Una de las paradojas que definen como personaje al recientemente fallecido José Fructuoso Vivas Vivas, tan reconocido como controversial, es que quienes lo apoyan y quienes lo adversan se refieren a él siempre como “Fruto” —una especie de acrónimo de su nombre de pila que terminó imponiéndose como emblema y casi como marca hasta quizá definir a la personalidad que con él se nombraba—, con una familiaridad y cercanía que algunos no llegamos a disfrutar.
Nació en La Grita, Táchira, en 1928, y comenzó su trabajo como arquitecto mientras aún estudiaba en la Universidad Central de Venezuela. Se graduó en 1956, pero ya en 1955 había ganado el concurso para la sede del Club Táchira en Caracas, cuya imponente y distintiva cubierta diseñó con el ingeniero español Eduardo Torroja, en uno de esos arrojos tan propios de la época y que siguen maravillando.
También en 1955 había colaborado con Oscar Niemeyer (con quien mantuvo una fluida relación e intentó otras colaboraciones profesionales, hasta la muerte de éste) en el diseño del Museo de Arte Moderno de Caracas, otra audaz estructura destinada a construirse en las colinas al sur del Valle de San Francisco que comenzaban a urbanizarse, y en 1954 había concluido la Quinta El Palmar, en Playa Grande, vivienda vacacional del dictador Marcos Pérez Jiménez en la que Fruto muestra por primera vez algunas de las exploraciones que marcarían su posterior desarrollo profesional: imágenes y modos de organización tradicionales que coexisten con intrépidas experimentaciones en formas arquitectónicas que se abren hasta casi desmontarse sin dejar de ser, al mismo tiempo, reconocibles y sorprendentes.
En 1954 había concluido el Hotel Moruco, en San Domingo, parte de la Red Hotelera Nacional desarrollada por Conahotu, que contó con trabajos de los arquitectos jóvenes más destacados de entonces, y en 1957 terminaría la Casa Palacios, en Río Chico, dos ejemplos emblemáticos de lo que Juan Pedro Posani, en un giro crítico algo despectivo, que asombra por sus posiciones posteriores, calificó de “arquitectura populista”. Hoy destacan ambos como el decidido intento de un arquitecto joven de fundar su interpretación de la modernidad (a la que, como todos, aspiraba) en unas raíces que pocos reconocían como merecedoras de una mirada atenta. Fruto desarrolló así su propia idea de lo “original”, no como un rechazo sino como una intensificación de nuestros orígenes.
Así lo habían hecho Alvar Aalto en Finlandia y Frank Lloyd Wright en Estados Unidos, dos fuentes que desconozco cuánto hayan interesado a Fruto, pero cuyos ecos creo pueden identificarse en esas primeras casas que celebran el aire y la luz hasta “casi no estar”, convertidas en sistemas espaciales en los que, como en los corredores de las casas ancestrales y en los entramados de los shabonos yanomami, la estructura define cubiertas, encuadres y bordes discernibles pero siempre permeables.
En la Iglesia del Divino Redentor en San Cristóbal (1957), las superficies de texturas prominentes de ladrillo y madera se articulan para que la luz protagonice un espacio interior bien delimitado pero también esponjoso, abierto, casi etéreo.
Uno de los más populares grupos de proyectos de Fruto, tanto por el reconocimiento público como por el interés que él mismo puso en la divulgación de su propósito conceptual, es la serie de los llamados “árboles para vivir”, una línea de investigación iniciada en viviendas unifamiliares desarrolladas en cuerpos elevados, como copas de árbol, y entre superficies cuyas celosías permiten luces tan abiertas y mutantes como sus follajes.
De ahí viene el edificio concluido en 1990 en Lechería, una suerte de subversión del esquema típico del bloque de viviendas que, como hace la fragmentación en distintos cuerpos funcionales en las casas, a la vez compone y descompone la forma en interrelaciones abiertas enriquecidas a largo del día y el año por los cambios de luces y sombras.
Fruto nunca ocultó su posición política y es mezquino, cuando no estúpido, anteponerla para pretender oscurecer o relativizar el valor de su legado.
Trabajó activamente (y de manera encubierta o claramente clandestina, cuando tocó, pero sin negarlo jamás) en las actividades de la guerrilla, desde su papel como miembro del PCV. Organizó un grupo de trabajo que se mudó a Nicaragua cuando triunfó la revolución sandinista para apoyar arquitectónicamente aquel proyecto. Y no ocultó su apoyo a Hugo Chávez, a quien consiguió enamorar de varias ideas (aunque no lo suficiente para llevarlas a cabo), pues el encanto de su verbo, su poder de seducción y la pasión con que expresaba sus ideas era al menos tan cautivador como el del barinés, aunque, además, pudiera sumar a eso una facilidad y eficacia para la expresión gráfica que hacía que lo que iba contando mientras lo imaginaba y dibujaba pareciera materializarse delante de quien lo veía mover su mano con destreza definitivamente inusual.
Quizá por esas habilidades, unidas a una presencia arrolladora y a una certeza del valor de sus virtudes que podía hacerlo lucir petulante, puede que Fruto sea el arquitecto venezolano que haya formado una escuela más identificable y, quizá, duradera, tanto en lo conceptual como en lo formal. Ciertamente una manera contundente de dar frutos y de continuar dándolos más allá de una vida extensa pero, como todas, finita.
En este y otros sentidos, la presencia de Fruto es determinante para dar al (afortunadamente) inacabado esfuerzo nacional de construir una modernidad que nos enorgullezca, un matiz particular que, además, nos identifique. Su curiosidad, creatividad, profusión y frecuentes transgresiones son insoslayables para entender su trabajo, la arquitectura venezolana desde mediados del siglo XX y, en buena medida, a nosotros mismos, en nuestras adhesiones y en nuestras diferencias.
Una importancia que, seguramente, se mantendrá y acrecentará cuando el tiempo pase, las emociones se asienten, las evaluaciones se afinen y logremos apreciar el trabajo de Fruto, el personaje, el autor y el ideólogo, con la justicia que merece para congratularnos todos de la refrescante interpretación de venezolanidad que su vida y su obra nos ofrecen.