En 1992, el profesor Luis Lemoine, en compañía de un equipo de la Fundación Arqueológica del Caribe de la Universidad Simón Bolívar, se adentró en la Cueva de Iglesitas del Morro de La Guairita, una formación rocosa salpicada de selva en el Alto Hatillo, en el sudeste de Caracas, conocida como Parque Cuevas del Indio.
Lemoine, que se había dedicado al estudio sistemático de las cuevas tras culminar su doctorado en arqueología en el Reino Unido, se arrastró cual gusano por un pasaje de unos quince metros, que luego bautizarían como “el intestino”, con las paredes rozando pecho, hombros y espalda. Buscaba vestigios prehispánicos, pero al final del intestino conseguiría otro tesoro: los primeros restos fósiles de un vertebrado en el valle de Caracas. Una pereza gigante.
El arqueólogo —conocido por descubrimientos como los restos de una mujer indígena en Margarita—, visitó desde entonces la cueva cada cierto tiempo. Pero no pudo explorar los restos por falta de recursos hasta que en 2014 invitó al paleontólogo Ascanio Rincón, jefe del laboratorio de paleontología del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC), a unírsele. Era un “depósito de fósiles en plena Caracas”, dice Rincón, impresionado por la rareza del yacimiento que ahora estudia. Finalmente ambos, junto a Gregory McDonald –un paleontólogo del Bureau of Land Management de los Estados Unidos– anunciaron el descubrimiento en junio del 2021 y en octubre publicaron un paper en el Journal of South American Earth Sciences.
“Resultó ser un material muy fragmentario y por cautela no nombramos un género y una especie nueva”, dice Rincón. Los restos del fémur y el cráneo dan algunas pistas: es similar a los restos de Xibalbaonyx, una pereza gigante cuyo fósil se descubrió en Yucatán, que habría pesado unos doscientos kilogramos, como un oso pardo actual, pero también puede tratarse de una especie o un género nuevos para la ciencia, pues “partes del cráneo tienen características únicas dentro de los perezosos”. De todos modos, Rincón y Lemoine no han podido continuar buscando más material fósil para identificar la especie porque la pandemia ha dificultado el movimiento, los permisos se han hecho cuesta arriba y los recursos se acabaron.
Junto con los de la pereza, Rincón también identificó los restos de un armadillo gigante de la especie Pachyarmatherium tenebris, que Ascanio había descrito por primera vez en las Cuevas del Zumbador en Falcón en 2007. Así fue como pudo datar la pereza en el Pleistoceno tardío: vivió hace 20.000 años, durante la última edad del hielo, cuando el clima era más frío y seco y, especula Rincón, es probable que al área que hoy alberga la ciudad de Caracas la cubriera un bosque caducifolio seco.
El Pachyarmatherium y la pereza, explica Rincón, los debe haber cazado algún depredador. Una vez devorados hasta los huesos, oleadas de barro los llevaron hasta las profundidades de la cueva. Los movimientos de tierra taparon la entrada con roca. Por veinte milenios, los restos de los dos animales permanecieron aislados mientras Caracas se cubría de selva, luego de cultivos, y finalmente de rascacielos y autopistas.
Excavando con las uñas
“Yo empecé a hacer paleontología cuando tenía ocho años”, dice Rincón, natural de la Isla de Toas, en la boca del Lago de Maracaibo, donde de niño trepaba cerros de caliza para conseguir los fósiles de moluscos, bivalvos, trigonias y amonitas del período cretácico, la última era de los dinosaurios. “La inquietud de ser paleontólogo” surgió en él tras ver un documental de National Geographic sobre Lucy, un posible ancestro del Homo sapiens descubierto en Etiopía en 1974.
En la Universidad del Zulia, donde estudió Biología, se encariñó con la sección de Paleontología del Museo de Biología, del cual se convertiría en el paleontólogo asistente en 1992, hasta graduarse. Luego hizo un doctorado del IVIC, un posdoctorado en la Universidad de Texas en Austin (que le serviría de antesala a la exploración paleontológica de pozos petroleros) y una gama de experiencias laborales en múltiples museos de Estados Unidos, como el Smithsonian en Washington y el American Museum of Natural History en Nueva York con su riquísima colección fósil. Cuando regresó a Venezuela y se convirtió en investigador asociado titular del IVIC, después de otro posdoctorado, pasó a dirigir el Laboratorio de Paleontología del IVIC creado en 2013.
“La paleontología en Venezuela existe por nuestro empeño”, dice Rincón. Los permisos y los recursos son escasos. “Ha sido muy cuesta arriba”. Aun así, en veinte años, en el Laboratorio de Paleontología del IVIC ha logrado 73 publicaciones científicas en múltiples áreas de estudio: desde insectos y cangrejos prehistóricos hasta megafauna mamífera, cocodrilos gigantes y dinosaurios.
“Nos empeñamos en seguir trabajando en Venezuela porque es un territorio virgen que muy poca gente trata de estudiar por la situación que atraviesa”, dice el paleontólogo, que ha descrito 20 categorías taxonómicas nuevas, 15 de ellas halladas en Venezuela.
Actualmente, Rincón se centra en tres grandes proyectos: la exploración de las cuevas en los alrededores de Caracas para crear una memoria de la fauna local en el Pleistoceno; una especie nueva de pereza gigante fósil en Urumaco, Falcón; y el estudio de restos en depósitos de asfalto que revelan lobos, báquiros e insectos en Breal de Orocual, Monagas. “Hemos trabajado desde que se inició el laboratorio. Los proyectos se nutrían con becas del Ministerio de Ciencias, era un presupuesto anual que se administraba y permitía ciertas salidas de campo”.
Pero hoy el financiamiento casi no existe, desde que el Ministerio del Poder Popular para Ciencia y Tecnología cortó el presupuesto del IVIC hace ya varios años.
Hoy, el laboratorio de paleontología del IVIC —donde Rincón trabaja entre pilas de libros, cráneos de tigres dientes de sables y caparazones fósiles— no tiene herramientas, vehículos ni personal.
La pandemia, como el éxodo de jóvenes, lo dejó sin estudiantes. No es el único chorro que se ha cortado: el equipo paleontológico en el Breal de Orocual en Monagas, el pozo asfáltico más grande del planeta, recibió antes apoyo logístico, seguridad, alimentos y algunos insumos de Pdvsa. Ya no. “Yo sigo trabajando con lo que tengo en mano”, dice Rincón. “Hace unos días fui de campo a unas cuevas que unos amigos y yo estamos explorando, con un almuerzo y agua”.
También en 2009 el IVIC consiguió un financiamiento de la petrolera Total para desarrollar el proyecto “Paleomapas de Venezuela” sobre yacimientos fósiles. Un vistazo muestra la vastedad de la riqueza paleontológica del país: la Guajira, Perijá, la costa oriental del Lago de Maracaibo, la frontera entre Zulia y Falcón, Urumaco, la Sierra de Aroa en Yaracuy, Carora en Lara, Táchira, Barinas, Portuguesa, áreas cercanas a Zaraza en Guárico, el Breal de Orocual, Cubagua, Margarita y hasta Araya. Pero aún, como demuestra la pereza hatillana, queda mucho por explorar. “Hemos trabajado en un montón de sitios a lo largo y ancho de Venezuela buscando fósiles con muy buenos resultados”, dice Rincón.
Pero el golpe de suerte con Total no se ha repetido y la empresa anunció su partida en 2021. “No hemos conseguido financiamiento ni en empresas, fundaciones extranjeras o el sector privado. La paleontología no da de comer, no es una ciencia productiva para los humanos: no cura el cáncer, no cura el covid”. De hecho es una ciencia escasa en Venezuela, donde en gran medida la han ejercido geólogos, arqueólogos y biólogos. Aunque algunos micro-paleontólogos del Instituto de Tecnología Venezolana para el Petróleo (Intevep) de Pdvsa y de la USB siguen estudiando fósiles microscópicos, Rincón es el último paleontólogo de vertebrados que queda en Venezuela.
En Zurich, los paleontólogos venezolanos Jorge Carrillo Briceño y Marcelo Sánchez Villagra investigan el pasado biológico de Venezuela. Desde allí, mantienen lazos con investigadores como Orangel Aguilera y Hyram Moreno del Museo de Ciencias en Caracas o el joven geólogo Rodolfo Sánchez, que ejerce la paleontología en Falcón y se encarga del Museo de Urumaco, institución que recibe apoyo de paleontólogos venezolanos en Suiza.
Los primeros venezolanos y el fin de la megafauna
La riqueza geográfica del proyecto “Paleomapas de Venezuela” indica que la pereza gigante del Alto Hatillo no era una anomalía. Era, en cambio, una de las muchas especies de megafauna –animales que pesan más de 45 kilos según uno de los estándares más comunes en la especialidad– que habitaron el continente durante el pleistoceno (hasta hace unos 11.700 años) y principios del holoceno (cuando terminó la última glaciación). En aquel entonces, en una América que se encontraba con los primeros seres humanos que cruzaron desde Siberia, el territorio venezolano podía asemejarse a las reservas de África.
De hecho, la pereza hatillana era una de las 17 especies de perezosos gigantes terrestres conocidos que –en diferentes períodos prehistóricos– recorrieron los llanos y montañas de Venezuela, buscando arrancar ramas y comer de los grandes árboles. Entre estas figuraban: el Megistonyx oreobios, descubierta por Ascanio y McDonald en la Sierra de Perijá y cuyo nombre en griego significa “la mayor garra que vivió en la montaña”; y la Eremotherium, que podía llegar hasta los tres metros de altura. Había también, semejantes a tanques de guerra vivos, gliptodontes: enormes primos acorazados de los armadillos, tales como el Glyptotherium que tenía un enorme caparazón y una cola que asemejaba un piñón gigante.
En aquellos llanos y bosques secos de perezas terrestres y gliptodontes también había especies que todavía pueblan el territorio venezolano, como los osos hormigueros, los chigüires, los venados caramerudos y el venado matacán candelillo, junto con grandes herbívoros extintos: la Paleolama major, una suerte de grandísima llama, Xenorhinotherium (“bestia de nariz extraña” en griego) que asemejaba un camello sin joroba y con trompa de danta, y hasta caballos americanos. Pero quizás las bestias más espectaculares fueron los gonfoterios: primos extintos de los elefantes de Asia y África que poblaron casi todo el territorio venezolano, tales como el Cuvieranius y el más grande Notiamastodon de enormes colmillos.
A esos mamíferos gigantes que se frotaban contra moriches o se abrían paso entre los samanes los acechaban no solo los jaguares y pumas que han llegado a la actualidad, sino también cazadores formidables como el lobo extinto Canus dirus y el Smilodon populator, el felino de dientes de sable. Varios factores, como los cambios climáticos y ecológicos, pero sobre todo la presión de los cazadores humanos que recientemente habían llegado al continente desde Siberia, empujaron a esas especies a la extinción.
En sitio paleontológico de Taima Taima, en Falcón, descubierto en 1964 por el arqueólogo español José María Cruxent, se encontró una pelvis de mastodonte (una suerte de elefante prehistórico) atravesada por una punta de flecha.
Frutas fantasmas y escarabajos estercoleros
La paleontología no solo se ocupa de elefantes y tigres dientes de sable. También enseña que los aguacates, como la lechosa, la tapara y el cacao, son “anacronismos evolutivos”, término acuñado por Connie C. Barlow para describir frutas cuyos dispersores naturales, los animales de la megafauna del pleistoceno, desaparecieron. Las perezas gigantes y los elefantes venezolanos devoraban cacao y lechosa para después dispersar estas frutas con su excremento. Si hoy disfrutamos de estas frutas fantasmas, explican los biólogos, es porque se domesticaron para la agricultura o son dispersadas por el ganado. Pero en la prehistoria pueden haber tenido distribuciones mucho más extensas. Lo contrario pasó con el nogal de Caracas, un árbol endémico de ese valle afectado por la reducción de población de dantas en el Ávila. Hoy quedan unos cien nogales de Caracas en la montaña.
“Todavía queda muchísimo que estudiar de los fenómenos paleoambientales de Venezuela”, dice Rincón. Por ejemplo, cómo la desaparición de la megafauna contribuyó a la aparición de selvas donde antes imperaban sabanas cuando aumentó el agua disponible en el planeta con el deshielo de la última glaciación.
Rincón sospecha que alguna vez existieron manadas gigantescas de toxodontes, llamas gigantes, caballos, mastodontes y perezas recorriendo las sabanas venezolanas y dejando toneladas de excremento que debían congregar miles de escarabajos estercoleros. Esta hipótesis de Rincón surgió en 1997, viendo cómo esos escarabajos actuaban en la bosta acumulada en una vaquera de Perijá. En 2009, cuando inició una nueva serie de excavaciones en el Mene de Inciarte, un pozo de brea en el Zulia en el que se han encontrado miles de restos fósiles, Rincón encontró evidencia de la presencia de unas 25 especies de escarabajos estercoleros que vivieron hace unos 25 mil años. Hoy hay apenas nueve especies en Perijá. “Había una biodiversidad mucho más alta, producto de las grandes cantidades de excremento, y especies especializadas en el excremento de algún mamífero que con su desaparición se llevó a los escarabajos”. Las especies que sobrevivieron –antes del advenimiento del ganado europeo– lo hicieron porque pudieron alimentarse de los residuos vegetales.
La investigación de los escarabajos estercoleros muestra cómo es ser paleontólogo en Venezuela. Para obtener la gasolina con que disuelve la brea que esconde los fósiles, Rincón necesita hacer hasta cuatro días de cola. Y para evacuar los gases del hidrocarburo en el laboratorio de su casa en Carrizal, Miranda, armó una campana en el patio y le hizo el ducto con un tubo que consiguió en la basura. Como no lograba acceso a colecciones de escarabajos contemporáneos para compararlos con sus escarabajos fósiles del Mene de Inciarte, decidió hacer su propia colección de escarabajos estercoleros, recolectándolos en su patio. Pero, sin una conservación adecuada, la humedad dañaba los especímenes. “Conseguí entonces un pana que me regaló alfileres etnológicos, otro pana me envió unas guías de identificación y así continúo —dice—, tratando de resolver problemas”.
Rincón no se resigna. “La paleontología es una ciencia básica que nos ayuda a entender la evolución de la vida en la Tierra y a conservar nuestros ecosistemas a través de las experiencias de las extinciones pasadas. Por eso seguimos haciendo esto, contra viento y marea”.