En la noche del sábado 8 de octubre, la quebrada Los Patos —junto a otras más— se desbordó al cabo de varios días de fuerte lluvia. Los deslizamientos de fango tapiaron la parte baja del pueblo de Las Tejerías, de unos 55.000 habitantes, en el estado Aragua. Para el momento en que se publica esta nota, se sabe que al menos 36 personas murieron y más de 50 permanecen desaparecidas.
Mientras llegaban los equipos de rescate para encontrar estelas de escombros y árboles destruidos entre el barro, las autoridades rápidamente achacaron la tragedia al cambio climático.
Sin embargo, según dice el profesor de la Universidad Central de Venezuela e ingeniero hidrometeorologista Juan Andrés Arévalo Groening, en Venezuela “hay muy poca información científica de que realmente esté ocurriendo algo” relacionado al cambio climático. Pero, advierte, “si en todos lados está el rancho ardiendo, en Venezuela no puede no estar pasando nada”. Venezuela, por ejemplo, ha perdido casi todos sus glaciares, y hay estudios que evidencian cambios en la vegetación andina por el cambio climático.
De todos modos, dice Arévalo, “no tenemos evidencia de que estas precipitaciones sean por el cambio climático”. De hecho, explica, el Panel Intergubernamental de Cambio Climático de Naciones Unidas pronostica sequía y disminución de la media de lluvia en el norte de Sudamérica. Según Arévalo, las fuertes lluvias en Venezuela están “fundamentalmente” asociadas al fenómeno de La Niña, el cambio de precipitaciones que ocurre cuando se enfría la parte ecuatorial del Océano Pacifico, con lo cual se altera el clima en todo el planeta. Pero por la falta de evidencia y estudios en Venezuela, dice, es difícil ver qué “proporción de la torta le toca a un fenómeno y cuánto le toca a otro”.
Aunque los fenómenos de La Niña y su más famoso inverso, El Niño, son rutinarios, y aún no hay suficientes estudios sobre cómo podría afectarlos el cambio climático, por los datos de Copernicus, el programa de observación de la Tierra de la Unión Europea, Arévalo ha notado que desde el año 2000 las “anomalías de la temperatura” en Venezuela (es decir, el alejamiento del valor del promedio a largo plazo) han tendido a estar encima de la media incluso en años de La Niña. Es decir, las temperaturas ahora tienden a ser más altas.
De hecho, dice, el calentamiento del océano Atlántico ya “es un hecho irrefutable”. Esto genera más humedad que llega a Venezuela por medio de los vientos alisios, lo que podría desarrollar nubes de tormenta. Según Arévalo, ya hay estudios que afirman que las depresiones y huracanes se están desarrollando mucho más rápido en el Caribe y el Golfo de México. A esto hay que sumarle que La Niña también reduce las cizalladuras —o cambios bruscos en dirección del viento— que tienden a impedir huracanes. Este solapamiento de fenómenos podría generar más huracanes en el Caribe. Pero, dice el hidrometeorólogo, el verdadero problema yace en “la vulnerabilidad”.
Los Andes y el Zulia se inundan
En junio de este año, más de 30.000 habitantes de Mérida quedaron damnificados. Apenas un año antes, las inundaciones a causa de deslaves hicieron estragos en el mismo estado: entonces se perdieron al menos 20 vidas, 11 de estas solo en Tovar.
Días antes del deslave de Las Tejerías, la Asociación de Ganaderos de Encontrados —en el Sur del Lago de Maracaibo— reportó que 168.000 hectáreas donde se produce carne y leche (más de tres veces el área de la Gran Caracas) habían sido afectadas por las inundaciones.
Esto significa una reducción de la capacidad productiva de la región de donde viene 75 por ciento de la carne, el plátano y la leche en Venezuela.
La vulnerabilidad de la infraestructura ha sido clave en estas catástrofes. En abril comenzó a inundarse el municipio Catatumbo, cuando se desplomó un dique del río Zulia. Casi casi 30.000 hectáreas fueron afectadas. Según el alcalde local, el gobierno nacional había sido informado sobre la fragilidad del dique tres meses antes del rompimiento. Los ganaderos, viendo que su ganado se ahogaba, tuvieron que sacrificarlo. El gobierno nacional apenas asignó 300.000 dólares (unos 10 dólares por hectárea) para atender la emergencia.
La situación, como describen los ganaderos de Encontrados, ha empeorado con las lluvias de los últimos meses. “En los Andes está nevando mucho”, explica Arévalo, “Esa nieve se derrite y produce estas crecidas y desbordamientos de quebradas que afectan la costa sur del Lago y el valle interandino”.
Para Antonio Di Lisio, geógrafo especializado en planificación y profesor de la UCV, la vulnerabilidad ante estas inundaciones muchas veces sucede porque se construyen edificaciones “en los conos de deyección del río”. Por ejemplo, en Socopó, Barinas, o en la quebrada Los Patos en Las Tejerías. “Son sitios que el río en cualquier momento puede volver a inundar”, dice. Aunque la construcción a lo largo de ríos ha estado regulada en Venezuela desde los años treinta, cada vez con mayor distancia obligatoria de los cauces, esto “no se cumple”.
Agrega Di Lisio que la reciente reapertura de relaciones entre Colombia y Venezuela se concentra en la comercial pero deja de lado el manejo binacional de las cuencas fluviales compartidas, pese a que en el Acta de San Pedro Alejandrino, que firmaron los presidentes Carlos Andrés Pérez y Virgilio Barco en 1990, se acordó crear comisiones mixtas para gestionar los ríos internacionales que nacen en un país y desembocan en el otro, como el Meta o el Arauca. “Difícilmente vamos a poder evitar inundaciones y deslizamientos si no empezamos a trabajar aguas arriba con Colombia”.
El espectro de El Limón
Para José María de Viana, ingeniero civil y Director de Recursos Hidráulicos del Ministerio del Ambiente entre 1981 y 1983 y presidente de Hidrocapital durante los años noventa, los deslizamientos masivos de barro que causan los desbordamientos —y que arrastran rocas, árboles grandes, desechos y agua— no solo afectan los asentamientos humanos en los cauces de los ríos. El experto explica que la tragedia de El Limón en 1987 —también en Aragua, que dejó entre 100 y 300 fallecidos— afectó particularmente a quienes iban en sus vehículos por la carretera. “Se parece al efecto de un volcán”, dice al describir los deslizamientos de barro que se expanden por un área de hasta cien o doscientos kilómetros, “en Vargas (en 1999) hay viviendas (afectadas) que estaban muy lejos del río”.
Poco después del deslave de El Limón, el gobierno inició un proceso de consulta internacional. Una comisión de la Agencia Japonesa de Cooperación Internacional (JICA) vino a Venezuela y usó la experiencia de ese país, que sufre más de mil deslaves al año, para enseñar a los técnicos venezolanos a analizar sistemáticamente cada evento, aprender a prevenirlos y a alertar, y construir obras civiles adecuadas. Los japoneses, por ejemplo, montaron un sistema de alerta temprana en el río Limón que consistía en poner guayas en la parte alta del río. Si el barro se movía, se rompían las guayas. También sugirieron podar las copas de árboles altos en el parque nacional Henri Pittier “para que los árboles no sean tan pesados y desestabilicen el terreno”, explica De Viana, sin eliminar la cobertura boscosa. Después del deslave, “parecía que un gigante hubiese arañado el parque” en áreas por completo vegetales.
Sin embargo, dice De Viana, para 1999 ya el país había retornado a la improvisación. “La gente que estaba dirigiendo Defensa Civil y el Ministerio del Ambiente no tenía idea de qué era eso que estaba pasando” en Vargas. Desde entonces, durante las vaguadas se han perdido más vidas, en el Valle de Mocotíes, en Mérida, en 2005 y 2021, y ahora en Las Tejerías.
Para José María De Viana, en Venezuela hay un problema de medición porque muchas estaciones meteorológicas no sirven y “gran parte de la red de medición se eliminó”.
La red de la empresa eléctrica Edelca, en el sur del país, parece haber quedado abandonada tras la incorporación de la empresa a Corpoelec en 2008. “Podríamos tener una red de medición electrónica en todas las cuentas críticas por una inversión muy pequeña”, asegura.
En 2019, el gobierno anunció que instalaría 355 nuevas estaciones hidrometeorológicas en Venezuela, y en mayo de 2022 se anunció una ampliación de la red de estaciones. Pero este año, en medio de esta vaguada, el estatus de esas supuestas ampliaciones se desconoce.
La fiebre por el oro trajo inundaciones
En agosto de este año, tras ocho horas de lluvia, el río Uairén se desbordó en Santa Elena de Uairén —un pueblo fronterizo en el estado Bolívar— y afectó a cuatro mil familias, lo cual es el 80 por ciento de la población del pueblo, superando las expectativas de las autoridades locales. “Estamos viendo inundaciones en zonas donde jamás las habíamos visto”, dice Alfredo Gil, ingeniero hidrometeorologista especializado en estudios hidrológicos y profesor de la UCV. Por ejemplo, en Santa Elena de Uairén, Guasipati y el eje carretero del estado Bolívar.
Según Gil, el problema no son las lluvias, pues “es uno de los sitios donde cae más lluvia en Venezuela”. Las nuevas inundaciones se deben a “problemas de uso humano” como la deforestación y la depredación del ambiente.
En Guayana, la explotación minera, disparada desde 2016, ha arrasado con vastas áreas de la vegetación que actúa como una esponja con las lluvias. Sin la capa vegetal, las aguas drenan más rápido y causan inundaciones.
Pero no todo el Orinoco ha reaccionado igual a la temporada de lluvias. Aunque este año los niveles de agua en el río han sido altos, en la última semana las mediciones en Puerto Ayacucho y Caicara han registrado un descenso de las aguas de trece y doce centímetros respectivamente. En cambio, en Ciudad Bolívar el descenso ha sido solo de ocho centímetros por las lluvias en el cercano Caura, y en Paula se registraron solo tres centímetros menos, por los alivios que se hacen en el Embalse del Gurí. Estas cuatro estaciones se han preservado por la importancia de la navegación en el Orinoco, y están a cargo de la Armada Bolivariana, el Ministerio de Ecosocialismo y el Instituto Nacional de Canalizaciones.
A pesar de los descensos recientes, las crecidas del río han sido altas desde el 2018, cuando llegaron al récord de 18,18 metros sobre el nivel del mar y se inundaron Ciudad Bolívar y otras ciudades y comunidades de la Orinoquía. “Puede ser el cambio climático o la variabilidad”, dice Gil, aludiendo a la falta de información y estudios. Pero alerta: “la vulnerabilidad que tiene el país es tan grande que cuatro gotas te pueden generar problemas”.
Caracas también es vulnerable
En la capital, los datos indican que está lloviendo más que antes. Según Arévalo, la media del período 1991-2020 es mayor que la media de 1961-1990. De hecho, las mediciones de precipitación anual están muy por encima de hace cincuenta años.
En 2022, según la estación de la Universidad Central de Venezuela, entre abril y septiembre —exceptuando mayo y julio— ha llovido más que el promedio mensual caraqueño: sobre todo en agosto y septiembre.
Según Arévalo, este fenómeno podrían ocasionarlo las islas de calor urbano que ha generado la expansión de la ciudad: es decir, el incremento de la temperatura en una ciudad a causa del tráfico, los materiales de construcción y la falta de áreas verdes. El aumento agresivo de temperaturas urbanas que genera islas térmicas acelera la evaporación del agua y estimula lluvias irregulares: es decir, eventos que superan los 20 milímetros de lluvia. El jueves 28, explica Di Lisio, en El Hatillo llovieron más de 112 milímetros: un 10 por ciento de lo que puede llover en promedio anualmente en esa área.
Además, dice De Viana, “en algunos barrios hay procesos de desestabilización formados por las mismas casas” que tienen aguas negras que no se canalizan adecuadamente e infiltran la tierra de la montaña. De Viana recuerda la tormenta tropical Brett, que impactó áreas capitalinas como La Vega, El Valle, Coche y la parte alta de la Cota 905, dejando más de 70 muertos solo en Caracas. Para De Viana, la lección de aquella noche es la importancia de tener cuerpos de bomberos y de atención de emergencias bien equipados —con mejores vehículos, maquinaria e iluminación— en áreas metropolitanas. En septiembre, un niño de Chapellín fue arrastrado por una quebrada. Su cuerpo se encontró días después en el río Guaire, ya en los Valles del Tuy. Para Di Lisio, Antímano y las áreas cercanas a la quebrada Tacagua en Catia también son vulnerables.
Pero el sureste de Caracas también puede ser vulnerable por el tipo de suelos donde varias edificaciones fueron construidas. En días recientes, parte de una quinta —compartida por 12 familias— se desplomó en Colinas de Bello Monte. Hubo deslizamientos en áreas residenciales de Colinas de La Tahona y una mujer embarazada murió tapiada cuando su vivienda se desplomó en Baruta. Di Lisio alerta también sobre el efecto de las malas podas y la deforestación en los municipios metropolitanos. Por ejemplo, el jabillo mal podado que colapsó sobre la Avenida Libertador: “Ya no hay servicios especializados de poda en casi ningún municipio”, dice Di Lisio, quien nota la falta de “criterios” del municipio Chacao.
La planificación, crucial para el desarrollo
Es necesario que el Estado haga respetar las ordenanzas y las leyes que rigen el riesgo hidroclimatológico, dice Di Lisio. Por ejemplo, a las poblaciones informales en los cauces de ríos —como Las Tejerías— “deberían haberlas sencillamente reubicado desde hace mucho tiempo”. Sin embargo, Di Lisio alerta que no se debe emprender un proceso de reubicación que repita la situación de los damnificados de Vargas: estos pasaron años en refugios inadecuados y luego los mudaron a edificios de la Misión Vivienda que –explica– no responden a normas de convivencia social ni a la arquitectura de un país tropical, copiando prototipos bielorrusos y rusos.
En cambio, considera que Venezuela debería seguir el Marco de Sendai para la Reducción de Riesgo de Desastres de Naciones Unidas e informar a las comunidades de los riesgos de las zonas en las que viven. Evaluar los periodos de retorno de los fenómenos climáticos, para definir el rol del cambio climático, es otra medida que recomienda el geógrafo. “Hemos perdido la orientación de los lineamientos técnicos que deberían estar presentes en un plan de desarrollo —afirma—. Hasta ahora no he visto una política coherente, inteligente, que le permita aprender de eventos anteriores”.