En lo profundo de las montañas de Mérida el día amanece nublado, lejos de la pandemia. Un hombre se prepara un café y el desayuno cerca de una planta de energía solar, mientras espera la visita de la escuela de la comunidad. Los niños le ayudarán a limpiar, desmalezar y ordenar la estación. Repasa la explicación que ha dado a los alumnos, agregándole un toque mágico que motive a los niños a ver la importancia de su trabajo interesarse por preservarlo.
Su nombre es José Santos y es el operador energético de un sistema híbrido de generación de electricidad a partir de la radiación lumínica del sol, que usa células fotovoltaicas y turbinas eólicas, y refuerza el proceso con generadores a combustible fósil. Este sistema suministra electricidad a la comunidad del Páramo de los Conejos, específicamente a Las González, su aldea más habitada. La planta forma parte del programa gubernamental Sembrando Luz, un proyecto de Fundelec, que llevó electricidad a las comunidades rurales entre 2005 y 2015. José se encarga del mantenimiento preventivo y predictivo.
—Desde 2014 —cuenta—, en la comunidad nunca se ha ido la luz y solo la quitan para hacer mantenimiento a los equipos.
Sin embargo, para José cada día es más complicado subir al páramo. Vive en la ciudad y es el único trabajador de la estación, junto a una analista de proyectos que a veces lo acompaña. Aparte de la falta de gasolina para su Jeep, también hay otras dificultades:
—Los equipos se ponen en modo automático cada vez que me toca bajar a la ciudad. En teoría yo debería una vez al mes ejecutar un proceso llamado “ecualización de banco de baterías”, pero esto se me ha complicado últimamente, porque para hacerlo se utilizan doce litros de gasoil que ahora no me venden libremente. También hace días se nos quemó un dispositivo, un supresor de picos que permite proteger la electrónica de los sistemas ante las cargas eléctricas de los rayos. Lo estamos buscando para saber su precio y comprarlo, si no lo conseguimos la planta quedaría afectada.
José hace lo que puede con lo que tiene y esa mañana recibe a los niños que, muy animados, escuchan su clase y luego lo ayudan a limpiar los paneles.
—Creo es lamentable que en Venezuela no se promueva mucho más el uso de estas energías alternativas y su correspondiente cuidado, así como su desarrollo. Mi experiencia personal me dice que algunos de los que trabajamos con esto somos vistos todavía como gente rara sacando luz del sol y del viento.
La fiebre de la leña
Tristemente, no todas las aldeas y pueblos merideños tienen la misma suerte. La distancia que separa a unos caseríos de otros y lo apartados que están de los centros urbanos contribuye a que estas comunidades tengan que vivir sin gasolina, sin luz y sin gas. Encender los fogones al anochecer para hacer comida y calentarse, cortar leña en los bosques cercanos, y caminar largas distancias para llegar a casa son situaciones cotidianas para sus habitantes.
Ana Guerrera vive con una familia numerosa en Lagunillas, Municipio Sucre del estado Mérida; un sector afectado gravemente por la falta de electricidad.
—Cada noche que necesitamos luz —dice Ana— preparamos un mechero o mechón con un poco de hilo y aceite. ¿Sabes lo difícil que es elegir entre utilizar el aceite para comer o para elaborar un mechón? Lo hacemos porque las velas son más costosas y rinden menos. Sin gas, pues cocinamos con leña. De eso se encarga mi esposo cuando no tiene guardia en su trabajo en Mérida, si no, pues lo hago yo con mi hermana. Buscamos la madera en áreas cercanas o mi esposo la baja desde Mérida. Un amigo de la familia a veces le lleva.
Los “leñeros” como se les conoce a los leñadores y a los revendedores de leña, ahora abundan por todo el territorio andino. Jesús “Chucho” Obando, de 45 años, explica cómo funciona el negocio: “La leña se vende por tercio con doce astillas cada uno. Tenemos la leña de primera, la de segunda y la de tercera”. La leña de primera es el cinaro, cuya brasa dura bastante y no produce humo. Su precio es de 200.000 bolívares el tercio. De segunda es el guamo, que produce humo y cuesta 150.000 bolívares. Y la de tercera, que es la madera de majagua y orumo, produce mucho humo y enferma a las personas. Esa vale 80.000 bolívares.
Para Jesús, aunque eso no es un gran ingreso, le ayuda un poco. Señala que, donde se encuentran los árboles de primera clase, los leñadores se disputan el territorio.
—A los árboles se le quita la corteza para que se sequen y luego se cortan. A veces hay leñadores que pelan los cinaros y terminan enemistados con otros que vinieron y se los cortaron después; a veces queman los árboles para que no sean de nadie. El majagua y el orumo son árboles medicinales y también los cortan. Por la crisis del gas y luz, compran su leña en urbanizaciones y barrios de la ciudad para cocinar. Hay leñeros que mezclan la leña de primera con la de tercera cuando la van a vender, engañando a la gente.
Este negocio alrededor de la madera ha traído como consecuencia una especie de “fiebre de la leña” que desembocó en la deforestación indiscriminada de los bosques y cientos de incendios forestales. Hasta ahora no hay nadie que proteja los parques nacionales, ni las montañas nubladas, ni el ecosistema local de las consecuencias de esta situación.
La alternativa solar
En medio de la crisis eléctrica, el negocio de las celdas fotovoltaicas está en plena expansión, gracias a las alianzas de estrategia económica entre empresas de comercio y agroindustria que permiten trabajar con inversores nacionales y extranjeros interesados en energía solar. Es el caso de Bata Energy, C.A., una empresa privada internacional cuya sede principal está en Caracas y cuenta con alianzas comerciales en Mérida, Barquisimeto, Barinas y Lechería. Sus clientes suelen ser otras empresas, conjuntos residenciales, industrias y fincas.
Su CEO, Douglas Martínez, indica que para generar energía suficiente para una comunidad o pueblo lo más adecuado sería un proyecto de paneles fotovoltaicos de 3 kilovatios con 4,8 kilovatios por hora en baterías, lo que tendría aproximadamente un costo de 7.700 dólares. Afirma que la mayoría de sus proyectos tienen cinco años de garantía y tienen una vida útil de 15 a 25 años.
—Una de las mayores dificultades para trabajar en la industria de paneles solares en un país como Venezuela —dice— son los préstamos bancarios. Hasta la fecha no hemos logrado hacer estructura de apalancamiento con la banca, como se hace a nivel internacional.
Las celdas solares suelen ser un poco más costosas que las plantas eléctricas a diesel y gasolina que estamos acostumbrados a ver y escuchar desde que inició la crisis; sin embargo, al intensificarse la escasez de combustible, cada vez más personas dentro de las ciudades y haciendas prefieren invertir en energía renovable, comprando paneles solares a empresas que realizan la planificación, instalación y control de proyectos de sistemas fotovoltaicos o proveen kits para los hogares.
Es el caso de Arévalo Ruiz (no es su nombre real), dueño de una finca en la zona de El Vigía. Aunque había comprado una planta de gasolina, ya no puede usarla porque no encuentra combustible:
—Esta casa consume más de 4 kilovatios y, al frustrarme por no poder conseguir gasolina, decidí invertir unos 5.000 dólares con una empresa de energía solar que me hizo todo el proyecto en un mes. Trato de ahorrar lo mejor posible y administrar bien la batería sin tener que sufrir más por la otra planta. Esta parece la única opción posible.
Mérida ahora se divide entre quienes viven en una realidad anacrónica donde la madera, los mechones y los fogones son primordiales para sobrevivir, otros que hacen lo posible por conseguir gasolina para sus generadores eléctricos y unos pocos que deciden apostar gran parte de sus recursos a la energía alternativa, para poder seguir adelante con sus negocios. Al parecer, la imagen de casas rudimentarias hechas de bahareque rodeadas de paneles solares —públicos o privados— será uno de los retratos más significativos de la Venezuela pospetrolera.