Jaminson dribla mientras otros dos oponentes intentan despojarlo de la pelota, en el espacio que funge como cancha en el barrio Niño Jesús de Petare. Tiene once años pero por su estatura y peso parece un niño de ocho. Mientras su balón rebota, fallece Eliécer Aguiar, de 12 años de edad, en el área de Nefrología del hospital J. M. de Los Ríos. La novena muerte en ese servicio en lo que va de año. El segundo en morir en menos de un mes.
Pero Jaminson no sabe ni sabrá acerca de Eliécer. Jugar al básquet es una de las pocas actividades de recreación, quizás la única, a la que puede acceder, y la disfruta. Hace un año sus padres emigraron a Perú y él se quedó con Yamileth, su abuela, una enfermera que gana dos sueldos mínimos (equivalentes a unos 4 dólares) más lo que reúne por guardias. Y eso le alcanza, a duras penas, para comer. Ir al cine, a un parque de diversiones o a la playa, son lujos impensables para ellos.
Las opciones de recreación son muy pocas en Caracas, una ciudad que no ha crecido de forma armónica para nadie, ni tomando en cuenta los derechos de los niños, niñas y adolescentes. “Hay muy pocas áreas verdes y espacios de esparcimiento, y los que aún existen están abandonados. Las canchas deportivas son cada vez más escasas. La capacidad de correr, compartir, socializar es cada vez más limitada”, explica Carlos Trapani, coordinador general de la ONG Centros Comunitarios de Aprendizaje (Cecodap).
Entre muchas necesidades y muy pocos recursos
Las condiciones actuales del país intensifican los costos históricos de la pobreza, y también los amplían a la clase media, que se empobrece con rapidez.
Las fallas en el tejido de la vida cotidiana producen una reacción en cadena cuyas consecuencias marcan a corto y largo plazo en la vida de estos chamos. Si no hay agua en su vivienda o en la escuela, un niño no va a clases. Si no hay transporte entre su casa y el salón, tampoco, y si no hay gas ni comida, menos. En los alrededores de la capital de Venezuela —zonas como Turgüa, la Cota 905, Caucagüita— esto pasa cada día. Mucho peor será en el resto del país. Así se van acumulando las ausencias y aumentan las posibilidades de que los chamos terminen por abandonar del todo su educación.
Hay organizaciones que trabajan con la comunidad organizada y las escuelas para crear espacios de resiliencia y protección para nuestros niños, pero paliar la crisis humanitaria compleja es cada vez más difícil. “Es muy grande la magnitud de los problemas y hay una falta absoluta de protección por parte del Estado y sus instituciones. Se deberían instaurar programas de alimentación, salud, reunificación familiar, seguridad, educación y paremos de contar. Los recursos con que cuentan las ONG y la comunidades son limitados y la demanda de soluciones crece todos los días”, señala Trapani.
Las condiciones institucionales, sanitarias y urbanas dificultan el desarrollo del potencial de nuestros niños, y hasta el ejercicio mismo de sus derechos fundamentales.
“En muchas familias la mamá es la cabeza, pero no está en casa porque debe trabajar. Nadie los supervisa ni los controla, no saben lo que hacen ni con quién se relacionan. ¿Qué hacen para distraerse? Salen a la calle y corren sus peligros”, dice Darda Ramírez, pediatra y adolescentóloga del Hospital Materno Infantil de Petare.
Como Jaminson y sus amigos, los niños de las barriadas caraqueñas no salen de sus entornos, y cuando salen a buscar espacios donde jugar, se exponen a los monstruos que los acechan, más peligrosos y letales que los que ven en la televisión.
Los grupos armados captan a los muchachos y los usan en distintos fines: transporte de drogas, trabajadores sexuales, delatores o, lo que califican como “inteligencia social”, niños que vigilan áreas para facilitar hechos delictivos. El hambre es otro instrumento de captación: les ofrecen desde comida hasta una moto. Ocurre en zonas urbanas, rurales y fronterizas.
Una película y un adiós
Pero en Caracas la vida de los chamos sigue su curso, como mejor se puede en cada caso.
A las 4:30 de la tarde solo cinco personas hacen una fila para comprar entradas para el cine en el Centro Comercial Líder, en La California. Adriana del Carmen, de 8 años y Valentina, su mamá, reciben sus tickets. Valentina decide complacer a su hija, que insiste en que compre cotufas. Esta salida al cine de ellas dos, sin gastar en nada más, cuesta 200 mil bolívares soberanos, que ese día significan 9 dólares, un lujo para esa familia.
Valentina dice que quiere que su hija tenga acceso a espacios donde pueda cultivar la imaginación. Trabaja como analista de sistemas en una compañía, pero como un sueldo no alcanza, mata tigres para completar un ingreso que, junto a lo que devenga su esposo en su ejercicio como abogado, les permita cubrir sus necesidades y pagarse algunos privilegios como ir al cine alguna vez.
Adriana del Carmen tampoco sabe de la muerte de Eliécer. Ni que era uno de los sobrevivientes de un brote infeccioso que afectó el servicio de Nefrología del J. M. de Los Ríos en 2017 y provocó la muerte de 24 niños. Ni que esperaba un trasplante de riñón. Ni que estaba amparado por una medida cautelar de la CIDH. Ni que a él también le gustaba ir al cine. Ni que cumpliría 13 años el 9 de septiembre.
Adriana solo espera que se abran las puertas para ver la película y disfrutar de sus cotufas. Esta allí porque su mamá, ese día, decidió hacer el gasto para alegrarla un poco: Adriana sabe que otro más de sus compañeros de clase, su mejor amigo, no regresará al colegio. Sus padres decidieron emigrar a Chile. Ni ese chamo ni Adriana saben cómo lidiar con eso.
Las puertas de la sala se abren. Adriana y su mamá entran de inmediato para ver la nueva Aladdin. Mientras tanto, en San Bernardino, a pocos kilómetros siguiendo la falda del Ávila, Emily, la mamá de Eliécer, prepara su velorio.