La larga sombra de Trujillo 

Si vienes de un lugar como esa vieja y pequeña capital andina, sus mitos y rituales te persiguen de por vida, aunque vivas en una gran metrópoli como Buenos Aires

Ciudad pequeña, historia muy grande, misterios aún mayores

La primera vez que vi a Rafaela Baroni, no creí que hubiera muerto tantas veces como decía la gente. 

La habían invitado a participar en la Bienal de Literatura Ramón Palomares, que organizaron ese año en el liceo Ramón Ignacio Méndez, donde estudiaba. El Trujillo capital es pequeño y todo el mundo sabía que en alguna parte vivía una mujer que “revivía” dos veces cada año. 

Rafaela es una artista trujillana nacida en 1935, que dice haber sido declarada muerta en dos ocasiones. La primera vez murió durante dos horas cuando era niña. A la segunda, la encontraron en el suelo de su casa recién cumplidos los treinta. Esa tarde la llevaron al hospital Dr. Emilio Carrillo de Valera, donde se la dio por muerta durante 72 horas. Afortunadamente, como su acta de defunción se perdió, no la pudieron enterrar ahí mismo y en medio del funeral resucitó frente a todos. 

“Yo estaba ahí, me velaron y me cantaron, me hicieron toda la noche de mi velorio”, dijo en el micrófono para los estudiantes y el público en la Bienal. Hablaba de visiones, de que en su estado de conexión “con el hilo celestial” pudo ver a los ángeles que esculpe. “Los vi mostrandome un vestido precioso, y esa vez todo fue lleno de luz. La segunda vez vi algo mucho más terrible”, decía. 

A partir de allí, Rafaela ejecuta cada año un performance donde recrea sus muertes. “Morir me dio el don de la imposición de manos, de sanar enfermos y limpiar embrujos. Morí catorce veces en lo que va de mi vida”, nos dijo a nosotros, unos niños curiosos por los misterios.

Baroni es una artista popular que hoy tiene 84 años. En su obra prevalece la talla de figuras con motivos religiosos. Además del performance, su propia casa forma parte de su poética. Se llama Museo del Espejo y allí conserva todas sus tallas, más una capilla, un pesebre y una instalación donde está un ataúd con su autorretrato tallado. Rafaela es un misterio viviente y tupido como el monte de las montañas de Boconó, donde aún vive.

Rafaela Baroni, artista de la resurrección

Foto: Sergio Chejfec

Recordarla me hizo pensar en la última vez que estuve en mi pueblo para despedirme. Nací en uno de los lugares más raros y desconocidos de Venezuela: el estado Trujillo. Hoy, sentado en una terraza en Buenos Aires, con el Río de la Plata al fondo, pienso en la coincidencia que alcanzó a tener con Sergio Chejfec, escritor argentino que vivió varios años en Venezuela. Chejfec escribió Baroni: un viaje, una novela donde relata su experiencia con Rafaela Baroni y cómo los efectos del tiempo estático y distante de los Andes influye en la poética de la artista. “Mi aproximación a Rafaela fue lenta y desde lejos, primero como asistente a sus muestras o señales de su trabajo”, me escribiría Sergio cuando le pregunté al respecto. “Esta novela fue la primera escrita al dejar el país. En cierto modo lo sentí como un homenaje a Venezuela, si es que puede decirse así. Quise expresar un sentimiento de pérdida y de gratitud”. Hoy pienso en que, quizá, solo hace falta pasar el suficiente tiempo cerca del misterio para que crezca. Estoy seguro que no solo a mí los cuentos me acompañan desde allá. 

 

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Siempre me pregunté: ¿a dónde van todas las historias que conozco? Es innumerable la cantidad de historias que tiene el Valle de los Mucas, donde se asienta Trujillo.

La fe en lo desconocido de los trujillanos es tan profunda que primero se cruza a los niños contra el mal de ojo antes que bautizarlos en una capilla. Cruzarlos consiste en amarrar un hilo rojo —bendecido por un rezandero, generalmente una persona mayor de la comunidad— en el tobillo del niño. La gente siempre se santigua al pasar por una peña donde hay una piedra con la forma del rostro del Nazareno. También, al salir de misa, van a una tienda espiritista para comprar las velas y los tabacos que encienden en sus altares. La tienda queda al lado de la Catedral de Trujillo, que fue construida en 1630 y quemada por el pirata Francis Grammont en su invasión a la ciudad capital. Grammont era enemigo de la corona española por saquear Gibraltar, Veracruz, La Guaira, Maracaibo y otras colonias en América. 

Trujillo tuvo junto a Falcón y Lara uno de los primeros asentamientos de la conquista donde se guardaba gran parte del tesoro recolectado. Desde allí se coordinaron las posteriores expediciones que fundaron Valencia y Caracas en el centro del país.

Crecí con las lecciones de mi abuela: hay que escupir tres veces cuando una bruja pasa, un colibrí dentro de la casa significa que viene una visita y hay que pedir permiso a los momoyes antes de buscar leña para el fogón. Tampoco se poda el monte ni se corta el pelo en cuarto creciente o se barre a las tres de la tarde. Y si te llaman a la puerta, no contestas hasta ver quién es, ya que puede ser la Parca buscándote, como en el cuento “La muerte viaja a caballo” del escritor Ednodio Quintero, nativo de Esnujaque. 

Quizá la razón por la que los misterios del pueblo son tan vívidos, era porque siempre los teníamos a la vista. Siempre había alguien que había visto algo.

Incluso un día rodó en nuestros celulares el video de un momoy capturado. El video era de mala calidad, bastante pixelado, pero se alcanzaba a ver y a escuchar a un hombre pequeño metido en una jaula de gallinas, de barba y pelo castaño enmarañado que vestía un poncho azul. En el video el momoy hablaba, y decía que si no lo liberaban hundiría Escuque, que él era un príncipe. Nunca se supo en casa de quién estaba el momoy encerrado. Nadie preguntaba nada, todos lo creían. En un pueblo con una calle que sube y otra que baja, no es de extrañar que suceda. Tiempo después, en el décimo primer piso de un edificio con las luces rojas y el cielo nocturno pálido por las luces, supe que no es misterio. Que eso está ahí, palpitando en las veredas, en la humedad, en la sierra y en nosotros sus habitantes.

 

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A veces pienso que en Trujillo también hay gente de gente. Mario Briceño Iragorry, escritor y diplomático, un romántico que cortejaba a Teresa de La Parra y se insultaba con Alejandro Otero por correspondencia. Salvador Valero, de los bohemios más conocidos en Trujillo y Venezuela, que esculpía y pintaba duendes impresionistas tocando tambores, como recién sacados de una alucinación con hongos del páramo. El tipo incluso se creía una especie de Lewis Carroll criollo, fotografiando a niñas en pijama frente a una pared blanca en su casa de Escuque. Y Carlos Contramaestre, médico sin licencia, que perteneció al Techo de la Ballena y salió de Jajó a Caracas en un camión lleno de reses descuartizadas. 

Aquí en Buenos Aires vives al ritmo del colectivo y de las motos. Cruzas la 9 de Julio corriendo sin ver el Obelisco. No le pides permiso ni al semáforo y siempre andas a las carreras. El taxista te putea porque el Uber le quitó el trabajo. Las oficinas están muy juntas y no hay los patios grandes. Demasiada publicidad sobre las azoteas afrancesadas. Demasiada gente, demasiados carros. Muchas de esas personas son anónimas como los conductores del bus, el que atiende el kiosco y los porteros de los edificios. La gente no se detiene a mirar nada, salvo que haya un Boca-River: ahí todo se para. Todo está iluminado y no hay chance para que un espanto, ni siquiera un ánima en pena desocupada aparezca en la calle. Tienen mitos, sí, pero de otro tipo. Como que la línea A del subte, por las noches cuando no hay nadie en los vagones, funciona con normalidad y sin retrasos, y que desde la Costanera, entrecerrando los ojos, puedes ver Uruguay.

Al ver las lagunas en mitad de los bosques de Palermo —en Buenos Aires, los parques muy grandes se llaman bosques porque son un conjunto de varios parquecitos, jardines y lagunas—, encalladas en el medio de todos los edificios, siento que les falta misterio. Hay demasiada gente asomada en los balcones. Es difícil ver eso y explicar por qué uno no lanza piedras en las lagunas o por qué me persigno cuando paso frente a una iglesia o cruzo los cuchillos en el balcón si cae granizo.

Cuando me preguntan cómo es de dónde vengo, me cuesta explicarlo. «Hace calor como en verano, todo el tiempo», digo. “Nuestro monumento más importante es una Virgen María gigante del tamaño de un Transformer”. A veces les cuento que tenemos a José Gregorio Hernández, un santo vencido por la burocracia, que desde 1985 está en la sala de espera del cielo para ser canonizado. 

¿Cómo le explico a la gente que uno allá se baña en el río y convive con la magia? 

El ascensor se abre en el Trade Sky Bar, al final de la avenida Corrientes, desde donde se ve toda la ciudad. En Trujillo no había edificios, solo colinas y una montaña en Niquitao con la forma de una teta enorme. “Ah, rigor, diría mi padre y en esa frase se escondería un lamento nostálgico por el pasado. Me siento en la barra, me pido un negroni, lo bebo por un rato y veo el atardecer al fondo del Río de la Plata. “Che, se acaba el día”, me dice el bartender. “O se lo traga el agua”, le contesto, y le pido otra ronda pensando en una mujer montada sobre una culebra, surgiendo del Castán en medio de una crecida.