En Santo Domingo, a veces no es posible escuchar ni lo que pienso. Pero otras veces, tengo todo el silencio que deseo. El mar que la delimita también logra contener todas las paradojas de esta ciudad.
Santo Domingo nació en la esquina donde convergen la desembocadura del río Ozama con el Mar Caribe. Allí se establecieron a partir de 1508 los primeros colonizadores. Desde esa esquina ha emergido una típica ciudad latinoamericana: ruidosa y desigual, lujuriosa y entrañable. Actualmente viven cerca de 3 millones de personas en el área metropolitana, entre ellas más de 30 mil venezolanos —según cifras oficiales— que hemos ido arrimándonos en distintas oleadas.
Cuando me ofrecieron venir a trabajar aquí, tuve poquísimas dudas. Volvería al Caribe desde España y estaría más cerca de mi familia y amistades en Venezuela. Al llegar hace más de ocho años, un venezolano en esta ciudad no era cosa tan común. Más fácil reconocían a la gente de Cuba y Colombia, porque las referencias más cercanas estaban en las telenovelas y programas de concurso, o en las millonarias inversiones de centros comerciales que estaban por inaugurarse.
El primer recuerdo que guardo de una alabanza a mi gentilicio provino de un taxista. En su carro destartalado me habló maravillas de Hugo Chávez y la Misión Milagro, gracias a la cual había viajado a Cuba a operarse de las cataratas que amenazaban con dejarlo ciego.
En la época de mi llegada, la popularidad del chavismo todavía se cotizaba en alza entre la gente que iba conociendo. Por años, el precio de los combustibles había mantenido cierta estabilidad gracias al acuerdo de Petrocaribe, y no eran pocos quienes me miraban raro cuando describía el autoritarismo y corrupción de la llamada revolución bolivariana.
En ese entonces, y también ahora, mis conocidos capitaleños lanzaban en algún momento puente de relación histórica y cultural entre Venezuela y la República Dominicana. El prócer nacional Juan Pablo Duarte vivió sus últimos años en Caracas, donde falleció en 1873; era tío abuelo de Carlos Cruz Diez. Billo Frómeta llegó a Venezuela escapando de la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo para poner a bailar merengue a la pacata sociedad caraqueña desde 1937. Miles de familias dominicanas migraron a Venezuela durante el siglo XX y aún hoy cualquier playlist de fiesta venezolana puede incluir canciones desde Las Chicas del Can, Wilfrido Vargas, Juan Luis Guerra, Rubi Pérez y Los Rosario, hasta Mozart La Para y Rita Indiana.
En esta orilla, también son bien apreciados cantantes como Franco de Vita, el dueto Fernando y Juan Carlos y Ricardo Montaner. No es poca cosa ese reconocimiento, vista la capacidad de producción musical de esta urbe, que se nutre de múltiples fuentes para los distintos géneros que de ella emanan: la bachata bebe de la canción romántica latinoamericana y el dembow del grito electrónico de los barrios marginados del Gran Santo Domingo.
La ciudad todavía ofrece lugares para los nostálgicos del son como El Secreto Musical, y espacios para las experiencias de baile al aire libre como los domingos del Bonyé. Entre tanto, el movimiento salsero sigue siendo fuerte: no solo en términos de producción sino también en pequeños detalles como encender la radio para encontrar de forma casual a Ismael Rivera, o escuchar las loas que muchos dominicanos lanzan a Oscar de León antes de soltar “Mi bajo y yo”.
Pero el disfrute de la música no siempre depende del propio gusto. Muchas veces, los decibelios de la ciudad se imponen a la convivencia. De acuerdo a los datos oficiales, más del 90 % de las llamadas que los capitaleños hacen a los servicios de emergencia son para denunciar a los centros de diversión por los ruidos que provocan.
Los mejores tiempos están tardando en llegar
Aunque la economía del país creció a un ritmo del 5,3 % anual entre 1993 y 2018, la República Dominicana sigue siendo uno de los países más desiguales del continente, y la inversión social del Estado es la tercera más baja de la región.
Y se nota en la ciudad. La deserción escolar, la precariedad del empleo y la informalidad de las relaciones laborales dejan pocas opciones a los jóvenes que no tienen educación formal. Y ahí es donde los colmados, en el caso de los hombres, se convierten en solución temporal.
Los colmados son pequeños negocios, mezcla de bodega y mercadito. Están entre los primeros negocios del país en trabajar siete días a la semana y ofrecer delivery. Lo que hoy se ha popularizado en todo el mundo gracias a las aplicaciones del celular, en Santo Domingo ocurre desde hace al menos 30 años: luego de una breve llamada, hombres jóvenes que antes iban en bicicleta y ahora en moto, te llevan hasta la puerta de tu casa desde botellas de cerveza forradas en papel periódico hasta una pastilla para el dolor de cabeza. Pero las caras de los jóvenes que llegan hasta la puerta de mi casa casi nunca son las mismas. La rotación de personal encargado del delivery en un colmado es altísima, y siempre me pregunto si este nuevo repartidor cederá a una vía rápida para disfrutar del mentado progreso que se cacarea en los medios. Quizás por eso las bancas de apuestas tienen tantos clientes.
Los servicios públicos también son un problema. Los apagones han sido históricamente tan frecuentes que por un lado creció un fuerte sector empresarial que vende plantas eléctricas, y por el otro se instauró una especie de rito colectivo que consiste en aplaudir de alegría cada vez que la luz vuelve. El racionamiento de agua cada vez es más frecuente, debido a la explotación indiscriminada de los cauces acuíferos del país, así como la creciente demanda de la metrópoli. La basura ha llegado a tal nivel de descontrol que son comunes los días en los que el olor de los vertederos cubre a la ciudad en su totalidad.
La estética como ejercicio de libertad
Santo Domingo, como reflejo del resto del país, es una sociedad de fuerte herencia negra, realidad fácilmente verificable en la calle. Aunque cada vez menos, todavía persiste en muchas personas la idea del blanqueamiento de la raza, y los salones de belleza de la capital apuntan a un servicio que alisa los cabellos crespos y enaltece la herencia europea.
En Santo Domingo, encontrarás salones de belleza abiertos desde las 6 de la mañana. El pelo liso es la opción estética dominante, por “pulcro” y opuesto al “desaliñado” pelo crespo.
Por supuesto, parte de esa opresión cultural fue empujada desde la dictadura de “Chapita” Trujillo, y ha sido por mucho tiempo una ideología impuesta en las escuelas, que además ve al vecino Haití casi únicamente como un problema.
Pero en los últimos años un movimiento silente, que ha crecido en red y por diversas iniciativas, deja ver muchos afros rebeldes caminando por la ciudad. Lo mismo puede decirse para la estética del “tíguere”: los cortes de cabello tipo “pelá caliente” reafirman la libertad de los cuerpos que se desatan de ese nudo en el que vivió mucho tiempo la gran mayoría de los habitantes de esta ciudad.
Una libertad que todavía tiene pendientes en diversas áreas: por ejemplo, la lucha que llevan adelante los habitantes de los barrios que bordean el río Ozama en contra de los desalojos forzados para construir nuevos polos financieros; la lucha de las mujeres por la igualdad de género; la de los periodistas que denuncian los abusos y corrupción de empresarios y gobernantes, y la de los migrantes irregulares y sus descendientes por acceder a soluciones de documentación digna, que en el caso de los venezolanos corresponde al 87 % de los que viven en el país.
Los tapones
Una de las cosas que aún me sorprende y asusta de la ciudad es la locura del tránsito. Es un aspecto de la psiquis colectiva que aún no logro comprender: en general de carácter alegre y solidario, la conducta del dominicano promedio al volante es una explosiva mezcla de imprudencia, agresividad y egoísmo que no he visto en ninguna otra ciudad donde haya estado.
Como en Caracas, tampoco hay planificación para la movilidad de las personas. Allá anduve en bici, metro, carrito por puesto, caminando y en vehículo particular. En Santo Domingo, en la voladora y el concho. El concho es un vehículo de cinco puestos que siempre debe llenarse con seis ocupantes más el chofer. La voladora es un pequeño microbús de techo bajo. Un día, viajando en una voladora con una compañera de trabajo, percibimos en la “cocina” un fuerte olor a gas. Avisamos al chofer, quien se detuvo, se bajó y fue a la parte trasera del vehículo. Cuando abrió la maleta recibió un golpe de gas en la cara. El amarre de trapo viejo que cerraba la bombona doméstica del combustible se había desatado.
El tráfico de la ciudad, que llaman tapones, empeora cada año. Desde el 2007 hasta el presente, la ciudad ha duplicado su parque vehicular. Este crecimiento vertiginoso ha dejado calles donde comparten la vía carretas de frutas tiradas por famélicos caballos con Ferraris último modelo, o vendedores de caña haitianos a bordo de triciclos oxidados con camionetas blindadas del año. Y al borde, casi pidiendo perdón por atreverse a caminar, el peatón. Es tal la preeminencia del vehículo que cuando a un peatón le permiten pasar, eleva su mano agradecida y saluda con efusividad familiar al conductor responsable.
Solo ver el mar
Aún hoy no es posible bañarse en las playas de Santo Domingo porque todas las aguas residuales e industriales se vierten directamente al mar. A pesar de eso, tiene un Malecón que resiste el maltrato y hasta mejora poco a poco su estructura, incluyendo la única ciclovía segura de la ciudad.
Vivo en un barrio que me gusta mucho: Gazcue, ese que Mario Vargas Llosa describió en La fiesta del chivo como el lugar desde donde se gestó la conspiración contra el tirano, y que hoy está cerca de desaparecer, debido a la voracidad del crecimiento de torres de apartamentos y el poquísimo control que ejercen la autoridades de planificación urbana.
Aún así, tiene las aceras más decentes para caminar de toda la ciudad, es relativamente calmado y verde —aunque cada vez menos—, está cerca al mismo tiempo del mar, el heroico barrio de Ciudad Nueva, la Universidad Autónoma y la Zona Colonial; y todavía preserva algún mínimo del patrimonio arquitectónico de la ciudad.
Desde aquí he crecido profesionalmente, acompañado por amistades entrañables, apoyando luchas sociales diversas, aprendiendo a hacer política como ejercicio de derechos (algo que no alcancé a desarrollar en Caracas, donde solo pude oponerme al autoritarismo militarista que practicaba el chavismo desde entonces) y conociendo grupos de vanguardia artística y política, que crean y resisten desde la literatura, el cine, el teatro, la música, la pintura, la investigación y la academia, el ecologismo y el activismo social.
Viviendo en Santo Domingo ha sido inevitable hacer comparaciones: ¿Qué hubiese pasado con Venezuela sino se hubiese ido por el despeñadero? ¿Mi vida en Caracas sería similar a la que tengo aquí?
Pero no me quedo mucho tiempo en ese pensamiento: soy feliz como cualquiera que se procura y disfruta la libertad, que vive sin miedo de que lo maten por sus ideas. Una dolorosa y al mismo tiempo esperanzadora constatación me lo reafirma: dos buenos amigos dominicanos están postulándose a diferentes cargos de elección popular en las venideras elecciones. Uno de ellos quiere ser concejal de Santo Domingo y confía en aplicar políticas públicas que mejoren la ciudad, sin temor a que la policía política lo encierre y luego lo lance desde lo alto de un centro de detención. El segundo aspira a ser un diputado, no quiere enriquecerse en el cargo y está seguro de que si gana no tendrá que huir al exilio, temeroso de ser encerrado y torturado por una dictadura.
Ese resquicio que ofrece Santo Domingo es un clavo ardiente en el que se resiste cualquier decibel de ruido extra.