El 24 de enero de 2022 una noticia se regó por las redes sociales. Impactó de inmediato a muchas personas en Mérida relacionadas, de una u otra manera, con la Universidad de Los Andes. Encontraron muerta en su casa a la profesora jubilada Isbelia Hernández con su esposo, el profesor Pedro Salinas, a su lado en un grave estado de abandono y falta de atención médica. Más allá de los detalles familiares que surgieron después, en un principio fue inevitable que este caso se convirtiera en un símbolo de lo que están enfrentando los universitarios en Venezuela y en Mérida en particular.
Cuando apenas una semana después, el martes 1 de febrero, falleció el vigilante Antonio Suárez, que dormía en un salón de clase en las instalaciones de la universidad pública, se desencadenaron más reacciones. Comentarios por redes sociales, opiniones en periódicos y discusiones en radio, y manifestaciones pacíficas dirigidas por los gremios universitarios y algunas autoridades exigieron una mejora urgente, necesaria e ineludible de la institución en toda su amplitud.
Era evidente el grado de deterioro de las condiciones de vida de la comunidad de la ULA, aquella venerable institución que por tanto tiempo fue un polo de conocimiento en los Andes venezolanos.
Profesores: en busca de sustento y sentido
Néstor Uribe, investigador del Centro de Investigaciones de Política Comparada de la Universidad de los Andes y profesor de Ciencias Políticas, se fue quedando prácticamente solo en el edificio de postgrado de la facultad de ciencias políticas y jurídicas donde trabaja. Antes del inicio de la hiperinflación ya se sentía un malestar que afectaba al ánimo general de los pasillos, que se expresaba en la actitud de indignación de muchos profesores. Luego se volvió un hecho palpable a simple vista. Los profesores dejaron de comer en el cafetín, otros dejaron de usar sus carros, sus camisas lucían desgastadas, los zapatos rotos y muchos comenzaron a bajar de peso.
Néstor me contó que gracias a su hermana pudo aprovisionarse de ropa estos últimos años. En 2013, lo convenció de gastar todo su bono vacacional en zapatos, camisas y pantalones. Aunque en ese momento Néstor no se alegró de ver su bono reducido a cero, en los años siguientes le agradecería la compra. Esa ropa es la que sigue usando hoy en día, y sabe que sería imposible para él volver a comprarla de esa calidad. Si sacamos cuentas, comprar unos zapatos baratos para un profesor significa gastar todo el sueldo mensual, si es que le alcanza.
Lo que cuenta Néstor se repite en muchos profesores de todas las facultades. Las adquisiciones del pasado son las que se siguen usando hoy. Muchos académicos han vendido sus carros y buena parte de sus pertenencias para subsistir, o también han ido viviendo de ahorros que llegaron a acumular mucho antes. Como me dijo un profesor jubilado de Ciencias, Michel Dubordieu, “vivimos de los restos de una riqueza pasada”. Aunque esto se aplica sobre todo para profesores con al menos quince años en la universidad, los últimos que pudieron comprar viviendas, tener becas para estudiar en otros países y posibilidades para ahorrar.
Si un alquiler de una habitación en el centro de Mérida puede costar cincuenta dólares o más, ¿cómo puede siquiera soñar un profesor recién ingresado con comprar una vivienda propia?
A los profesores nunca antes se les había negado la posibilidad de tener una vida cotidiana digna. Pero hoy Francisco Franco, profesor de Antropología, ha tenido que ingeniárselas para lograr junto a su esposa, profesora de preescolar, cubrir los gastos básicos de la familia que incluye a un hijo de seis años. Antes de la pandemia, se acostumbró a buscar ofertas y rebajas en el mercado de verduras y frutas Soto Rosa, y a sustituir algunos alimentos por otros, de manera de estirar cada quincena. Las salidas a comer se volvieron algo del pasado, así como otras actividades, que nunca fueron lujos. Con la pandemia, todo se complicó y ya no pudo buscar ofertas ni rebajas en el mercado, por la falta de transporte y por la imposibilidad de conseguir efectivo. El 2020 fue un año especialmente difícil para los universitarios, y Francisco pudo sobrellevarlo sobre todo por la ayuda de familiares y amigos cercanos. Desde 2021 ha conseguido trabajos esporádicos por Internet que le han permitido resolver mejor la economía familiar.
La mayoría de los profesores tienen, de una u otra manera, empleos secundarios, y también todos los empleados universitarios.
Todo depende de la capacidad individual y profesional —y de la suerte—, para desenvolverse en otros ámbitos laborales o conseguir algo en su misma área.
Carlos Lantieri, profesor de Filosofía, al comienzo de la crisis recurrió a la venta de su propia biblioteca. Hace años empezó a vender los libros que ya no usaba, pero cuando la situación empezó a ser crítica eso se convirtió en una manera de sobrevivir, la más rápida para conseguir algún dinero. Hay libros que jamás vendería, pero tuvo que salir de muchos que fueron importantes para él. Luego la misma crisis haría que nadie pudiese comprar libros. A partir de aquí recurrió a realizar prácticamente de todo: cuidar perros, cuidar casas, jardinería, incluso un poco de construcción y de plomería.
Muchos han tenido experiencias similares. Otro profesor, Habib Tajan, coordinador administrativo de la Facultad de Humanidades y Educación, hace “de todo un poquito”: vende miel, alquila equipos de audio y otros trabajos que le salen al paso.
A la mayoría de los profesores los ayuda la familia y los amigos, dentro y fuera del país. La primera vez que recibió dinero de sus hijas en el exterior, la profesora Mery López, decana de la Facultad de Humanidades y Educación, sintió impotencia y vergüenza. Luego de toda una vida, ahora tenía que volver a ser “mantenida”. Aunque no se siente orgullosa de esto, López ha aceptado que sus hijas le provean el sustento económico, y así puede prescindir de buscar trabajos secundarios y seguir dedicándose a su labor universitaria. Ella sabe que no todos han tenido esta posibilidad y por eso da lo mejor de sí misma para cumplir sus distintas facetas como profesional.
En este contexto, casi han desaparecido los encuentros, conferencias, charlas y coloquios en las distintas carreras universitarias. La disminución del trabajo de investigación se nota de manera generalizada. Solo un pequeño grupo de profesores ha podido mantenerse desarrollándose.
Elís Aldana es un profesor que a pesar de estar jubilado ha decido seguir con sus actividades de investigación y docencia dentro la ULA, sobre todo dirigiendo tesis. Es profesor de Biología y coordinador del Laboratorio de Entomología Hermán Lent. Por el grave deterioro de los laboratorios decidió dar un vuelco a sus investigaciones sobre los insectos triatominos (conocidos como chipos) y pasó de lo experimental a lo teórico, para continuar con su investigación. Así en sus últimos trabajos se ha internado en las discusiones sobre la ciencia misma y la forma de integrar lo subjetivo dentro del método científico.
Si bien no es fácil investigar y al mismo tiempo buscar el sustento diario, muchos profesores hacen lo imposible por seguir construyendo la Universidad. Cada profesor debe encontrar sentido a esta actividad en medio de las imposibilidades para no rendirse. La pregunta sobre ¿Qué sentido tiene ser profesor universitario? nunca había sido tan honda y resonante.
Estudiantes: entre la deserción y el limbo
Hecmary Rodríguez, estudiante del quinto semestre de Bioanálisis, ha pensado mucho en dejar la Universidad e irse del país. Pero siente que sería una lástima abandonarla a la mitad. Se dice: “Si ya llegué hasta aquí, tengo que terminar”.
Para estudiar ha tenido mucha ayuda, económica y afectiva, de su familia. Aunque esto no ha sido suficiente y necesita trabajos esporádicos para complementar sus gastos. Ella es de Valera y tuvo que mudarse a Mérida para estudiar. Su amiga Yoltri Rojas se encuentra en la misma situación. Cuando Yoltri viene a Mérida vive con Hecmary y se ayudan mutuamente. Se conocieron en el primer semestre y se hicieron muy buenas amigas. Yoltri me afirma: “Si no es por este tipo de cosas como la amistad o el apoyo familiar, sería imposible estudiar”.
A diferencia de otras épocas, la cantidad de alumnos de otros estados es exigua. Por una parte, ya no existen tantas residencias estudiantiles y los alquileres son muy caros en comparación a otras épocas. Por otra parte, un estudiante debe cubrir sus gastos de comida y de transporte, así como los gastos específicos de cada carrera, los libros y los equipos de trabajo. Hasta hace algunos años, los estudiantes podían ir al comedor universitario de lunes a viernes, y había un transporte estudiantil, así como un pasaje preferencial que costaba la mitad del normal. También existían distintas becas que ya no hay, y se podía optar por ser preparador de alguna materia y recibir una remuneración económica. Todavía se puede ser preparador, pero la remuneración es insignificante; cuando José Malaguera dejó de ser preparador, en 2018, lo que ganaba le alcanzaba para tres pasajes cortos en la ciudad.
La educación oficialmente sigue siendo gratuita y las matrículas de pregrado son sumamente accesibles porque no llegan ni siquiera a los cinco dólares. Sin embargo, es un hecho que una persona con una economía limitada tiene grandes dificultades para estudiar.
Incluso los jóvenes de la ciudad, que no necesitan pagar alquiler ni mudarse de estado, no siempre deciden estudiar en la ULA, porque la mayoría se va del país o se dedica de lleno a trabajar. Sobre esto Leonardo Rivas, preparador de la Facultad de Humanidades y estudiante de los últimos semestres, dijo en el discurso de bienvenida a los nuevo ingreso en febrero: “Yo entré con muchos compañeros, a medida que la situación se agudizó y todo fue corroyéndose, uno a uno se fueron marchando, y sí, puedo contar con los dedos a los que van a terminar conmigo».
Muchos de los que siguen estudiando sienten que pasa el tiempo y nada avanza. Creo que este es el principal motivo de desaliento para los jóvenes, esa incertidumbre y lentitud con la que pasan los semestres. Esta sensación de estancamiento se profundizó por la pandemia hasta el punto de llegar a un limbo, donde no se sabe nada y siempre se está en el mismo lugar.
A Juan Díaz, estudiante del noveno semestre de Ingeniería, le parece asombroso que a pesar de todo, siga habiendo alumnos que hacen todo para estudiar.
Él también ha meditado mucho sobre la posibilidad de dejar su carrera, pero hace unos meses tomó la decisión de no hacerlo hasta llegar al fin. El futuro lo ve incierto, por tanto su única certeza es mantenerse firme. Él tiene la ventaja de vivir aquí en Mérida, pero tiene que trabajar dando clases de guitarra, tutorías para alumnos de bachillerato y reparación de electrodomésticos y fallas sencillas de electricidad. Ha tenido empleos fijos como en una charcutería, pero últimamente se ha dado cuenta de que es muy difícil mantener la calidad del estudio y trabajar a tiempo completo. Algunas noches no duerme y hay días que siente un dolor de cabeza constante, pero no hay mayor satisfacción que seguir avanzando en sus conocimientos y en su carrera.
Otro obstáculo para los estudiantes es la situación de lugares como laboratorios y bibliotecas. Como han ocurrido tantos robos en casi todas las facultades y escasean muchos implementos, muchos de estos espacios están prácticamente cerrados. Patricia Monsalve, estudiante del último año de medicina, cuenta cómo algunas de las prácticas que hizo en sus primeros semestres son mucho más difíciles de realizar para los nuevos estudiantes. El problema de los laboratorios hace muy complicado realizar las materias prácticas. Últimamente, muchos alumnos se han decidido a cubrir los gastos de los insumos y materiales para llevar a cabo las prácticas indispensables. Para las prácticas de técnicas quirúrgicas, Patricia se puso de acuerdo con sus compañeros para costear desde los ratones, la anestesia, el yodo y el desinfectante hasta el transporte y la alimentación de los técnicos.
Patricia me cuenta que la mayoría de sus profesores tienen un gran compromiso y se esfuerzan para seguir dando clases. Y al mismo tiempo los alumnos, en la carrera de medicina, intentan ayudar de distintas formas a los profesores.
He visto que los más animados son los estudiantes que están comenzando. En el acto de bienvenida a la facultad de humanidades, pude hablar con varios estudiantes de diversas carreras como Idiomas, Educación, Letras y Medios Audiovisuales. De manera general, transmiten ganas de estudiar y de no perder las esperanzas.
La ciudad que era una universidad
Carmen Teresa ha presenciado los muchos cambios que ha sufrido la ciudad. Llegó muy joven, de San Rafael de Mucuchíes, a una Mérida que ha amado desde entonces por lo que fue su gran efervescencia cultural, donde se cruzaban los trayectos de personas de toda Venezuela y del mundo.
Cuando estudiaba quinto año en el liceo Libertador, empezó a tener conexión con personas de la Universidad, como profesores y alumnos de distintas carreras que se juntaban con sus compañeros para hacer paseos y conversatorios sobre distintos temas relacionados con la ecología y también con la política. Esto la motivó a estudiar la carrera de biología, donde tuvo experiencias y encuentros que definieron el resto de su vida, como la de tanta gente: las fiestas, los amores, las caminatas y hasta las huelgas.
Hasta hace unos años era impresionante la cantidad de actividades culturales: conciertos, recitales y grupos de estudio que existían en contrapunto con cafés, restaurantes y sitios nocturnos. La intensa vida universitaria se conectaba con el turismo y le inyectaba a Mérida una afluencia económica. Desde los artesanos de la plaza de Las Heroínas, pasando por las muchísimas posadas, apartamentos y casas en alquiler hasta las casas de grado, se retroalimentaban del flujo de estudiantes, egresados, profesores y empleados.
Junto con la crisis de la Universidad ha llegado la degradación de la ciudad de Mérida.
Jorge, quien trabaja en la posada Yagrumo Tours en el centro de la ciudad, comentó que desde hace varios años muchas posadas cerraron, y ya es casi imposible conseguir extranjeros en esta ciudad. La pandemia redujo el turismo a su mínima expresión, pese a un repunte reciente que solo beneficia a las zonas más turísticas.
En estos últimos meses del 2022 se ha visto también un incremento de la actividad vital y cultural de la ciudad, ahora que las restricciones por la pandemia son más flexibles. Pero los grandes problemas siguen ahí. ¿Qué podemos hacer ante la impotencia, la escasez, las carencias de todo tipo que van desde los recursos humanos hasta las infraestructuras y las facultades? ¿Se ha hecho todo, se han agotado las posibilidades? ¿Es la universidad una causa perdida?
Aunque es difícil mantener el optimismo en estos tiempos, muchísimas personas se sienten identificadas con la institución. Gracias a ellas, todavía la Universidad se mantiene. Desde muchos empleados como vigilantes y personal de limpieza y administración que siguen yendo a las instalaciones por una cuestión de compromiso personal, pasando por muchos profesores que hacen lo imposible para seguir dando clases e investigando, hasta los estudiantes que se mantienen activos para seguir sacando sus carreras.
José Manuel López, profesor de Filosofía de treinta y dos años, no solo ha logrado graduarse como maestro y doctor; también sigue ejerciendo su profesión, así como investigando, estudiando y dando clases. Se ha preguntado muchas veces por el sentido de seguir en la universidad, pero leer, estudiar, aprender y escribir ha pesado mucho más que cualquier problema. No ha sido fácil pero ha tenido muchos estímulos. Vive cerca de la facultad y puede ir caminando. No obstante, toda la situación lo ha ayudado a reflexionar sobre lo que es la universidad.
La universidad es ante todo esa búsqueda de conocimiento; el asombro, la duda, la reflexión y el pensamiento crítico. Y eso es lo que lo mantiene unido a ese espacio ahora borroso que son los edificios. Irse puede implicar no poder seguir en la carrera para la que se ha formado, como muchos de sus amigos y sus colegas. Por eso José Manuel mezcla sus múltiples habilidades con su carrera y su oficio de profesor. La música, la filosofía y la poesía no están separadas de su vida cotidiana y todavía ser profesor es una opción para él.
La profesora Fabiola piensa que “no es una cuestión de conseguirle sentido a todo esto, sino de dárselo”. Es decir, el acto de ir a la facultad y de persistir en este ejercicio de equilibrio es en sí mismo una forma de luchar contra las adversidades.
La Facultad de Humanidades, de donde soy egresado, ha juntado iniciativas lideradas por el profesor Habib Taján, Carlos Moreno y otros voluntarios, para conseguir financiación y accionar planes para recuperar las áreas abandonadas. Soy testigo de cómo en estos primeros meses del 2022 ha habido una mejora de las instalaciones, y con esto no afirmo que se han solucionado todos los problemas.
Muchos opinan que no volver a la universidad puede significar ceder espacios. Por eso quedarse de brazos cruzados no es una opción. Esto no quiere decir que obviemos a muchos profesores y empleados que se han visto sobrepasados por las circunstancias. Pero en los diversos espacios universitarios se están buscando maneras de mantener la institución en pie. Dentro de un panorama bastante desfavorable, se puede conseguir que no todas las esperanzas estén definitivamente derrumbadas.