En los años 80, cuando Katiuska Camargo era adolescente y necesitaba toallas sanitarias, enviaba a sus hermanos a la farmacia o al abasto a comprar “galletas americanas”. Usaban ese código porque en la casa, en el barrio San Blas de Petare, la regla era tabú. Ni madre ni hija tocaban el tema. De hecho, la menarquía de Katiuska llegó entre susurros: ella y su abuela se encerraron en el baño para conversar lo que ocurriría a continuación en su cuerpo y en su vida. La abuela, más flexible sobre el asunto, le contó de la época sin tampones ni toallas, en la que la higiene menstrual dependía de pañitos blanquísimos que había que lavar con agua hirviendo y restregar. Olían a óxido y sal. Era humillante.
Cuatro décadas después, al otro lado de la ciudad, cerca del palacio presidencial, Iraimar Ríos —13 años, estudiante de segundo año en el Liceo Santos Michelena de risa estentórea y ojos brillantes—, no tiene ese problema: “En mi casa somos puras mujeres, así que siempre me han hablado de mi ciclo menstrual”. Pero tiene otro, igual que su mamá, Maria Fernanda: “A veces no tengo toallas, y cuando tengo, no hay agua en el baño del colegio. No me puedo cambiar, y entonces me mancho”. Cuando le pasa eso, Iraimar no puede ir a clases. Su mamá ha tenido que usar retazos de tela vieja para ir al trabajo.
En la Venezuela de la hiperinflación hay que valerse de compresas temporales hechas de medias viejas, papel tualé o cartones. Pero eso tiene sus riesgos. Rubén Peralta, ginecólogo especializado en fertilidad y profesor de la Universidad de Carabobo, dice que eso aumenta la tasa de infecciones y que aunque no hay estadísticas oficiales, estima que Venezuela debe tener un porcentaje de infecciones ginecológicas muy similar al de África subsahariana. No es solo una incomodidad: “Las infecciones ginecológicas son como cualquier otra infección, y pueden matar a las pacientes”.
La sangre como brecha de género
Contraer una infección en una emergencia humanitaria compleja es un peligro serio, pero más allá de esta coyuntura, la escasez de toallas sanitarias tiene una dimensión socioeconómica y de derechos humanos. “La menstruación es uno de los factores que contribuye al círculo de la pobreza”, dice Peralta, “Las mujeres que no tienen acceso a productos de higiene menstrual tienen más probabilidades de mantenerse en la pobreza, al perder días de clase o días de trabajo de forma reiterativa. Por otro lado, no tener acceso a las toallas sanitarias tiene consecuencias físicas y emocionales para las mujeres. También son más vulnerables al abuso sexual al ser fácilmente detectadas en su período infértil por agresores sexuales”.
Por más de cuatro años, este médico ha estudiado el impacto global en la vida de las mujeres de lo que se llama pobreza menstrual: falta de acceso a productos sanitarios, educación sobre higiene menstrual, baños, instalaciones de lavado de manos y gestión de los desechos. Human Rights Watch lo ve como una amenaza a una vida digna, porque se refleja “en muchos otros derechos humanos, tales como el derecho a la educación, al trabajo y la salud”.
En Venezuela, según la Asociación Civil de Planificación Familiar (Plafam) hay un 90 % de escasez de suministros y medicamentos en el aparato público de salud. También estiman que los programas estatales o creados por las ONG de planificación familiar y atención de la salud sexual cubren solamente al 22 % de la población, lo que resulta en la falta de acceso a productos de higiene menstrual y anticonceptivos.
En 2016, Kimberly-Clark —uno de los líderes globales en productos de higiene— cerró sus operaciones en Aragua. El gobierno tomó la planta, la rebautizó como Planta Productiva Cacique Maracay, y los productos desaparecieron de los anaqueles o se volvieron imposibles de comprar. Al año siguiente, Johnson & Johnson paralizó su fábrica en Carabobo por falta de materia prima y porque en aquel momento producir un paquete de 32 toallas costaba 4 mil bolívares fuertes, pero debía venderse al precio regulado, 400 bolívares fuertes.
Ahora se consiguen varias marcas que imitan las que esas dos trasnacionales producían en Venezuela, con los mismos colores, tipografías y diseños, pero se llaman Nature, Aluays y Be Alive, valen entre la mitad y la totalidad del salario mínimo, y suelen causar reacciones adversas. Esos productos de mala calidad circulan porque la resolución 263 los metió en una lista de 1.055 productos de higiene que “no deben ser considerados insumos para la salud” y no requieren autorización sanitaria. Allarí Puello, trabajadora doméstica de 47 años, prefiere los retazos. “Las toallas sanitarias son muy caras e intento usarlas solamente cuando sangro demasiado. Además, me irritan mucho esas marcas chinas raras que venden al detallado por Petare”.
Muchas mujeres en Venezuela a veces no pueden salir de la casa porque no tienen toallas sanitarias ni tampones, ni tampoco baños que funcionen, agua, detergente para lavar la ropa manchada o analgésicos para el malestar.
“Lo que sí hay es muchísima desinformación. Hay poca educación de derechos menstruales, así que hay muchos mitos en torno al tema, mitos que son replicados por las madres y abuelas de la familia”, dice Estefanía Reyes, coordinadora general de Proyecto Mujeres, que imparte talleres de salud sexual y derechos menstruales para niñas, niños y representantes en una Escuela de Fe y Alegría, en una zona popular de Maracaibo.
Antes de empezar los talleres, esta fundación encuestó a 79 niñas de 14 a 17 años, estudiantes de bachillerato; el 93,7 % dijo que se sentían inseguras en los baños del centro educativo; un 33,3 % afirmó que a veces pierde clase debido a la menstruación, y el 67,9 % veía mitos de la menstruación como verdades. “El mito de la virginidad, por ejemplo, se mantiene vigente entre los adolescentes”, dice Reyes, “es una de las principales preocupaciones de las madres cuando se les plantea otro tipo de producto para la higiene menstrual, como la copa o los tampones. Muchas adolescentes no quieren usar estos productos porque piensan que si sus familiares las ven, van a pensar que no son vírgenes”.
Una solución sostenible
Marian Gómez, en cambio, siempre ha sido curiosa y fue así como dio con las copas menstruales, en internet, a los 14 años. Debió esperar años para tener una, y la encontró gracias a una amiga. Luego de pasar su propia experiencia, decidió emprender un negocio que permitiera a las venezolanas el acceso a este método de higiene sostenible, que puede costar de 10 a 20 dólares y durar hasta 7 años, y prácticamente sin efectos secundarios para las usuarias. Hizo contacto con una proveedora chilena y lanzó The Cup Ve. “Me preocupaba que no hubiera información de médicos, ¿por qué nadie estaba hablando de esto? La última ginecóloga a la que fui, por ejemplo, me dijo que ella no sabía qué era la copa menstrual”.
La copa también apareció como la solución para las hermanas Marianne y Véronique Lahaie Luna, junto con Rosana Lezama. Marianne es pasante en el departamento de Salud Ambiental en la Escuela de Salud Pública Harvard T. H. Chan, mientras que Véronique y Rosana son egresadas de la Universidad de Ottawa. En 2017, las tres empezaron a recolectar fondos para donar copas a adolescentes y mujeres en Venezuela, y migrantes venezolanas en Colombia. Mediante la asociación civil Lahaie Luna Lezama, montaron un proyecto piloto de educación de derechos menstruales con Plafam, que ayudó a más de 100 mujeres. En el 2019 donaron más de 400 copas menstruales a migrantes venezolana. El 80 % de las mujeres que fueron beneficiarias del programa expresaron que la copa había cambiado drásticamente su cotidianidad durante la menstruación.
Rubén Peralta advierte que lo más importante es que el Estado asuma los derechos menstruales como una preocupación de salud pública, que productos de higiene menstrual estén libres de impuestos y se otorguen gratuitamente en las escuelas públicas. “La segunda medida debe ser administrar nuevamente anticonceptivos hormonales de larga duración”, que disminuyen la hemorragia y reducen el malestar inhabilitante. “Sin contar que este es el método ideal para las pacientes adolescentes, ya que también tenemos que combatir la tasa de embarazo adolescente”. De acuerdo con el informe “El poder de decidir”, publicado por el Fondo de Población de las Naciones Unidas (Unfpa) en 2018, Venezuela es el tercer país con la mayor tasa de embarazo adolescente (95 de cada 1000 jóvenes entre 15 y 19 años están embarazadas), detrás de Honduras (103) y Ecuador (111).
Plafam, que desde sus inicios ha buscado la equidad de género y la atención a los jóvenes con una perspectiva integral, se rige por el artículo 50 de la Ley Orgánica de Protección al Niño, Niña y Adolescente que establece que “toda persona mayor de 14 años tiene derecho a solicitar información y servicios de salud sexual”. En muchos casos, sin embargo, persiste la vergüenza de pedir más detalles o acudir por su cuenta.
La ambición de Marian, la emprendedora, es que se acaben los tabúes, que las mujeres reconozcan su propio cuerpo y que la copa esté disponible en todos los anaqueles de farmacias y locales del país. “Ese asco es cultural, aprendido, y con el asco viene la desinformación porque entonces no investigas. No puede ser que te dé menos asco el semen que la sangre, tu sangre. Tú ves películas de Tarantino y no te asqueas”.
Puedes leer y compartir la versión en inglés de esta historia en Caracas Chronicles