El día que Elena (nombre ficticio) fue a un ginecólogo para su primera ecografía tras saber que estaba embarazada, cuando vio la manchita en el monitor pensó en las madres que describen ese instante como maravilloso e incomparable. Ella, que entonces tenía veinte años, no podía sentirse así.
“Para mí, quedar embarazada fue fallarme —recuerda—. Me sentía ajena, como si estuviera viendo una película, y físicamente desgastada. Era como si dentro de mí creciera un apéndice, algo que no pertenecía a mi cuerpo, que estaba fuera de lugar”.
Elena no quería ser madre. No tenía los recursos para cubrir las necesidades básicas de un bebé. “Sentía que no podía brindarle nada”. En los cuatro meses que siguieron a ese examen, se veía a cada rato en el espejo y lloraba todo el tiempo. Casi no comía por las náuseas. “La verdad era que mi embarazo ni se notaba, estaba delgadísima y solo quería dormir”. Esperaba que el embarazo fracasara y perder de pronto al bebé. Pero pasaba el tiempo y eso no ocurría, así que empezó a considerar hacerse un aborto.
Sabía que en Venezuela solo podía ser clandestino, pero no tenía cómo pagarlo ni sabía qué suponía hacérselo. Fue un camino largo: “…depresivo, lleno de reproches y lágrimas. Me hubiera gustado tener las herramientas para enfrentarme a la situación, no haber sido tan ingenua”. Cuando al fin decidió, consiguió la información y el dinero, ya se acercaba a los cinco meses de gestación.
Un aborto junto a la sala de parto
No olvida esa fecha: 15 de septiembre de 2018. Ya le había pagado a un médico que la atendería en un hospital en las afueras de Caracas. En el autobús en el que viajaba, se subió a cantar un muchacho. Una de las canciones ensalzaba la maternidad. Elena no paraba de llorar.
Poco después estaba acostada en una camilla. Tras unas cortinas, justo al lado, estaba la sala de partos, y varias mujeres daban a luz mientras ella aguardaba un aborto. Elena recuerda que el olor a heces le llegaba desde ese espacio donde otras mujeres traían seres al mundo, el llanto de los neonatos, el rojo sangre en el uniforme del doctor de tez morena y manos gruesas y toscas que la examinó, los instrumentos fríos que no conocía.
“La idea era que el Pitocín (la hormona que se usa para estimular el parto) hiciera efecto para luego proceder a extraer todo. Pero me aplicaban una dosis tras otra y no pasaba nada. No sentía los dolores que se supone debía sentir para que el doctor procediera. Ya me dolía el brazo de tantas vías y no me podía ir sin el procedimiento a mi casa. Había pagado mucho dinero (el equivalente entonces a unos 150 dólares)”.
Elena estaba angustiada, hundida y se odiaba. Se hacía muchas preguntas: “¿Qué va a ser de mi vida si no aborto hoy? ¿Por qué fui tan estúpida? ¿Y si no salgo viva de aquí?”. Sentía que tenía “un pie en el quirófano y otro en la tumba”, porque el doctor le había dicho que podía morir durante el procedimiento.
A las nueve de la noche ya esa área del hospital debía estar desocupada para su aborto. Había llegado la hora.
Era importante que me mantuviera despierta —me dijeron—, porque solo así el médico sabría que yo seguía presente. Por eso, y porque simplemente no había, el procedimiento me lo practicaron sin anestesia”.
En su campo visual, disminuido por el dolor, Elena solo pudo apreciar unas finas pinzas plateadas en las que se reflejaban los bombillos blancos que iluminaban el espacio al que la trasladaron tras las horas de espera. Lo describe como un pequeño cuarto con una mesa plateada y fría. Pegaba gritos horribles por el dolor, mientras los enfermeros le sostenían las manos y pies sudados. Pero había que terminar. “Sentí un profundo dolor, un frío intenso que me recorría la columna. Eso me hizo clavar las uñas en los enfermeros que me sostenían”. Después cerró los ojos y dejó caer la cabeza a un lado. Se había quedado dormida y los que estaban en la sala se asustaron. Pensaron que había muerto. “El doctor jalaba con fuerza. Dolía, era una sensación que todavía no puedo comparar con nada. El obstetra gritó mi nombre y abrí los ojos nuevamente y con la voz quebrada solo pude pedir que terminara rápido porque tenía mucho sueño”.
Antes de arrojar en un envase las partes ensangrentadas del feto que le sacaba, el obstetra se las mostraba y aleccionaba: “Esto es parte de la columna”, “te lo muestro para que no lo vuelvas a hacer”, “debiste ser más responsable”. Elena callaba.
La operación duró aproximadamente una hora y media. Cuando terminaron, el piso estaba lleno de sangre. “Después del procedimiento no sentí culpa, ya no iba a traer a un bebé al mundo a pasar trabajo”. Se levantó descalza y sintió el piso frío. Estaba viva. El dolor había desaparecido, pero nunca volvió a ser la misma.
Pocas opciones, muchísimos peligros
Según el ginecólogo y obstetra Rubén Peralta, en países como el nuestro, donde el aborto es ilegal y las mujeres se someten a procedimientos como el que atravesó Elena, “el aborto clandestino es muy peligroso. La mayoría de personas que lo practican no están capacitadas desde el punto de vista médico y en la mayoría de los casos, no tienen acceso a instalaciones adecuadas que garanticen la asepsia y la antisepsia para estos procedimientos”.
La paciente puede morir en un procedimiento mal hecho. Puede sufrir un trauma. Puede perder el útero o complicarse y requerir una cirugía mayor que la deje estéril.
“Todo eso se ve en los hospitales. No solo son las muertes, sino las secuelas reproductivas que pueden dejar los procedimientos clandestinos que no cumplen con las medidas básicas de higiene y seguridad”.
Al comentar la historia de Elena, Peralta subraya que la edad gestacional es de suma importancia: “No es lo mismo interrumpir el embarazo en el primer trimestre con un embrión de tres o cuatro centímetros, que interrumpir un embarazo a las treinta semanas, cuando el feto ya experimentó la organogénesis, ya se formaron los sistemas, los órganos y está en fase de crecimiento”. Agrega que las gestantes pueden perder mucha sangre si se interrumpe un embarazo muy avanzado. Tras la expulsión del feto hay que limpiar todos los restos ovulares, porque de lo contrario se pueden producir hemorragias que podrían causar la muerte de la paciente.
Elena no quería salir embarazada y luego no tuvo la asistencia clara, oportuna y calificada que en otro país le hubiera permitido abortar pronto y con seguridad. Pero en cualquier caso, dice Peralta, un embarazo no deseado requiere ante todo ayuda psicológica —y espiritual si la gestante es creyente— además del apoyo médico.
En Venezuela, la ley obligaba a Elena a tener el bebé, porque el aborto solo se permite si el embarazo representa un riesgo de salud para la mujer, según lo establecido por el Código Penal (capítulo IV). Peralta explica que estos “casos se deben documentar bien para poder demostrarlos”. Por ejemplo, que hay una condición cardíaca aguda que puede empeorar hasta la muerte por las alteraciones hemodinámicas del embarazo o que la gestante tiene cáncer y la demora en el tratamiento de radioterapia o quimioterapia supone un peligro para su vida. “Se tiene que llevar una evaluación tanto al médico tratante como a la junta de médicos del centro de salud, para determinar si es factible, y autorizar el procedimiento, para que el Ministerio Público no lo tipifique como delito”.
A pesar de ello los abortos se siguen practicando, como pasa en todas partes, sea que la ley los permita o los prohiba.
Aunque no hay cifras oficiales sobre cuántas gestantes acuden a abortistas clandestinos o intentan abortar con métodos caseros, la Asociación Venezolana para una Educación Sexual Alternativa (Avesa) señala que el aborto inseguro es la tercera causa de muerte materna en el país.
Por su parte, la asociación civil Convite, en un informe publicado en 2020, indica que las principales causas de muerte materna son hemorragias severas, infecciones y abortos inseguros.
Por eso hay organizaciones de la sociedad civil pidiendo la despenalización del aborto: entre otros motivos alegan que se trata de un asunto de salud pública.
Los muchos dilemas del aborto
Las causas que hacen legal un aborto y el tiempo de gestación máximo en el cual se permite forman el nudo de las diferentes leyes que enfrentan a los activistas a favor y en contra del aborto en el mundo. Hay argumentos filosóficos, religiosos, científicos y hasta desde la perspectiva de los derechos humanos. Pero en primera persona, hay cada día mujeres en todo el planeta que se hacen las mismas preguntas que se hizo Elena en Venezuela: si no quiero tener este hijo, ¿tengo derecho a abortar? ¿Hasta qué semana de gestación puedo hacerlo?
“Determinar cuándo el embarazo representa un riesgo para la vida de la mujer es algo complejo”, dice Nelmary Díaz, gerente de Programas de la Asociación Civil de Planificación Familiar (Plafam). “Desde el nivel físico podemos hablar de alguna patología, alguna malformación. Pero es importante ver el contexto de un embarazo no planificado desde lo integral y no solamente lo físico. Un embarazo que no planificas y que no deseas puede afectar tu salud. Hay mujeres que incluso pueden atentar contra su vida por el mismo hecho de estar pasando por un embarazo que no planificaron”.
Explica Díaz que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ve menor riesgo para una interrupción del embarazo hasta las doce semanas de gestación. Luego de eso, hay estructuras óseas en el feto que pueden quedar dentro de la madre durante el aborto, y generar complicaciones como obstruciones, hemorragias o infecciones graves. Ese umbral de las doce semanas se considera en varias legislaciones, pero solo en los países donde el aborto está permitido se puede hablar de aborto seguro.
Con esto coincide la activista de género Andrea Paola Hernández. Después del primer trimestre de gestación el aborto “representa un riesgo muy grande para la persona gestante, porque hay mayor posibilidad de que el aborto sea incompleto y presente infecciones y retención de restos. El aborto farmacológico, que es el más sencillo y accesible, se va haciendo más inviable conforme pasen las semanas. Esto limita las posibilidades de acceder a un aborto seguro y pone en especial riesgo a personas que no pueden acceder a centros de salud seguros que les puedan dar apoyo en la interrupción de su embarazo”.
Hernández considera que “la ley en Venezuela es muy limitante porque solo permite el aborto cuando la vida la persona embarazada está en riesgo. A diferencia de muchos países en la región, en Venezuela no hay ninguna legislación que contemple la interrupción del embarazo como una posibilidad a gestaciones producto de violaciones. Obligan incluso a niñas y víctimas de abuso a completar su embarazo y sin prestarles ningún tipo de apoyo durante o después”, agrega Hernández.
Lo que Elena no tuvo
Para el médico Rubén Peralta, la solución son las políticas públicas de formación. “La mayoría de los casos se dan por la falta de educación sexual y por dificultad para acceder a servicios de planificación familiar y aún más grave, en Venezuela, con la crisis que vivimos, la imposibilidad de acceder a métodos anticonceptivos confiables y seguros para las mujeres, sobre todo para la de estratos socioeconómicos más deprimidos. La clave es atacar el problema del embarazo precoz, porque gran parte de las pacientes que van a estos servicios clandestinos son adolescentes o muy jóvenes. Venezuela tiene una de las tasas más altas de embarazo en adolescentes en el continente. Necesitamos un sistema de seguimiento que ofrezca diversas opciones anticonceptivas, adaptables a cada caso, y seguimiento con trabajadores sociales a todas esas mujeres una vez que entran en los programas de planificación familiar. Al reducir esa tasa, reducimos los abortos”, concluye Peralta.
Melanie Agrinzones, activista del grupo feminista independiente Uquira, subraya la relevancia de tener acceso a distintos métodos anticonceptivos, que en Venezuela cuestan más que el salario mínimo. “El Estado debería garantizar que las personas puedan acceder a anticoceptivos y al aborto legal seguro y acompañado para que quienes decidan practicarlo no corran ningun tipo de riesgo, como ser estafados o criminalizados, porque no solo las mujeres abortan, también las personas trans, no binarias, etc”, dice la activista.
El ginecólogo Peralta hace un llamado al Estado a hacer el derecho comparado con ejemplos de otras latitudes. “Tenemos que fijarnos mucho en países que ya han legislado en la materia y que tienen programas de interrupción controlados, seguros. Esto es un tema complejo, pero la estadística es clara. La OMS dice que en países donde hay programas de aborto legal, la tasa de mortalidad por abortos clandestinos es menor. Eso es una realidad. Países que no tienen programas o no tienen legislación para ofrecer abortos voluntarios, y no solo por razones médicas, tienen una tasa de mortalidad mayor debido a la práctica en la clandestinidad”.
Hoy Elena puede entender el riesgo que corría, la protección que no tuvo: “Mi vida y mi cuerpo corrieron un riesgo innegable. Padecía la angustia de quien no se cuidó, de callar para complacer a quien en ese momento era mi pareja. Tenía miedo. Era más joven y aunque en ese momento no lo sabía, tenía una autoestima muy baja. Dejé que mi pareja en ese entonces me maltratara verbal y físicamente. Y nunca lo noté sino después de vivir esta amarga experiencia”.
Elena no desea que ninguna mujer tenga que atravesar una experiencia similar, aunque, en su caso, se recuperó físicamente sin mayores problemas. “Ya pasaron algunos años y no me arrepiento de mi decisión, pero sí admito que dejó marcas emocionales muy profundas”.
Ella lamenta que la gente piense “que una mujer aborta y quiere que sea legal para ir por la vida haciendo lo mismo una y otra vez. Pero nadie quiere un procedimiento así de invasivo. Hay mujeres que son violadas, abusadas, y gran parte de la sociedad no comprende eso todavía. Someterse a un proceso en la clandestinidad pone tu vida en riesgo de muchas formas”.