Un gran grupo de venezolanos intenta sobrevivir en un campamento en las riberas del Tahuando, en Ibarra. Estas personas enfrentan la enfermedad, la pobreza, el hambre y la discriminación en una ciudad donde ha habido importantes ataques xenófobos contra venezolanos. Vienen del norte de Perú y del sur de Ecuador y van de regreso a Venezuela. Ibarra es parada obligada para quienes viajan por tierra entre Colombia y las principales ciudades de Ecuador, Quito, Guayaquil o Cuenca. Son unas doscientas familias, hay niños y mujeres embarazadas entre ellos, mayores y gente discapacitada, y están varados aquí.
Regresan al país que abandonaron porque en este también han perdido su posibilidad de trabajo, formal o informal, debido a la pandemia. Viven en condiciones de precariedad extrema, sin ningún tipo de protección social que les permita atenderse si se contagian de covid-19, o en cualquier otra eventualidad. Quieren llegar a Venezuela para al menos tener apoyo de su entorno de familiares y amigos. Pero el cierre de la frontera de Ecuador con Colombia los dejó atrapados en Ibarra y sus alrededores.
Su nacionalidad y su pobreza hace que los rechacen. De acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), ya antes de la emergencia sanitaria, el 46 % de los venezolanos había vivido situaciones de discriminación, y un 15 %, alguna forma de violencia física o verbal en su proceso migratorio en Ecuador, por lo que la ONU lanzó una campaña contra la xenofobia en ese país. A la mayoría les es casi imposible encontrar vivienda y trabajo. Cuando los contratan, no les pagan o los explotan. Cuando intentan limpiar parabrisas, vender empanadas, hamburguesas o pizzas, los vecinos los expulsan, los cuerpos de seguridad arremeten contra ellos. Los gobiernos tampoco les ofrecen salidas. Se los considera un estorbo y que afean la ciudad. Delincuentes, cómodos, pedigüeños, prostituidos, pobres. Sobre todo eso: pobres, el motivo principal para rechazar a los migrantes.
Entre la negligencia y la corrupción
En Ibarra hay cuatro albergues para indigentes, adultos mayores extraviados o abandonados y personas “en situación de movilidad humana” (como se llama oficialmente a la migración en Ecuador), con una capacidad aproximada de 15 personas cada uno. Los ciudadanos sin techo pueden quedarse allí desde las siete de la noche hasta las siete de la mañana. A esa hora deben salir de forma obligatoria de ahí y no pueden guardar sus pertenencias en el lugar. No son las normas de un campo de refugiados sino de un refugio para indigentes. De hecho, en estos sitios se refugian todo tipo de personas, desde adictos hasta niños pequeños, a veces compartiendo una misma habitación. Quienes usan los albergues solo pueden estar una o dos semanas como máximo, según lo que establecen las normas internas.
Ante tantas limitaciones, muchas familias venezolanas han preferido refugiarse en sitios abiertos en la ciudad: las plazas y parques del centro. Pero no pasa mucho tiempo antes de que los expulsen. Por eso han levantado este campamento en la ribera del río Tahuando, cerca del mismo lugar donde Bolívar dirigió a sus tropas en la batalla de Ibarra en 1823. Las comunidades de los alrededores piden a las autoridades que desalojen estos asentamientos informales, aunque no que atiendan a esta gente desesperada. El problema social de la xenofobia es muy complicado.
Muchos han llegado a Ecuador sin pasaporte, sin antecedentes penales, sin títulos educativos legalizados. Aquí tampoco encuentran mecanismos que les permitan solucionar esos problemas. Cada trámite de legalización es complicado y costoso. Una visa de residencia cuesta 400 dólares (ese es el sueldo mínimo mensual en Ecuador) y apenas dura un año o dos. Los pobres están atrapados por la indolencia, la ineficacia y la corrupción de los dos gobiernos.
Los que sí ayudan
Desde hace unos cuatro años, algunos ecuatorianos y los venezolanos que viven en la ciudad de Ibarra en mejores condiciones —porque migraron en el marco del proyecto de colaboración académica Prometeo, o tienen una formación y ahorros para emprender actividades económicas—, han asumido la tragedia de estas personas como una causa.
En incontables ocasiones se han reunido con las ONG que atienden a los migrantes venezolanos, buscando soluciones. Con donaciones particulares han repartido alimentos y productos de higiene personal en los albergues. También lograron organizar un comedor popular que funcionó algunos meses, donde ofrecían almuerzos completos por 50 centavos de dólar a venezolanos que trabajaban en las calles. El comedor se abrió gracias a la donación de una maravillosa ecuatoriana que solicitó dinero para los venezolanos en lugar de regalos para su boda. El local pertenece a una iglesia bautista y unas señoras ecuatorianas cocinaban sin cobrar cada día.
Ciertamente, no pocos ecuatorianos han comprendido que la situación de estos venezolanos es, además de inhumana, un riesgo para todos. El covid-19 no distingue nacionalidades. Estas iniciativas privadas han sucedido también en Quito, Guayaquil y Cuenca, al menos.
Ahora, en plena emergencia del covid-19, la psicóloga Viegla Rodríguez y la abogada Rossana Seijas, dos venezolanas residenciadas en Ibarra, han emprendido una campaña para apoyar a sus compatriotas hacinados en ese campamento en las orillas del Tahuando. Reúnen colaboraciones de dinero y de alimentos no perecederos. También recibieron una donación de cien mascarillas de unas jóvenes venezolanas que tienen una taller de costura y las repartieron a estas familias. Junto a Ruth Utrera y su esposo, David Torres, organizan las entregas que llevan a estas familias que viven a la intemperie. Al comienzo trataron de ofrecer alimentos preparados, y el primer día fueron 90 personas a recoger la comida envasada, entre ellas 60 ecuatorianos y varios colombianos. Pero los migrantes venezolanos no pueden optar por las ayudas sociales del Gobierno ecuatoriano a personas y familias en situación de vulnerabilidad por la pandemia, ni a canastas de alimentos o bonos de emergencia.
Las organizaciones Venezuela en Ecuador, Chamos Venezolanos en Ecuador y la Fundación Venezolanos en el Exterior en Ecuador (Funvex-Ec), entre otras, coinciden en que no se ve que el Estado haya atendido antes a los migrantes venezolanos y se angustian por su circunstancia, que es aún peor ahora, con la pandemia y el desesperado intento de estas personas de regresar a Venezuela.
¿Pero cuál es el destino entonces de los fondos adjudicados a Ecuador, por Estados Unidos, la Unión Europea, Japón, y Alemania, el Fondo Central para la Acción en Casos de Emergencia de la ONU y el BID, para atender a la migración venezolana? El monto total de esta asignación, en marzo de 2020, era de más de 100 millones de dólares. ¿Se los ha invertido en medidas que ayuden realmente a la integración social de los migrantes y a mejorar su calidad de vida? ¿Se atenderá a los migrantes como es debido y habrá continuidad en los aportes, ahora que la pandemia afecta al continente con más intensidad?
Lo que trajimos los venezolanos
Según las cifras actualizadas por el Ministerio de Gobierno, al 19 de enero de este año, 354.538 ciudadanos venezolanos ingresaron al Ecuador de forma regular y se han quedado a vivir aquí. Pero no todos estos venezolanos necesitan ayuda, por lo que no todos son una carga, y muchos favorecen al país. La organización Venezolanos en Ecuador, que funciona en Guayaquil desde 2015, dice que 70 % de los venezolanos que llega a esa ciudad tiene formación profesional. En la Secretaría de Educación Superior Ciencia y Tecnología, se habían registrado 27.000 títulos de profesionales venezolanos hasta 2019. Algunos tienen trabajo, muchos son docentes universitarios que ganan un buen sueldo, pagan impuestos al Estado y cotizan al Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS) montos que pueden llegar a 600 dólares mensuales, es decir, hacen su aporte obligatorio al Estado ecuatoriano aunque generalmente usan servicios médicos privados. Otros tienen carreras de prestigio internacional y algunos fueron profesionales contratados por el programa Prometeo, que en 2012 invitaba a la comunidad científica venezolana a capacitar a estudiantes, investigadores y científicos ecuatorianos, y decidieron quedarse en las Instituciones de Educación Superior.
En 2018, no menos de 100 venezolanos, profesores investigadores con PhD, trabajaban en las universidades y escuelas politécnicas estatales ecuatorianas, y en sus primeros años de funcionamiento, una de las universidades emblemáticas del país, llegó a contar con un 70 % de profesores de matemática y computación venezolanos, para no enumerar a los de otras áreas. Estos profesionales han contribuido a elevar esa universidad en el escalafón internacional de investigación. En marzo de 2020, cinco investigadores, dos doctoras venezolanas (Gema González y Sarah Briceño), uno mexicano (Julio Chacón) y dos ecuatorianos (Carlos Reinoso y Daniela Navas), docentes de la Universidad Experimental Yachay Tech, desarrollaron una técnica de alto rendimiento que permitió triplicar el número de pruebas de detección rápida del covid-19 en el Ecuador.
Pero los venezolanos no solo contribuyen en el suelo ecuatoriano, a pesar de la crisis, para muchos graduados en el Ecuador, interesados en títulos de cuarto y quinto nivel académico, nuestras universidades públicas eran hasta hace poco una combinación perfecta de matrícula muy económica y buena calidad en la educación.
Estos son solo algunos ejemplos, entre muchos, de la contribución de Venezuela al desarrollo de Ecuador. A pesar de ello, solo se destaca la presencia de los migrantes más pobres, y pocas veces se destaca nuestra contribución como agentes de crecimiento y cambio, como portadores de mejoras en educación, investigación y tecnología.