—Te voy a echar el cuento… —dice su esposa Alejandra Iriarte de Blanco veintiún años después.
Ocurrió el 21 de diciembre de 1999, cinco días después que la Asamblea Nacional Constituyente decretara el estado de alarma en el Distrito Federal y en ocho estados de Venezuela. Ya la montaña se había revuelto con el mar y tapiado dos terceras partes del estado Vargas. Había salido el sol y la familia Blanco agradecía su suerte porque la casa que Oscar había construido ni crujió ni se cuarteó.
Alrededor de las 2:30 de la tarde, Alejandra, sus hijos Aleoscar (12) y Oscar (7), y sus sobrinos Edwar (6) y Orailis (2) fueron a la casa del frente a guindar la ropa recién lavada. Oscar se quedó en casa con su suegra. Entonces, sonó otra lluvia: la de disparos, el ruido de otras desgracias. Veintitantos hombres del Batallón de Infantería Paracaidista Coronel Antonio Nicolás Briceño anunciaron su llegada. La tragedia se metió en el barrio Valle del Pino del sector Los Corales en Caraballeda.
Alejandra corrió hacia su casa y sus cuatro hijos detrás de ella. El Ejército llegó primero y les prohibió la entrada.
Sin orden de allanamiento ni cortesías, al menos cinco militares entraron a buscar dinero, drogas, armas y objetos robados.
Era parte de un operativo especial para devolver el orden en aquellas zonas donde la delincuencia hacía más desastres que el aguacero. Los funcionarios siguieron la orden del teniente Federico Ventura: “¡Tumben toda esa vaina!”. Oscar formaba parte de “esa vaina”.
Lo golpearon delante de su esposa, sus hijos, su suegra y quien viera en el barrio. Mientras más lo golpeaban, más lloraban sus hijos. “¡Dígales que se callen!”, ordenó el teniente a Alejandra. Ella acató la orden mientras los funcionarios siguieron acatando la orden inicial. Destrozaron todo con la misma rabia del río, como si el motín deseado estuviese dentro de las paredes recién pintadas para recibir al nuevo milenio, o en los restos de los bollitos de jurel del desayuno, o entre las ramas del arbolito.
Alrededor de las 5:30 de la tarde, sin delito en flagrancia y sin orden de aprehensión, el batallón entregó a Oscar a otros seis uniformados de camuflaje gris que también llegaron: la Disip. Éstos bajo el mando de un tal comisario “Roberto” y por disposición del teniente coronel Francisco Briceño, comandante de la unidad.
Se llevaron a Oscar, un ciudadano venezolano oriundo de Chuspa, de 37 años, esposo, papá, albañil, reparador de electrodomésticos, vendedor de cochino, hombre que ponía la tres comidas en la mesa. Moreno, alto, atlético. Iba vestido con un short y una franela blanca. Se llevaron también la presunción de su inocencia.
La noche y la inseguridad estaban cerca. Así que no hubo registro por la prisa de los funcionarios. Le dijeron a Alejandra: “De repente te lo soltamos ahorita. No estamos dejando a nadie detenido”. Ella les creyó.
—Lo que más se me quedó grabado es en el momento cuando lo bajan esposado por las escaleras del cerro: la mirada con la que me vio era diferente —recuerda Alejandra. Oscar le dijo: “Negra, pendiente”. Y desde ese momento, Alejandra no ha dejado de estarlo.
La búsqueda de Oscar
El 22 de diciembre, Oscar no volvió. Así que el 23, Alejandra emprendió su búsqueda. Empezó preguntando cerca, más allá y más lejos. Así llegó al Destacamento 58 de la Guardia Nacional, en el litoral. No había registro oficial de Oscar ni lista oficial de detenidos, pero sí una respuesta: los tenía la Disip en el Centro de Operaciones instalado en el campo de golf de Caraballeda. Al llegar, otra respuesta: los detenidos estaban en el Aeropuerto de Maiquetía.
Alejandra cruzó el río de la parte alta de Caraballeda amarrada con una cabuya. Se hubiera hundido si no fuera porque alguien la haló con un palo. Al llegar al aeropuerto, otra respuesta más:
—Me dijeron que los detenidos estaban en el Helicoide, pero hubo uno que me preguntó cómo se llama. “Oscar Blanco”, le dije yo, y él se me quedó viendo, se echó a reír y no me dijo más nada.
Alejandra no solo había cruzado el río.
Caminó entre la hediondez, los escombros y los árboles caídos. A cada hombre muerto que se tropezó, lo vio con cuidado, por si acaso era el suyo.
No lo reconoció en los brazos y piernas sueltos. Ante los perros muertos, cerró los ojos y siguió caminando. Evitó pisar la sangre que chorreaba de las casas por los cuerpos reventados. Sin estar muerta, el barro la enterró en cada paso.
En Maiquetía estaban los únicos buses que subían a la capital.
—Se me rajaron todos los pies de tanta agua, arena y tanta caminadera… Llegué al Parque del Oeste. Pedí el baño prestado para echarme un poquito de agua por el pantanero… Fui al Helicoide y “Ay no, aquí no aparece” —cuenta Alejandra.
En las siguientes semanas, Alejandra salió cada día a las 6:00 de la mañana y volvió a casa pasadas las 11:00 de la noche. Siempre fue con velas para iluminar el camino de retorno y el de la esperanza. Continuó su búsqueda por donde le decían: “Los mataron por allá”, “Los tiraron por acá”, “Los tienen amarrados casi llegando a Naiguatá echando pala y pico por esa vía”.
—Nos metíamos por todos lados, gritando, silbando y nada. Eran rumores de la gente —todavía lamenta.
Lo buscó hasta donde le dio la vista en lugares abandonados o arruinados por la vaguada, espacios propicios para detenciones y ejecuciones clandestinas. También lo buscó en sus sueños y pesadillas, pero tampoco apareció. Lo buscó como no lo hacía el Estado, que solo mandaba a uno que otro fiscal para tomar la misma denuncia escrita a mano por Alejandra.
Así que un primo de Oscar le dijo que fuera a una “bruja que sabe bastante” en el cerro del frente.
—Soy católica, no creo en eso, pero fuimos caletica. Yo quería saber qué había pasa’o, porque era un desespero… Ella agarró un lápiz y me dijo: “Le voy a dar vueltas. Si el lápiz se para, está muerto”. Dicho y hecho. Me dijo que lo mataron el mismo día y que él no va a aparecer más.
Alejandra ni le creyó ni sabía qué más hacer. Entonces, en enero de 2000, Cofavic llegó a su casa y con ellos, Alejandra fue a ese lugar que le faltaba por buscar: la morgue de Bello Monte. Para su alivio y angustia, Oscar tampoco estaba allí.
Con Cofavic, Alejandra supo lo que hasta entonces nadie le había explicado: a Oscar no se lo llevaron y ya. Fue una detención arbitraria, una desaparición forzada y una violación a los derechos humanos. De manera que a él, a ella y a sus hijos se les seguía negando la protección y el cumplimiento de los derechos y garantías que se derivan por tan solo el hecho de vivir y más por sobrevivir al peor desastre natural venezolano después del terremoto de 1812.
Así, la catástrofe familiar de los Blanco se fue convirtiendo en una calamidad pública nacional e internacional.
Justicia venezolana: la otra búsqueda
En enero de 2000, Cofavic realizó la solicitud del habeas corpus de Oscar ante el Tribunal Quinto de Primera Instancia Penal en Funciones de Control del estado Vargas.
El general de división Lucas Rincón, entonces comandante general del Ejército, reconoció que Oscar fue detenido por miembros del Batallón de Infantería y que fue entregado a la Disip.
Pero días después, en febrero, el capitán Eliécer Otaiza, director de la Disip, informó que la detención de Oscar no estaba en los archivos ni en las constancias de novedades de la institución a su mando. Así que ese mismo mes, el recurso del habeas corpus fue declarado improcedente por el Tribunal al no haber materia sobre la cual pronunciarse, pues Oscar no se encontraba privado de libertad ni legal ni ilegalmente, según las autoridades.
En mayo de 2001, Isaías Rodríguez, fiscal general de la República, interpuso un recurso extraordinario de revisión contra la decisión y la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia la declaró sin lugar en el 2002, pues el habeas corpus no era el medio idóneo para la necesaria ubicación de Oscar.
Era idóneo, justo y necesario. Según contó Alejandra a la periodista Maye Primera en el 2011, el mismo Chávez le dijo a ella y a Gisela —madre de Oscar—: “Me comprometo con ustedes a trabajar para que haya justicia. No solo que sus seres queridos aparezcan donde estén, sino que también busquemos a los responsables”. Fue el 23 de enero de 2000 en la visita presidencial a la casa de Roberto Hernández Paz, otro de los cuatro desaparecidos forzados.
Entre 2001 y 2018 hubo cuatro sentencias del Tribunal de Primera Instancia. Cuatro sentencias dictó la Corte de Apelaciones, dos la Sala de Casación Penal del TSJ y dos la Sala Constitucional del TSJ. Solo dos imputados: el subcomisario Casimiro Yanes —condenado a quince años de prisión, libre escasos meses después de su detención— y el comisario general Justiniano Martínez, encargado de las operaciones ejecutadas por la Disip en el litoral central durante la tragedia, que nunca fue condenado. Pocos logros que se derrumbaron en seguida. Incontables piedras en el camino. Demasiadas revictimizaciones. Un caso impune.
—En algún momento de todo eso, una fiscal me dijo: “Oscar está muerto, porque hay muchos Disip que se han echado los cuentos entre ellos. Dónde está, ese cuento no lo han echado, pero a toda esa gente que sacaron de su casa la mataron”. Yo me hice en la mente que en algún momento aparecerá, porque tú sabes que los fiscales se hacen como que son amigos de uno y no son, y para mí, la persona que muere es la que uno entierra —recuerda Alejandra.
Así que mientras el proceso judicial continuaba, Alejandra siguió su búsqueda. Le habían dicho que Oscar estaba preso o de jefe de pabellón en la cárcel de Tocorón:
—Yo viajé allá, creo que fue un domingo. El tipo que era jefe de pabellón se asomó y no era Oscar, pero no perdí mi tiempo. Eso lo perdí muchas veces cuando fui a los tribunales.
Justicia internacional: el único encuentro
Tras agotar el recurso del habeas corpus, en marzo de 2000 Cofavic denunció la desaparición de Oscar ante la Secretaría de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y en julio de 2004, la Comisión introdujo la demanda contra el Estado venezolano ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El Caso Romero Blanco y otros vs. Venezuela fue el tercer caso venezolano en ingresar en la Corte y su resolución apenas tardó dieciséis meses.
En audiencia pública, en junio de 2005, el Estado manifestó allanarse a la demanda en su contra con buena fe y aceptando su responsabilidad internacional para ofrecer una solución amistosa a las víctimas y a la Corte. En noviembre de 2005, la Corte emitió la sentencia: “El Tribunal ha establecido que prevalece, después de seis años, la impunidad respecto de los hechos del presente caso”. La justicia internacional dijo lo que la justicia venezolana todavía calla: a Oscar, el Estado le violó el derecho a la vida, a la integridad personal, a la libertad personal, a las garantías judiciales, a la protección judicial, a la obligación que tiene el Estado de respetar los derechos.
Así, también violó los acuerdos internacionales establecidos en la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada y en la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura. Debido al aislamiento, la incomunicación y la clandestinidad, Oscar pudo haber sido víctima de otras golpizas además de la que le dieron en su casa.
A la familia Blanco, el Estado también le violó sus derechos a la integridad personal, a las garantías judiciales, a la protección judicial y a la obligación que tiene el Estado de respetar los derechos. Una desaparición forzada es un delito continuado de acción instantánea y de efectos permanentes, y mucho más cuando saca a flote la falta de diligencia y obstrucción en el acceso a la justicia, porque esto es trato cruel, inhumano y degradante.
―¿Qué pasó después? Yo estaba en un banco y veo llegar una patrulla de la Disip y cuando se bajan, estaba este señor Casimiro Yanes que debía estar preso. Imagínate todo el terror que yo sentí ahí. Después lo volví a ver un día que yo estaba en el aeropuerto —cuenta Alejandra.
La reparación invisible
Entre tanto, Alejandra fue reparando lo reparable tras la desaparición de Oscar:
—Tantas cosas que hizo falta hacerle de la casa y que no tenía quién las hiciera… No dejaron nada que sirviera, todo lo partieron… Me hizo falta. Mis cuatro hijos y yo dormíamos todos en un mismo cuarto, en dos camas, porque lo decidí así. Me daba miedo que estuvieran solos y que se los fueran a llevar.
Oscar también hizo falta fuera de la casa: otros funcionarios de la Disip merodeaban el río cuando Alejandra iba a lavar. Hizo falta cuando Alejandra empezó a vender sopas, refrescos y cervezas a los damnificados que retornaban hartos de estar en los refugios del Estado. Hizo falta los fines de semana para vender empanadas y jugos en la playa. Hizo falta para que Alejandra no tuviese que asomarse por donde pasaban los “roqueros” [los camiones que recogían rocas y escombros] a ver si algo de todo aquello era su marido. Hizo falta cuando Alejandra alquiló, compró y vendió un carrito de perros calientes, cuando instaló una agencia de loterías y ahora hace falta para que por lo menos vea el carrito nuevo en el cual también prepara hamburguesas.
Sobre todo, Oscar hizo falta, porque cuando se lo llevaron, Alejandra apenas tenía 30.000 bolívares en el bolsillo y nada de lo que la Disip había dicho que encontraron en su casa: tres millones de bolívares en efectivo, celulares, joyas, electrodomésticos, drogas y un arma.
Alejandra, Gisela, Aleoscar, Oscar, Edwar y Orailis repararon sus vidas como pudieron y sin la indemnización que, por sentencia de la CIDH, el Estado aún les debe: 280.333,33 dólares.
—Nunca esperé eso. Sabía que no iba a ocurrir. Mientras siga este gobierno, no va a ocurrir. Esa sentencia salió en el 2005, tenían un año para pagar y ya pasaron quince años… ¿Tú crees que ellos lo van a hacer ahorita si no lo hicieron en aquella época? —es la cuenta que saca Alejandra.
Es lo mínimo. Si Oscar no aparece vivo en este momento, no empieza la reparación plena de los Blanco. Y si no aparece su paradero o siquiera un hueso, no empieza el cierre que, aunque devastador, sería una certeza más reparadora que la incertidumbre.
La sentencia de la CIDH es, en sí misma, parte de la reparación necesaria para los Blanco. Pero otras tantas reparaciones les son necesarias. También para Venezuela.
La Constitución aprobada en 1999 fue violada seis días después de su aprobación: estableció la desaparición forzada como un delito que el mismo Estado cometió. Todavía, veintiún años después, las reformas del Código Penal siguen sin dejar claro cómo se castiga y la Ley de Amparo continúa sin una reforma para que el habeas corpus sea un recurso más eficaz y compatible con la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
En 2009, la Disip pasó a llamarse Sebin y el cambio no solo fue el nombre: las prácticas del uso excesivo de la fuerza en el 99 se convirtieron en patrones sistemáticos de este organismo y de otras fuerzas de seguridad del Estado. Articularon y perfeccionaron los delitos en vez de prevenirlos. Y así llegó el 2014, el 2017 y el 2020 con los informes que recogen los crímenes de lesa humanidad en Venezuela: el de la Misión de determinación de los hechos de la ONU y el primero de la Corte Penal Internacional.
Es decir, todas esas medidas de reparación que podrían transformar el país están tan desaparecidas como Oscar.
—¿Viste? Aquí no hay justicia, no hay reparación, ni él, ni su cuerpo. No hay nada. Hace seis, siete años comencé a resignarme a que está muerto, porque si estuviera vivo, hubiese regresado a la casa. Fíjate tú todo lo que busqué. Pero a lo mejor es como me dicen: que hay gente que se ha desaparecido y anda loca por ahí. Si aparece, bienvenido sea.