas sean asesinadas, sacadas de circulación, dadas de baja, abatidas. Eso es terrible porque sin darnos cuenta apostamos por una cultura que soluciona las cosas con la muerte: el policía tiene la idea de que la inseguridad se resuelve matando a los delincuentes; los delincuentes sienten que su vida no vale nada y la de los demás menos, por eso matan hasta por unos zapatos; y lo más grave es que las personas de clase media y profesionales también creen que la solución es matarlos… Nadie se molesta en verificar si el video es real, si los jóvenes que aparecen en él realmente tienen registros o expedientes policiales o judiciales. Si la banda a la que se hace referencia existe. Nadie se pregunta de dónde salió ese video o esa foto, cómo se hizo viral, cómo llegó a manos de algunos periodistas… Y es importante saber si las obtuvieron de las redes sociales de los presuntos delincuentes o si alguien, quizás un policía, se las filtró. Y si fue así, con qué intención…”
En 2019 circuló por las redes un video en el que un hombre le pasaba una pistola a su hijo pequeño para que jugara con ella. Aún se emitían condenas de muerte en Twitter contra ese hombre cuando el régimen anunció que había caído en un “enfrentamiento” con la policía, dos días después de que el video apareció. Algo similar ocurrió con un video que mostraba a una banda exhibiendo sus rifles de asalto en la calle real de un pueblo; un par de días después se anunció que varios miembros de la banda habían sido ejecutados, las fuerzas de seguridad recibieron su aplauso en redes. “Muy oportunamente”, dice Ronna, “la policía que en seis años no ha logrado detener a El Coqui, por ejemplo, ubicaba a estos terribles ‘hampones’ y lamentablemente debían matarlos porque se le enfrentaban. Esta eficiencia, en un país con un 98 % de impunidad, es muy sospechosa”.
Keymer Ávila, quien desde la UCV es uno de los más importantes investigadores sobre los abusos de los cuerpos de seguridad en Venezuela, dice que uno de los grandes éxitos políticos e ideológicos del régimen ha sido lograr “cierto consenso autoritario, racista y clasista en el país. Ya el enemigo entonces no sería el capitalismo, el Imperio ni la burguesía, es el pobre, que ahora lo ven como una especie de malagradecido, infiel, peligroso, que a pesar de las ‘maravillosas políticas gubernamentales’ deviene en delincuente, un ‘obstáculo para la revolución’, en términos marxianos: el lumpen. Se trata de un chivo expiatorio en el cual se concentrarían todos los males sociales, el que se ofrece en sacrificio en tiempos de crisis”.
Para Ávila es esencial entender que no se trata solo de las FAES, solo el cuerpo más visible de una red de organismos que están entre los de mayor letalidad del mundo. En pocos países como en Venezuela la fuerza pública es más propensa a matar gente.
La ilusión de la mano dura
La construcción de un enemigo público en la figura del joven “racializado y excluido que vive en el barrio”, en palabras de Keymer Ávila, también pasa en en Brasil, Colombia, México y Centroamérica. “Es lo que tradicionalmente, desde el punto de vista ideológico, hacen los gobiernos de la derecha política, criminalizar a la pobreza. Hacen un vínculo clasista —y en consecuencia, también racista— entre la pobreza y la delincuencia. Esta lógica de canalización de odios y frustraciones hacia determinados sectores sociales, termina siendo muy efectiva para sistemas autoritarios, en especial cuando el objetivo son personas que no tienen mayor poder de reclamo social. Estos discursos son fácilmente consumidos y asimilados por las capas medias y altas, que se sienten que son la ‘gente decente’ y que no van a ser objetivos militares de esas políticas. Hasta que en una manifestación o en cualquier alcabala le dan pequeñas probaditas de este poder ilimitado que tiene actualmente el Estado”.
Y ese discurso político para encubrir violaciones de derechos humanos, esa “política de mano dura”, se sigue haciendo en un siglo XXI supuestamente más democrático que el XX, porque tiene éxito. Llevó al poder en Filipinas a Rodrigo Duterte, que como alcalde había desatado una “guerra contra las drogas” en la que cayeron miles de hombres jóvenes acusados, por la policía pero no por los tribunales, de narcotraficantes; hoy está a cargo del país y rige un régimen de tendencia autocrática que el 6 de octubre fue uno de los dos gobiernos que respaldó a la dictadura de Maduro en la votación sobre la Misión Internacional Independiente de determinación de hechos. Ese mismo discurso ha funcionado con varios líderes en Brasil y sobre todo con el actual presidente, el militar retirado Jair Bolsonaro, que ha hablado muchas veces de acabar con la delincuencia a balazos, en las favelas por supuesto. Y llevó al poder a Nakib Bukele, en El Salvador, que en nombre del sometimiento a las maras (con las que en secreto estaba negociando) se llevó por delante al parlamento.
Como pasó en Venezuela, una sociedad harta del aumento de la criminalidad y de la impunidad, decepcionada de la corrupción en las instituciones, decide seguir a un líder que refuerza esa imagen de que las instituciones no sirven y que solo la acción enérgica de las armas podrá resolver el problema de un plumazo. Quien proteste será reprimido y acusado de complicidad con los delincuentes o de agente desestabilizador apoyado desde el extranjero por el comunismo o el fascismo, desde la madre de barrio que defiende al hijo muerto hasta la organización de derechos humanos o el medio de comunicación que denuncia los abusos.
Como pasó en Venezuela, cuando se vota por la mano dura se abre la puerta para que el plomo caiga no solo sobre el delincuente o sobre a quien se considere como tal, sino sobre todo el mundo.
Cuando un Estado decide matar en masa, no se detiene en el joven pobre.
Es lo que pasa cuando se pierde la conciencia de que los derechos deben ser para todos, sin excepción alguna, o no serán para nadie. “Porque cuando aceptamos excepciones para algunos, esa excepción se convierte en la regla”, apunta Keymer Ávila. “Es por eso que en Venezuela actualmente todos vivimos en estado de excepción, desde mucho antes de la pandemia”.
De esta manera, esas sociedades abrumadas por la delincuencia recaen en su historial autoritario. Cuando piden mano dura, entregan a cambio los avances democráticos. Y tienden a aceptar o incluso a defender al régimen que les convence de que está acabando con el hampa. Maduro lo sabe, y por eso lo hace.
¿Qué esperar de la presión creciente desde los organismos de derechos humanos de Naciones Unidas, y de los Estados que no solo han respaldado esas investigaciones sino que han dictado sanciones individuales y colectivas a partir de las ejecuciones extrajudiciales cometidas u ordenadas por civiles y militares en Venezuela?
Keymer Ávila advierte que hasta ahora el patrón ha sido que empeora la situación. “El gobierno no retrocede en la violencia, por el contrario, la recrudece y amplifica, incluso la democratiza, en términos de extenderla a diversos sectores, con matices dependiendo de cuáles se trate. Cuando el año pasado la Alta Comisionada para los DDHH de la ONU hizo una serie de cuestionamientos y recomendaciones, no solo no se acataron sino que la respuesta oficial fue una felicitación pública a las FAES por parte de las máximas autoridades políticas del país. No se puede pensar en el gobierno como si se manejara con una lógica del Estado moderno, limitado por el derecho y por instituciones que hacen un balance entre poderes. Este no es el caso, su capital no son ni los votos, ni la legitimidad que de ellos emana. Su principal capital es el miedo, el terror y la precariedad de la vida cotidiana. Su fuente de legitimación es el ejercicio ilimitado del poder y la fuerza. Ni siquiera trata de cuidar algunas apariencias. Mientras más se le acusa de autoritario y dictatorial, como generador de terror, más se envilece”.
Mientras tanto, en las redes se recuerda al “hombre de la etiqueta” de Por estas calles con la muerte del actor Carlos Villamizar; la campaña de las organizaciones de derechos humanos porque se disuelva a las FAES y se castiguen las ejecuciones extrajudiciales se queda restringida a ciertos círculos; y el régimen sigue usando a las FAES para cada vez más tareas, desde poner barricadas para la propagación del coronavirus, hasta repartir comida con la correspondiente sesión fotográfica.