Desde el mediodía “Caraota” abre las puertas de su negocio, un bar en un viejo centro comercial de Valencia. Es semana de cuarentena estricta, pero allá, eso no existe. A esa hora ya hay clientes sentados en la barra con algunas cervezas. A uno de ellos, de unos setenta años, ya se le enreda la lengua al hablar y su tapaboca, manchado por el uso, cuelga precariamente de su oreja.
A medida que pasan las horas la clientela va aumentando. Todos saben en la zona que el negocio está operando, pero nadie dice nada, es una vía de escape. A las ocho de la noche está mucho más lleno, suena Maelo Ruiz de fondo y las mujeres se mueven de un lado a otro en un frenesí, con una birra en una mano y en la otra la mano de su acompañante.
Las paredes están cubiertas de espejos, al igual que el techo con luces moradas para dar más ambiente. En el negocio difícilmente podrían entrar veinte personas. No se puede caminar, y el código ahí dentro pareciera ser que hay que quitarse el tapaboca luego de entrar. La barra es un posadero de chapas de cerveza y tapabocas que se mojan con la espuma derramada.
En todo el centro comercial, el único negocio abierto es el de Caraota, los demás tienen su santamaría abajo. Cada vez que alguien sale a tomarse un trago afuera, Caraota les sisea y los manda a entrar.
—No queremos que nos lleven presos, mira que la Policía no come cuento y el otro día se llevaron a todos los que estaban en una pizzería.
Los fumadores van por unas caladas de minutos antes de volver adentro, pero a Caraota tampoco le gusta y los manda a un diminuto pasillo que lleva a los depósitos y al baño. Ahí el bar tiene otro ambiente, todos cuchichean y se comparten el cigarrillo que queda condensado en el sitio por la falta de ventilación. En algún punto hay tanta gente que cierran una puerta de acordeón y se escuchan las risas de las mujeres que no logran opacar las melodías de Las Chicas del Can.
“Yo no soy una loba, no, yo no voy a comérmelo”, se escucha en el parlante.
En el bar hay personas de todas las edades, jóvenes de dieciocho, hombres que rondan los cuarenta años y hasta de la tercera edad. También hay abogados y un médico, en la esquina de la barra. Caraota les cuenta 26 botellas en lo que va de noche.
—Doctor, ya vamos a cerrar.
—¡Qué vaina es! De aquí no me voy hasta que todos nos tomemos nuestras cervezas. Bájale el volumen a esa música y ya está.
—Sí, pero tampoco es bueno abusar —le responde Caraota mirando a un funcionario de la Policía Nacional Bolivariana que lleva más de una hora sentado en un taburete.
No cumple ningún tipo de labor de vigilancia. De hecho su nombre y apellido no son visibles, los arrancó de su uniforme donde estos se adhieren con velcro. Tampoco está solo, tiene un compañero con el que bebe cerveza.
—Ellos vienen, se beben unas chelas y me cuidan el negocio. Tú sabes cómo es la vaina.
—Así es, hermano. Hay que vender —responde el médico en compañía de un séquito de veinteañeros.
De shopping en pandemia
Desde que el pasado 5 de junio la vicepresidenta de Venezuela, Delcy Rodríguez, anunció el esquema de flexibilización 7+7, los valencianos han entrado en una paulatina relajación ante el covid, que para la tercera semana de octubre sobrepasa los 86.000 casos.
Cada semana acumulada revela la pérdida de temor del ciudadano a la posibilidad de contagio.
La necesidad de regresar a las actividades cotidianas y de reactivar la economía es más fuerte que el miedo al virus.
En la Avenida Bolívar de Valencia, dentro de una famosa tienda por departamentos, solo la sección de comida está abierta al público. Las escaleras mecánicas que dan acceso a las plantas para ropa de damas y caballeros están precintadas. “No pase”, se lee en la cinta amarilla con letras negras.
Para muchos el negocio no está abierto, las puertas están cerradas, pero cuando se presta atención en las vitrinas se observan las luces del local encendidas. Hay que tocar la puerta para ingresar y de inmediato te topas con una música discotequera para animar a la gente, que tímidamente se lleva productos importados. Toda la mercancía está marcada con un código acompañado por una T con las rayitas del símbolo del dólar encima: es la forma para disimular su valor en divisa. No hay muchos clientes, pero la cosa cambia dos semanas después.
La cintas de “No pase” desaparecieron y aunque es nuevamente semana de confinamiento “radical”, las clientas cargan sus cestas de ropa en los brazos y buscan pantalones, pijamas, blusas. Hacen cola en los probadores y algunas ni tapaboca llevan.
—Yo pienso que de alguna forma u otra la gente tiene que volver a la normalidad. No podemos seguir encerrados en casa viendo cómo se nos pasa el año —comenta Corina Aular, mientras busca el jean ideal en medio de una pila de pantalones que parece llevar algunos días sin ser ordenada.
Es su cumpleaños y quiere aprovechar de comprarse algo para que no pase por debajo de la mesa.
—Trato de cumplir las medidas de bioseguridad. Mi tapaboca, mi gel antibacterial y eso sí, muy importante, el distanciamiento social. Hay gente que se le quiere montar encima a uno y uno tiene que decirles que se alejen, pero no entienden.
Corina no confía en las cifras oficiales del régimen. Ni siquiera desde el 13 de marzo cuando se anunció la cuarentena.
—Aquí nos quisieron tener encerrados en casa y se les complicó. La situación está fea y creo que la gente no se toma en serio la enfermedad. Yo porque vine para algo puntual, pero hay quienes están todo el día en la calle. ¡Eso es horrible! —afirma mientras toma el pantalón y lo tira en su cesta, antes de irse corriendo detrás de una columna solitaria para probarse el jean sin que nadie la vea.
Arenita playita
Con el anuncio dado por Nicolás Maduro el 1 de octubre sobre la reapertura del sector turismo, y la nueva flexibilización del 18 de octubre que abarca a otras áreas de la economía vinculadas a la recreación, pareciese el momento en el que se abren las compuertas del metro y salen todos los pasajeros a buscar la salida que los llevara a su destino: sin control, sin mirar a los lados.
De hecho, durante el último fin de semana de septiembre las playas de Patanemo estaban desbordadas. Julián Gómez estuvo ahí:
—Nunca había visto Patanemo tan lleno como lo vi ese día.
Patanemo fue su segundo destino turístico de ese fin de semana, puesto que primero viajó con un grupo de amigos a Tucacas, en donde pasó la noche y rechazó un viaje a los Cayos.
—Unos lancheros nos dijeron para llevarnos, pero les dijimos que no, preferimos quedarnos en el apartamento, bajar a la piscina y bebernos unos tragos tipo chill.
Al día siguiente llegaban a la playa porteña a la una de la tarde. Desde Gañango, un pueblo pesquero que precede a la bahía de Patanemo, advirtieron el flujo vehicular y la cola, a medida que se acercaban el congestionamiento era mayor y en algún punto, justo en la recta que da hasta la playa, fue imposible avanzar, por lo que aparcaron el vehículo y se bajaron a caminar. Fue lo mismo que hicieron otros tantos.
—Era increíble, porque la gente iba corriendo a la playa, el estacionamiento estaba repleto y aunque salían carros, nunca se vaciaba porque era demasiada la gente.
Julian admite que no sintió miedo:
—Sabía a lo que iba, decir que me daba miedo o que pensé en el virus sería hipócrita. Quería playa y fui por ella.
En la playa el gran ausente no fue el licor, ni la comida, ni la música, sino las medidas de bioseguridad. Justo en una semana en la que Carabobo ostentó tres veces el primer lugar en nuevos casos por día.
Este es un abreboca que no debería repetirse. Para Alexander Lombardi, presidente de la Cámara de Turismo de Carabobo, los complejos hoteleros y turísticos adscritos a la asociación cuentan con todos los protocolos de seguridad para reabrir y comenzar a recuperarse, tras ocho meses de cierre casi total, en el que una cantidad de establecimientos quebraron.
Los meses venideros serán una prueba de fuego. Evidenciarán si el venezolano puede seguir las normativas para cuidarse o si, por el contrario, ocurrirá lo mismo que en Europa, que sufre una dura nueva ola de contagios.