En Nueva Esparta el agua dulce siempre ha sido un problema. Pero en esta Venezuela envuelta en una emergencia humanitaria compleja, el problema es doble.
Marielena, de 35 años, es madre de cinco niños, el menor de los cuales tiene seis años. Vive sola con ellos en una casita en Manzanillo, en el extremo norte de la Isla de Margarita. Su esposo, un albañil que se había dedicado a la pesca para sobrevivir ante la caída del sector construcción, se fue a Brasil a buscar trabajo.
Justo cuando su marido partió, su hijo de nueve años, su hija de 17 y ella misma sufrieron un fuerte cuadro diarreico, que pudieron superar con remedios caseros y el suero oral que le dio la médica del Barrio Adentro. “No tenemos agua ni para beber. Los vecinos nos regalan un balde de agua diario, y a veces ni eso”, cuenta Marielena. “Yo siempre le ruego a Diosito que caiga agua del cielo, porque con esa es que uno se baña, lava la ropita y friega los platos; con el poquito que llega de vez en cuando es que uno cocina”.
A diferencia de otras islas del Caribe, Margarita, que no tiene ríos que sirvan de fuente, recibe el agua y la electricidad de tierra firme, por medio de sistemas de los años sesenta y setenta, con poco o nulo mantenimiento. Como ha denunciado la Asamblea Nacional desde 2016, las redes de distribución del agua, en sus partes submarina y terrestre, tienen fugas. Algunas han sido reparadas en múltiples ocasiones, pero otras persisten. En la mejor de las circunstancias, la mayoría de los pueblos de Nueva Esparta recibe agua cada 21 días de 48 a 72 horas, y entonces deben almacenar la mayor cantidad que puedan. En casos más graves, pueden pasar meses y hay que comprar agua a los camiones cisterna, bastante cara si es agua dulce, más accesible —aunque no barata— cuando es agua salobre que se extrae de los pozos.
Pero puede haber algo peor, y es que el agua nunca llegue, bien sea porque la tubería está rota, o porque se viva en zonas elevadas donde la gravedad impida su traslado.
El mal de las minas
La falta de agua obliga a los margariteños a almacenarla como puedan, y ahí aparece otra dimensión del asunto: la presencia en la isla de la especie de mosquito Anopheles aquasalis, capaz de criarse en aguas blancas, negras y salobres, que lleva el parásito Plasmodium y por tanto puede ser un vector del paludismo.
En el 2018 se contabilizaron casi 5 mil casos de paludismo en el estado, el 20 % de estos en menores de 15 años. En 2017 se habían contado 843 casos. Las causas de ese incremento tan desmesurado comienzan por las fallas en el tratamiento nacional contra el paludismo, pero incluyen también la falta de fumigación; los apagones, que hacen que la gente tenga que salir de sus casas y exponerse a los zancudos; y las lagunas artificiales creadas por las tuberías rotas.
Venezuela es uno de los pocos países donde el paludismo ha aumentado en los últimos años. Algunos hablan de un millón de casos en todo el país. Llegó a Nueva Esparta en gente que viaja constantemente desde Sucre o Bolívar, allí están las minas en las que tanto ha prosperado la enfermedad. Minas que producen un oro que también se vende al detal a clientes extranjeros que visitan Margarita.
De Guayana también llegó el sarampión, con la epidemia que se inició en julio de 2017; las inmunizaciones en esta región solo comenzaron en agosto, por lo que no se pudo evitar que se diseminara la enfermedad hacia otros estados. En septiembre de ese año se identificaron casos en Anzoátegui, y después en Monagas, Delta Amacuro, Sucre, Nueva Esparta; tres meses más tarde en el Distrito Capital y Miranda.
Un año antes de la explosión del paludismo en Nueva Esparta, hubo un brote importante de zika: que se sepa, 20 niños nacieron con microcefalia, algo inusual en un estado como este; muchos de esos casos se atribuyeron a que las madres tuvieron zika en el primer trimestre del embarazo, pero eso no fue corroborado por estudios de laboratorio. Desde esa fecha no ha habido más alertas de esa enfermedad en las islas.
Un plan incompleto
Esta combinación de vulnerabilidades está directamente relacionada con las fallas en vacunación que Nueva Esparta y todo el país están sufriendo. Venezuela tiene uno de los peores esquemas de inmunización de la región: hace más de dos años que no se distribuye la vacuna antineumococo ni la antirotavirus, con lo que se pueden extender las neumonías o las meningitis, así como las diarreas. El sarampión y la difteria reaparecieron y hasta se están exportando con los migrantes venezolanos, aunque el ministerio de Salud dice en sus reportes que la vacunación ha sido del más del 90 % de la población a la que está dirigida, el porcentaje mínimo de cobertura que requiere un plan de vacunación para ser efectivo.
En 2010 la Sociedad Venezolana de Salud Pública y la Red Defendamos la Epidemiología Nacional exigieron el fortalecimiento del Plan Nacional Ampliado de Inmunizaciones (PAI). Estos profesionales de la salud sostenían entonces que las fallas del PAI podían llevar a la reaparición en el país de patologías que se podían prevenir solo con seguir el esquema básico de vacunación. A mediados de 2019 tuvieron que recordar su advertencia, cuando en efecto ya había comenzado a ocurrir lo que ellos habían previsto. La incapacidad de controlar la epidemia de difteria persiste, dadas las insuficientes coberturas de inmunización en niños de entre siete y quince años por entidades federales: “En 9 estados”, dice el informe conjunto de esas organizaciones, “no se había logrado alcanzar coberturas de 95 % o más en diciembre de 2018”.
Como lo dice el pediatra Germán Rojas Loyola, secretario de información y difusión de la SVPP, la oferta de cobertura se va encogiendo con las patologías prevenibles, a medida que ciertas vacunas quedan fuera del esquema.
En el pasado, algunos de estos productos biológicos eran suministrados en las consultas privadas de los pediatras venezolanos a pesar de que no formaban parte del PAI. Hoy, algunas droguerías venden la vacuna antineumococo importada hasta en 150 dólares, cuando en varios países vecinos, como Colombia, la vacunación es gratuita. Las vacunas que se están empleando acá son importadas por droguerías y son hechas por esas mismas compañías, pero en países vecinos, y no tienen el registro sanitario nacional.
Entre la partida de las trasnacionales y los efectos en el sector farmacéutico del control de precios, Venezuela debe conformarse con las pocas inmunizaciones que hace el Ministerio de la Salud con vacunas fabricadas en la India o Cuba, y solo para algunas enfermedades. Están avaladas por la Organización Panamericana de la Salud, pero no son suficientes.
Mientras estaban en el país trasnacionales como Pfizer, Sanofi y Glaxo muchas vacunas se producían aquí. Ahora, luego de que los laboratorios se fueron sin que el Estado les pagara la deuda de 5.000 millones de dólares que se acumuló durante las irregularidades del control de cambio, la población ha perdido la protección de enfermedades como la meningococcemia, la hepatitis A, la varicela, la lechina y la influenza (en las actuales condiciones del sistema hospitalario y de la seguridad alimenticia, la influenza puede matar). Varias poblaciones de riesgo, como las mujeres embarazadas, han dejado de estar protegidas.
“Salud no solo es medicamentos, hospitales”, dice el doctor Rojas Loyola. “Salud es servicio eléctrico, servicio de aseo, es seguridad alimentaria y también agua. El mal servicio de agua va a influir tanto en las enfermedades como las de la piel, por las dificultades en la higiene personal. La gente no tiene para comprarse un jabón o un champú para poder asearse como debe ser, y así van a proliferar la escabiosis, el impétigo. O muchas veces no puede hervir bien el agua porque ahora tenemos el problema con el suministro de gas. Tampoco se está desinfectando el agua con cloro cuando llega a Margarita”.
Todo empieza y termina por el agua, la que nos rodea y aparta del continente, la que no llega y cuando llega está sucia, fétida. Entonces hay que hervirla, porque no ha sido tratada, pero no se le pueden eliminar los sólidos que se ven sin necesidad de microscopio. Es la locura de la desidia, de la indolencia de un Estado que desaparece.