Para escribir sobre las condiciones actuales de las universidades públicas de Venezuela probablemente solo habría que visitar una, cualquiera, describir lo que vemos y completarlo con el nombre de cualquier ciudad. Podemos describir la Universidad de Los Andes, por ejemplo, y decir que es la Universidad de Carabobo. Seguro que no estaremos para nada alejados de la realidad. Las coincidencias son casi absolutas.
La Universidad del Zulia vive una situación espejo con sus hermanas. Y cuando decimos Universidad nos referimos precisamente a eso: a su universo, a sus dolientes. Infraestructura, personal docente, obrero y administrativo, estudiantes, actualidad y legado olvidados por quienes se empeñaron en llevar las riendas incinerando la autonomía.
Fue fundada en 1891 y después de funcionar por dieciocho años, la dictadura de Juan Vicente Gómez decidió cerrarla. Desde que se reabrió en 1946 creció hasta tener cerca de sesenta mil alumnos a finales de los años setenta y principios de los ochenta. La matrícula por estos días se estima por debajo de los diez mil (aunque la estadística oficial no se lleva), un sinsentido en un país que ha aumentado exponencialmente en población.
Como principal propietaria de bienes raíces en Maracaibo, La Universidad del Zulia debería estar (como alguna vez estuvo) en condiciones de administrar no solo una vasta infraestructura, sino todo lo que eso conlleva. Pero el gobierno central no solo dejó de cumplir con sus compromisos de proporcionar los recursos necesarios, sino que dispuso con la administración de los recursos que según el principio de autonomía universitaria solo pueden manejar las autoridades de la Universidad. Hoy, la nómina la paga directamente el gobierno nacional. Los profesores, por ejemplo, reciben sus salarios directamente de Caracas, sin intermediación de la Universidad, como debería ser.
La belleza se desmorona
Llegué a la Facultad de Humanidades de La Universidad del Zulia a finales de los noventa. Mi primera opción era estudiar Letras Hispánicas (porque siempre me ha encantado el dinero), pero los listados del Consejo Nacional de Universidades (CNU) me ubicaron en la mucho más solicitada Comunicación Social. Como en el caso de Derecho, mi otra carrera, yo no sabía nada sobre esta y aún no sé mucho sobre ninguna de las dos. Pero allí estaba yo, en el núcleo humanístico.
A mis dieciséis años, en la carrera que fuese, la magnitud de La Universidad del Zulia era emocionante. El tamaño de la infraestructura por sí sola era suficiente para abrumar a cualquier persona. Era un lugar vibrante, lleno de vida en cada esquina. Dos décadas después sus dimensiones siguen siendo abrumadoras, pero esta vez tiene más que ver con la ausencia de vida en semejante espacio.
Sin importar a dónde mires, cuando entras en la gran ciudad universitaria, el monte amarillo ocupa la mayoría de los espacios que hay entre los edificios vacíos de cada facultad separados por kilómetros de distancia.
Los escritores llaman pueblo fantasma a escenarios como este. Yo realmente no lo veo así. Me parece que la principal ventaja de ser fantasma es poder embrujar lugares para poder asustar a las personas. Si yo fuera fantasma (y no puedo esperar a que llegue ese momento), La Universidad del Zulia, así como está, sería el último lugar en Maracaibo que visitaría. No hay nadie a quien asustar. No tendría sentido.
La soledad fue tal en mi última visita a la Universidad, en marzo de este año, que ni siquiera me sentí en un lugar inseguro.
Las probabilidades de alguien con malas intenciones dentro de semejante vacío son bajísimas. ¿Qué puedes saquear en la nada misma?
A puerta cerrada
Si bien sus edificios han estado vacíos o prácticamente vacíos los últimos años, y en esto podemos incluir tiempo antes del inicio de la pandemia, hay un capital humano que trata de mantener viva La Universidad del Zulia. Aún hay optimistas incurables que apuestan por la continuidad de la institución como si sus vidas dependieran de ello. Los admiro y hasta cierto punto los acompaño, pero no diría que me incluyo en ese grupo, yo no soy tan buena persona.
La Federación de Centros Universitarios (FCU-LUZ), y los Centros de Estudiantes de distintas facultades y escuelas han coordinado muchísimas actividades. De limpieza, por ejemplo, o de asistencia al personal obrero con bolsas de alimentos, de búsqueda de recursos con organismos como la Alcaldía de Maracaibo, e incluso la organización de jornadas de vacunación contra el covid-19. Soy testigo en primera persona de la voluntad de muchos que quieren cambiar la realidad de LUZ sin importar las dificultades.
Gran parte del problema, sobre todo con cuestiones que tienen que ver con el mantenimiento de la infraestructura, es que esta requiere de un cuidado constante, que a su vez necesita un flujo de financiamiento continuo. Esto hace que el tesón de todos los que de verdad quieren mejorar la situación se quede algo corto, porque estas áreas necesitan renovarse todo el tiempo y jornadas puntuales nunca serán suficientes. Por ejemplo, conseguir una seguridad adecuada para que las pocas cosas que van siendo sustituidas no sean hurtadas poco tiempo después.
Mi Facultad de Humanidades ha funcionado de manera semipresencial los últimos diez semestres al menos, aunque estoy siendo liberal en extremo con el alcance del verbo funcionar. Creo que un lugar que albergue a cinco personas y no tenga un baño utilizable, no es apto para sostener ninguna actividad. La Facultad de Humanidades pretende recibir a cientos de personas, pero ningún baño cumple con las condiciones mínimas. Es más, casi ninguno tiene siquiera sus puertas abiertas.
Esta modalidad semipresencial no se debe por completo a la pandemia. Tiene mucho más que ver con las dificultades de traslado de todos. La falta de gasolina disuade más que cualquier otra cosa y por eso ya antes de 2020, decir que La Universidad del Zulia funcionaba a media máquina hubiese sido generoso.
Estudiar a distancia, aparte de que no favorece un aprendizaje integral, implica sine qua non un buen Internet. Maracaibo cuenta hoy con el mejor de Venezuela, pero es un servicio privado que cuesta como mínimo 25 dólares mensuales. La mayoría de los estudiantes no tienen la posibilidad para desembolsar esta suma y en la misma circunstancia están muchísimos profesores. Así que este esquema excluyente hace inviable una educación sustanciosa.
Matheus, el original
Mi historia personal con La Universidad del Zulia comienza mucho antes de mis años de estudio y del tiempo que he pasado dentro de ella. Mi papá, Antonio Matheus, fue Secretario de LUZ y Decano de la Facultad de Economía en distintos momentos de su vida. Yo llevo su nombre. Yo soy básicamente una versión muy desmejorada de él. Si mi papá es Nike yo soy RS21.
Mi padre dedicó su vida a la Universidad, y en lo que a él concierne, esta le ha dado todo. Viendo la situación actual de la universidad y la suya propia, yo discutiría su postura, pero no lo voy a hacer porque yo sé elegir mis batallas, y no hay ninguna que se pueda ganar cuando el rival es alguien de 87 años.
A su favor tiene que en retrospectiva todo se ve muy claro. Ni mi padre (ni nadie) podía haber previsto que Venezuela se convertiría en lo que es hoy. Las credenciales que acumuló en su vida profesional hubiesen sido, en circunstancias normales, más que suficientes para tener estos últimos años una absoluta seguridad financiera. Pero la realidad es ilógica en Venezuela.
Por supuesto que yo menciono a mi padre porque es a quien tengo cerca, pero su experiencia es transitiva en mayor o menor medida para todos los docentes de La Universidad del Zulia, jubilados o activos. Lo mismo puede decir el personal obrero y administrativo. Al preguntarle a mi padre si alguna vez se imaginó un escenario como este, su respuesta fue corta y simple: “nunca”.
Generación perdida
En enero del 2020, un par de meses antes de la cuarentena total, yo estaba en una clase de Geopolítica en la Escuela de Comunicación Social. Con aproximadamente veinte alumnos en el salón el profesor le pidió de manera casual a una estudiante que nombrara cinco países europeos. La joven se congeló, no pudo. El profesor luego hizo extensiva la petición a todos los estudiantes. Ninguno de los estudiantes pudo nombrar cinco países europeos. Ninguno pudo nombrar siquiera tres.
Si no hubiese estado allí me costaría creerlo. Después de todo, el promedio de edad de los alumnos a esas alturas es de diecinueve o veinte años, lo cual quiere decir que al menos en los dos mundiales de fútbol previos tenían uso de razón. No poder nombrar cinco países europeos es un escándalo en mi esquema. Los días siguientes le conté esto a una muchacha que me gustaba y tampoco pudo nombrar cinco países europeos. De más está decir que no terminé casándome con ella.
No cuento esta anécdota para exponer a los pobres muchachos, ya que estadísticamente que ninguno haya podido responder una pregunta tan elemental habla mucho más de un sistema educativo inexistente que de las capacidades de esos individuos. Sin exculparlos por completo, porque la responsabilidad individual es importante, sus carencias educativas están intrínsecamente unidas a un país que les falló.
Hoy veo mucha buena voluntad rodeando a La Universidad del Zulia. O más bien, mucha buena voluntad en pocos individuos.
En una institución en la que hace apenas diez años conseguir un cupo era un privilegio, hoy se busca desesperadamente quién ocupe sus espacios.
Excepto por Medicina (que sigue recibiendo más solicitudes que las que puede aprobar), las demandas de ingreso en están muy por debajo de la oferta. En 2017 sólo dos bachilleres pidieron cupo en la Escuela de Sociología, por dar el más extremo de los ejemplos.
Sheylán Picón, la dirigente estudiantil que aportó el material fotográfico que acompaña este artículo, es un ejemplo emblemático de esa tenacidad e incluso terquedad de algunos que se niegan a dejar morir a La Universidad del Zulia. Docentes, personal y estudiantes trabajan con dedicación. Estos dolientes hasta han logrado el apoyo de entes como la Alcaldía de Maracaibo para actividades como la poda de la ciudad universitaria, a pesar de que esto no es competencia del Ejecutivo municipal.
Es realmente encomiable el esfuerzo de los que se niegan a la muerte. Y esto aplica para todos en la vida. Pero —siempre hay un pero—, yo no logro ver la recompensa a la que aspiran: una universidad funcional y pujante. Hay una mano que lo controla todo aplastando todo a su paso. Esa mano destruyó la autonomía de las universidades para controlarlas, y su proceder ha sido ineficaz cuando actúa pero más dañino cuando no lo hace. Lo peor que ha hecho el Estado central es olvidar en términos prácticos a las universidades públicas.
Porque me encantan las historias de David y Goliat y las victorias improbables —y hasta por caprichos sentimentales—, me gustaría pensar que el inmenso esfuerzo de los pocos dolientes va a rendir frutos. Pero la vida es lo que es, y apuesto que la futilidad romántica se impondrá y al final nadie tendrá lo que quiere.
Incluso si un futuro promisorio se hace realidad y las cosas cambian drásticamente para mejor, ya no hay quien responda por una generación perdida de estudiantes universitarios que no pueden nombrar cinco países europeos. En lo que a mí respecta, no hay escapatoria para la tristeza por la historia de La Universidad del Zulia.