A Vancouver llegué en 2013, justo después de la muerte de aquel señor. Había pedido divisas a Cadivi para hacer una maestría y aunque todavía no tenía aprobación, el 28 de agosto viajé con las típicas dos maletas y 3.150 dólares canadienses, (unos 3.000 dólares de Estados Unidos). Tenía una reservación en un hostal y el siguiente plan: «Si no me sale Cadivi, me regreso en diciembre».
Llegar no fue emocionante ni deslumbrante. No noté las montañas del norte con sus picos nevados. No noté los veleros reposando en la ensenada de False Creek en pleno downtown ni los rascacielos de ventanas plateadas que la rodean. No noté que las hojas de los arces ya comenzaban a caerse y a pintar el suelo de rojo. Yo venía con el corazón desbaratado porque sabía que quedaba en pausa una relación de casi diez años y con la distancia llegaría a su final, a pesar de que duró cuatro años más.
A eso se suma que me sentía en bancarrota. Que Vancouver es una ciudad cara is an understatement. El taxi que me llevó del aeropuerto al centro me costó 60 dólares y otros 60 el hostal donde me quedé que hasta heces tenía en una de las duchas.
Milagrosamente, Cadivi salió. Pero no llegaba a tiempo y 900 dólares para vivir eran una miseria. Solo la habitación de 2×3 m2 donde dormía y estudiaba me costaba en 550 dólares, el mercado 200, el celular 30, el seguro médico mensual 70.
Duro.
Pero encontré algo que nunca había experimentado antes: una comunidad que me prestó apoyo sin pedirme nada a cambio y que me ha empujado a echar pa’lante —con o sin plata, con o sin empleo, con o sin pareja— cada uno de los 2.500 días que he estado en la ciudad-puerto más importante del oeste de Canadá.
Ahora tengo padres mexicano-canadienses, amigas que me ofrecieron matrimonio en caso de que no me concedieran la residencia, compañeros de trabajo que donan dinero a causas en Venezuela sin que yo se los pida y el corazón lleno de gratitud por esta land of opportunity.
Organizarse para protegerse
Vancouver, es para mí eso: una comunidad que se une para salir adelante.
Entre los años sesenta y noventa, la ciudad se consideraba el bastión hippie activista de la costa oeste. Las primeras reuniones de Greenpeace fueron en una casa de Kitsilano, un sector donde ahora abundan los estudios de yoga, las tiendas de jugos verdes desintoxicantes y los cafés cuyos menús incluyen cinco variedades de chai latte.
Pero en aquellos días, cuando Paul Anka cantaba “Diana” en la tele, el ahora barrio hipster era el epicentro de campañas contra las pruebas nucleares de Estados Unidos en Alaska, contra la caza de ballenas y focas, y los desechos tóxicos.
Vancouver está en el sur de la provincia de Columbia Británica, que a su vez está bordeada por el Océano Pacífico hacia el oeste y las Montañas Rocosas hacia el este. Más del 14 % del territorio provincial es área protegida, el equivalente al tamaño del estado Amazonas.
Que semejante extensión de terreno esté destinada al disfrute turístico y no a la explotación forestal o minera es producto precisamente del trabajo de esa comunidad unida, liderada no sólo por Greenpeace sino por decenas de organizaciones ambientalistas que se enfrascaron en décadas de batallas cívicas y legales para proteger los bosques provinciales.
El resultado de esas luchas fue y es un amor absoluto por las montañas que rodean la ciudad. El senderismo es una de las actividades predilectas de los vancouverites, en invierno o verano, llueve, truene o relampaguee.
Porque aquí llueve. Y llueve… y llueve. En promedio, caen al año 1.283 mm de agua, es decir, 350 mm más que en Caracas. Vancouver no es el Canadá de los iglús y los muñecos de nieve que muchos se imaginan. Ésta es la ciudad donde los días soleados son contados y donde lo más común es tener botas de lluvia y encontrar paraguas olvidados en los restaurantes, en los baños, en las paradas de autobús.
Tanto aguacero también hace que los espacios naturales que rodean la jungla de concreto se mantengan verdes casi todo el año y que apenas sale un rayito de sol, la gente salga a echarse al parque como iguanas, así la temperatura sea tres grados bajo cero.
Para mí que crecí bajo el inclemente sol guayanés, semejante cosa se me parecía absurda. Pero seis años y muchos palos de agua después, el iguana-style es parte de mi modus vivendi.
Verde que te quiero verde
Encontrar un espacio al aire libre para disfrutar cuando sale el sol no es difícil en Vancouver. Además del Stanley Park, 400 hectáreas verdes que bordean el extremo oeste del downtown y se asemejan en tamaño y función al Central Park en Nueva York, cada urbanización tiene su propio parquecito o parquesote para hacer picnics o taichí, jugar hockey de grama o voleibol, trotar o leer.
En muchos de esos parques, quienes viven alrededor instalan jardines comunitarios: cajas de de madera de 1.5 x 1.5 m donde siembran lechuga, kale, tomate, calabacín y, en ocasiones, flores comestibles. Nadie se roba la siembra. Nadie se come lo que no es suyo.
También hay recipientes para hacer compost, porque si hay algo que Vancouver hace es reciclar. No solo desechos orgánicos, también el plástico, aluminio, papel… tanto espacios públicos como privados tienen diferentes contenedores para separar la basura y abundan las iniciativas para reducir la generación de residuos.
En ciertas áreas, como por ejemplo en la principal universidad, los pitillos están prohibidos y si quieres un café para llevar pero no tienes tu propia taza o termo, te cobran 25 centavos extra por un vaso de cartón. Lo mismo ocurre con las bolsas plásticas.
La meta de la alcaldía es que Vancouver sea la ciudad más verde del mundo, un objetivo que parece no parece estar lejos. Aunque los rankings varían, según la consultora global Arcadis, la ciudad ocupa desde 2016 el primer lugar en América del Norte en lo que respecta a sostenibilidad para su gente, su economía y el planeta. A escala global, ocupa el puesto 23 de 100 en el Índice de Ciudades Sostenibles.
Hace años había el chiste que atribuía el verde de la ciudad a que en ella la marihuana rodaba libremente, pero perdió la gracia desde que en 2018 se legalizó su uso recreacional en todo Canadá.
Lo que sí es cierto es que nada cambió con la legalización, porque desde hacía años lo más común era que el olor a “monte” te recibiera en el aeropuerto, las estaciones de tren, las plazas y los cafés.
El evento 4/20 de Vancouver, humeante y ahora convertido en un mercado de productos con cannabis, es el de más antiguo en el mundo. En 2020, se estima que unas 100.000 personas asistirán a lo que antes era una jornada protesta para presionar por su legalización. El evento debió moverse, desde un espacio confinado frente a la céntrica galería de arte de la ciudad, hasta la playa Sunset, en las afueras del downtown y en las adyacencias de Davie Village. Allí los cruces peatonales son de rayitas moradas, azules, verdes, amarillas, rosadas y en casi todos los edificios ondea la bandera arcoiris.
Mente abierta
Vancouver es una ciudad liberal y puede que donde se note más es en sus políticas relativas a las drogas. Con detractores y defensores, aquí existen sitios donde los adictos a sustancias como la heroína pueden ir a consumir de manera segura y con jeringas nuevas frente a personal médico, para prevenir infecciones como el VIH o hepatitis.
En sitios específicos, también hay máquinas que dispensan opioides como hidromorfona, para evitar que la gente los compre contrabandeados en la calle, donde normalmente están ligados con fentanyl, una sustancia a la que se le atribuyen casi todas las muertes por sobredosis. En 2019, unas 400 personas murieron en Vancouver y 1.000 en la provincia de Columbia Británica. Suena mucho —y lo es—, pero la cifra muestra que las políticas de reducción de daños están empezando a funcionar, pues en 2018 fueron casi 1.500 las muertes por sobredosis y en 2017 fueron 1.540, según el Servicio Forense provincial.
La lógica tras este tipo de políticas contra la “epidemia de los opioides” es que son más los recursos requeridos si la intervención se limita a intentar salvar a personas con sobredosis u ocuparse de quienes fallecen. Es más barato facilitarle a los adictos dosis de mantenimiento en espacios controlados, donde también son posibles las intervenciones psicosociales que podrían contribuir a que muchos adictos sean personas funcionales.
Son políticas controversiales, sí, pero también demuestran una mentalidad abierta para la cual progresa la comunidad en la medida en que lo hace cada individuo, sin importar su sexo, raza, origen, religión.
Gente a mi lado
Que haya un sentido amplio de comunidad no significa que no haya enclaves donde se apoya más a los que tienen el mismo origen que uno.
Vancouver alberga unas 600.000 personas, pero la ciudad está dentro de lo que se llama Metro Vancouver que, con 2,8 millones de habitantes, incluye suburbios como Surrey, el enclave indio, y Richmond, el enclave chino. En estos sitios, comandan la mayoría de los negocios personas de esas nacionalidades quienes, en líneas generales, tienden a contratar a sus coterráneos y a relacionarse con sus paisanos.
Según el censo de 2016, en Metro Vancouver las minorías superan a los blancos descendientes de europeos. Los chinos llevan la delantera y suman casi medio millón de personas.
Las diferencias culturales no siempre son fáciles de aceptar. De pronto te sorprenden olores desagradables, costumbres o modos de vestir que ignorabas. Y lo distinto suele generar rechazo en un primer momento, pero cuando te das el tiempo de procesarlo, aprendes que en sus diferencias ese “otro” es más similar a ti de lo que crees. En ese proceso de entender al otro, aprendes mucho de ti mismo como individuo, como parte del colectivo del que eres originario y como nuevo integrante de la comunidad en la que te estás insertando.
Migrar sola te da tiempo para pensar. Darme cuenta de estas cosas tomó tiempo y solo pasó cuando, ya superadas las primeras semanas de la mudanza, comencé a reflexionar.
Salí de Caracas con su tráfico bullanguero y llegué a un suburbio de Vancouver donde el silencio me dio mucha calma. Pero en los momentos de soledad, también fue mi peor enemigo.
Como quiera que fuera, siempre hubo alguien. La familia que llamaba por Skype o mis caseros que terminaron por ser mis “padres adoptivos”; las amigas —del alma, ahora— que conocí en un voluntariado o las compañeras de clases que revisaban la redacción en inglés de mis trabajos.
Vancouver es la montaña nevada que se une con la playa, los paseos en bicicleta alrededor del rompeolas, las happy hours con cervezas orgánicas de flor de saúco, los callejones donde puedes comer sushi, curry indio o tailandés, wonton o pupusas de El Salvador. Vancouver es la gente que he conocido y ha estado a mi lado, de forma permanente o solo por un rato, en este camino largo y empinado.