Crecí en El Paraíso en Caracas, oyendo a mi abuela española citar a Benito Pérez Galdós. A diario. Día y noche. Y era tan fastidioso para mí en ese entonces —siempre mi abuela con su san Benito— que ni recuerdo qué decía. Pero ahora que vivo en Madrid desde hace un año, me he dedicado con gusto a ver Fortunata y Jacinta en TVE a la Carta. Feliz estará Vicenta en su gloria.
Algo sí había en sus citas, sin embargo, que me llamaba mucho la atención: unas viviendas que describía torciendo la boca con un poco de desprecio, pero que yo no podía ni imaginar, de tan distintas a las casas y apartamentos de Caracas. Eran como unos edificios donde familias precarias y distintas compartían retretes, fuente, jolgorios y tragedias.
Escuché de nuevo el nombre de esas construcciones hace varios años, cuando visité Alcalá de Henares. Acababa de abrir un museo que había sido antes un cine y antes un teatro y antes, palabra maravillosa, una corrala. “Trescientos años dedicados al espectáculo hay en este espacio”, dijo la guía, mientras nos enseñaba una máquina de truenos barroca descubierta por unos estudiantes de Arqueología bajo la tarima de madera de un viejo almacén clausurado. Pero eso no fue lo que a mí me llamó la atención, sino unos ventanucos mínimos, con puertecitas de madera, en las paredes de algunos palcos. Según la guía, en el pasado los vecinos de las casas adosadas podían ver desde allí la pantalla del cine o el escenario del teatro sin tener que pagar entrada, así que esas pequeñas aberturas eran como un acceso de ida y vuelta al espectáculo de la intimidad.
No recuerdo si es el caso de este patio de comedias de Alcalá (aunque esas ventanitas me hacen suponerlo), pero las corralas fueron unas soluciones habitacionales para familias humildes o venidas de los campos a las ciudades, que se construyeron en Madrid y en otras ciudades de España en los siglos XVII, XVIII y XIX. Sobre una armazón de madera se levantaban hasta seis pisos de pequeñas viviendas (de no más de treinta metros cuadrados por ley) cuya puerta de entrada daba sobre unos corredores con barandas o muros bajos que rodeaban un patio interno. A esos pasillos se subía por una escalera externa. Los lavaderos, las fuentes de agua y los aseos se compartían y las cocinas eran a leña o carbón. Y en los patios, que usualmente no podían adivinarse desde la calle, se instalaban los puestos de mercado y también los cómicos ambulantes. De esa conjunción de las dos actividades, el mercado y el escenario, nació la costumbre de lanzar tomates y huevos podridos cuando es malo el espectáculo.
En Madrid quedan todavía varias corralas, y a mí me ha tocado vivir en una de ellas. Hoy suelen tener baño privado y lavadora, cocinas modernas, más luz, menos humedad y más comodidades que cuando las construyeron, pero la misma armazón de madera y una vida comunitaria muy parecida a la descrita por el don Benito de mi abuela. O al menos eso me parece a mí cuando me asomo por la ventanita de mi casa en la mañana con un franelón, mientras me tomo un café, y converso con mis vecinos que salen a colgar o recoger la ropa de los tendederos con sus trapos de andar por casa (cuya cantidad varía con el clima), o a sentarse en el suelo del pasillo para broncearse o depilarse las piernas o a fumar apoyados en la baranda con el pelo lleno de tinte, esto mientras otros apuran a gritos por la escalera al perro, al cónyuge o a los niños para no llegar tarde a donde quiera que vayan.
Tengo recuerdos de una convivencia parecida en los superbloques caraqueños, cuando iba a bailar con los compañeros del liceo o de la universidad. O en los preciosos edificios de Carlos Raúl Villanueva de la plaza O’Leary, donde me daba clases Yamilet, mi profesora de Biología. Pero la primera vez que tuve la experiencia de ver como en un escenario lo que sucede dentro de las casas, fue cuando el terremoto de Caracas sacó a familias completas a comer y dormir en la plaza Washington o en los jardines y los estacionamientos de las casonas de la Avenida Páez. En esos días, parte de lo que suele ser privado —los pijamas y las batas, las cobijas y las toallas, los rollos en el pelo y las barbas sin afeitar, las comidas y las costumbres desconocidas de los demás— apareció en las calles y fue presenciado por todos. Y aunque yo era muy pequeña, recuerdo sentir que más que por esperar que alguna réplica derrumbara los techos sobre nuestras cabezas, era la necesidad de conjurar el miedo lo que nos llevaba a estar juntos en esos campamentos improvisados.
Aquí mi casa es una buhardilla pequeña con una claraboya que ha sustituido, como paisaje abierto, a mi cerro de Caracas. La luna y el sol atraviesan cada día esa abertura en el techo, y puedo ver el cielo mientras trabajo o cocino con solo alzar la vista. Las noches de luna llena sigo desde mi cama la luz que se desplaza sobre mis cosas y me siento como si durmiera afuera. Creo que debe haber pocos cielos tan claros y tan nítidos como el de Madrid. Ese es el lado bueno del clima sequísimo de la meseta castellana.
Mi corrala se resiste a la gentrificación de este barrio y no ha sido refaccionada por completo, aunque desde la calle se ve muy bien. En ella coinciden viejos madrileños que han vivido en este lugar toda su vida, migrantes de diversos continentes en busca de alquileres módicos, e inversionistas que calculan el futuro de esta finca, como las llaman aquí, así que han empezado a comprar y acondicionar pequeños pisos.
La primera noche que intenté dormir en mi nueva casa, me molestó el correteo por el pasillo de unos niños pequeños. Me contuve un buen rato, pero al final abrí molesta la puerta que se sacudía con los pelotazos y pedí un poco de silencio. Esta fue la respuesta de Elvira, mi vecina, con los brazos en jarra:
—Hombre, pero si no son más que las doce. Esto sí que no lo había visto nunca, y mira tú que he visto cosas.
Era martes y al día siguiente había colegio, así que me temí lo peor, que el destino me hubiera llevado a uno de esos conventillos que mi abuela Vicenta describía horrorizada. Justo castigo por no apreciar su san Benito.
Pero nada que ver. O todo. En poco tiempo me he acostumbrado a que mis vecinos compensen los pocos metros o la poca luz de sus casas en los espacios comunes, a que las paredes delgadas me tengan al tanto de todo, y a vivir con una gente tan variopinta, tan corriente y tan extraña, como la que veo en las calles de Madrid todos los días. Así que estoy muy a gusto mirando el escenario por la ventana y sobre todo me siento en casa cuando oigo a Elvira gritar en el pasillo a los niños, aunque sean las diez de la mañana:
—¡A callar! ¡A callar, que trabaja Sandra!