Que ser valiente no salga tan caro / Que ser cobarde no valga la pena
Joaquín Sabina
La foto que acompaña este texto es una imagen de alta moral. En cualquier momento —dice— puedes toparte con un núcleo de coraje irreductible en una persona a la que se ha querido reducir a la nada. Ten cuidado.
A esa mujer la apresó, torturó y esclavizó durante casi cuatro meses un hombre cuyo nombre no voy a mencionar, porque no merece ni ese reconocimiento. Las cosas no mejoraron mucho cuando, casi moribunda, logró escapar, el 19 de julio de 2001. La fiscal a cargo no ordenó que la llevaran de inmediato a un hospital y obstaculizó la investigación de mil maneras, las figuras políticas usaron su caso para obtener réditos y luego la abandonaron, no recibió toda la atención médica ni psicológica que necesitaba y, por último, hasta la justicia de su país fue ciega y sorda a los horrores del crimen.
También ha sido durísimo para sus familiares y su abogado. Su hermana intentó seis veces denunciar la desaparición de Linda sin que la escucharan, sus padres y demás hermanos fueron agredidos muchas veces durante su hospitalización y los juicios, a su abogado intentaron sobornarlo y todos recibieron amenazas.
La pesadilla aún no acaba. No solo por las secuelas que la tortura dejó en el cuerpo de la víctima. Ni por los traumas físicos, psíquicos y económicos con los que este crimen marcó a toda su familia. Es que el Estado venezolano, con una sentencia condenatoria sin precedentes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, no ha cumplido con lo que esta instancia determinó como necesario para reparar al menos en parte tanto daño. Vaya revolución social, humanista y feminista la que nos gastamos.
Consentimiento para dañar
Pero la respuesta de esta mujer y de su gente ha sido tan admirable que ha dado para una gran historia. La que escriben Luisa Kislinger y Linda Loaiza López, en un libro publicado por Editorial Dahbar en Venezuela y España este mes, y luego en Argentina, México y Colombia: Doble crimen. Tortura, esclavitud sexual e impunidad en la historia de Linda Loaiza. Y este marzo ha sido elegido para lanzarlo, porque el día 27 se cumplen veinte años del crimen.
La iniciativa fue de Luisa Kislinger, activista en el área de derechos de la mujer. Luisa no vivía en Venezuela en 2001, y supo del caso cuando investigaba el tratamiento que los medios dan a la violencia de género en Venezuela. Un tiempo después, por un suceso casual, ambas se conocieron y Luisa logró ganarse la confianza de Linda para trabajar juntas en el libro.
Escribir Doble Crimen fue posible —me explica Luisa— porque Linda tenía ordenados todos los registros y la documentación necesaria para reconstruir cada detalle de la historia, y estuvo dispuesta a contarle a Luisa su experiencia. El resultado es una historia importantísima, que evidencia las múltiples indolencias que deben enfrentar las víctimas de violencia de género y el profundo deterioro de la justicia venezolana.
—Narrar cada evento ha significado afirmar cada segundo de impunidad y el viacrucis de estos veinte años —dice Linda—. Pero también es una oportunidad para develar las grandes fallas de los sistemas venezolanos, la sociedad de cómplices, el trato inhumano e indigno que reciben las mujeres y niñas víctimas.
—Yo me imaginaba que escribir un libro era algo muy distinto —agrega Luisa—. Para Linda fue muy duro y para mí también. Trabajamos sobre todo en las madrugadas y tuve que repetirle preguntas sobre situaciones fuertes del cautiverio o de los juicios, que yo necesitaba entender en detalle para poder escribir. Con toda paciencia, Linda me volvía a responder y sé que eso la hacía pasar de nuevo por todo.
Doble crimen revela una podredumbre sistémica aterradora, que no es nueva en Venezuela. Esos males llevan mucho tiempo enquistados en nuestra sociedad.
Linda y su hermana, hijas de agricultores andinos, llegaron a Caracas en 2001. Venían a buscar unos papeles en el Ministerio de Educación y con la intención de comenzar estudios de Veterinaria. Ninguna de las dos había cumplido veinte años. Pocas semanas después, un hombre armado y violento obligó a la menor a subirse en un vehículo y la mantuvo cautiva hasta julio de ese mismo año, en un hotel y unas viviendas donde la gente se daba cuenta de lo que pasaba y callaba, o era cómplice.
No era la primera vez que el sujeto atrapaba a una mujer vulnerable para satisfacerse y descargar en ella sus frustraciones. ¿Fue la última? No lo sabemos, porque el individuo está libre. Su proceder delictivo, como revelaron las investigaciones, tampoco era una novedad para la familia del sujeto. La sorpresa para el público fue enterarse de que en esa familia abundaban apreciados miembros del medio intelectual y académico. Eso provocó consideraciones benévolas y solidaridad automática con ellos, pero la impunidad grosera llegó después, debido a las conexiones de estas personas con los altos círculos de poder en la democracia que fenecía y en la autocracia que comenzaba.
Linda era técnica en producción pecuaria y zootecnia cuando llegó a Caracas, y vino por sus propios medios. Su familia ha demostrado ser íntegra y protectora. Sin embargo, las prerrogativas que suponía tener el criminal para hacer daño —a menudo proclamadas como insultos durante el cautiverio—, me han recordado la costumbre de buscar a jóvenes en la provincia para llevarlas a la capital a ocuparse de las labores del hogar y algunas veces, de forma velada, de los antojos sexuales de sus patrones. El caso y su tratamiento son otra vuelta de tuerca —más malandra— de un feudalismo que permea la modernidad postiza de nuestro continente.
La asombrosa red de omisiones y complicidad también me ha hecho pensar que en Venezuela no fueron necesarias las dictaduras del Sur para preservar nuestro corazón conservador y clasista. ¿Dije “corazón”? Contamos con formas más discretas de acabar con lo que pudiera amenazarlo: disolver en silencio, triquiñuelas y burocracia las demandas de justicia es un perfecto modus operandi. Los oídos sordos y la vista gorda (cuando no la justificación) ante determinados sufrimientos —los que nos parecen ajenos— fueron y son una fórmula menos riesgosa de preservar el statu quo y los privilegios.
Obvio que era ingenuo esperar otra cosa en un ambiente donde se cuidan las vitrinas y las espaldas hasta cuando no hace falta. Como nunca se sabe cuando puede surgir un peligro o una oportunidad, es mejor no buscarse enemigos. Por eso la compasión, aun ante la imagen de Linda en silla de ruedas y mutilada, fue más común hacia los victimarios que hacia la víctima. Era lo más conveniente para todos.
Bueno, no para todos. Linda y su familia, ajenos a esas conveniencias, se empeñaron en dar a conocer la verdad y en demandar justicia. Y no solo para sí mismos, también para otras personas que puedan atravesar un calvario similar.
López contra el Estado
Tras la agresión, Linda abandonó la idea de estudiar Veterinaria y se graduó de abogada, cursó una especialización en Derecho Internacional de los Derechos Humanos, otra en Derecho Humanitario y una tercera en Derecho Penal Internacional. Ahora es una respetada consultora en asuntos de violencia de género y derechos humanos.
—Enfrentarse al sistema de justicia es un reto que no te da descanso —dice—. Las víctimas tienen grandes y crueles desafíos. La impunidad es una realidad que conduce a la revictimización y multivictimización. El problema es estructural: estamos desprotegidas frente al sistema de justicia venezolano. Junto a mi familia y mi abogado, fui la primera mujer en demandar al Estado venezolano ante el Sistema Interamericano (en calidad de víctima y peticionaria), hice la petición como cualquier ciudadana que buscaba la justicia que le negaron en su país, cuando a nadie le parecía tan grave e importante elevar un caso como el mío ante la justicia internacional. La realidad resultó contundente y dio lugar a una sentencia en la cual el Estado se muestra como responsable por las violaciones a derechos humanos en mi contra. Esa sentencia muestra a toda víctima que ella tiene que asimilar y empoderarse de su derecho a buscar justicia.
Uno de los más importante logros de la narración de Luisa Kislinger es dejarnos ver esa tenacidad tan característica de Linda. Asombra el empeño de aquella joven en mantenerse con vida y escapar, su confianza en sí misma. No la amilanaron los golpes ni las heridas, tampoco los insultos del agresor contra ella y su familia para quebrarla, ni siquiera las tergiversaciones y mentiras que vinieron después. Esa fuerza brota de una forma tan natural, que me cuesta arrancarle una explicación de su causa:
—Yo estaba segura de que mi hermana y mi familia me estaban buscando —me dice—. Sabían que eran infundios lo que les decía el agresor o la policía. Eso no era lo que me enseñaron en mi casa, no era mi forma de ser, ni mi personalidad. Y sabía que mi hermana estaba denunciando, porque cada vez que ella iba a la policía, las represalias conmigo eran fuertes. Además yo fui criada con buenos valores, estaba bien alimentada, tenía salud física y mental.
Él quiso interferir en mi psique, convencerme de que mi familia era mala, de que era ella la que me golpeaba, pero yo nunca lo creí. Yo conocía bien a los míos.
No dejé que me deteriorara mentalmente ni que me creara un odio contra ellos. Mis padres nos enseñaron a ser un equipo, hasta en las cosas muy básicas. Más que buenos hermanos, hemos sido buenos amigos y compañeros. Sé de casos en los que las víctimas no reciben apoyo de su familia, en algunas oportunidades hasta justifican la agresión contra ellas. Eso las quiebra indiscutiblemente, afecta mucho.
—Pero es asombroso que hayas sobrevivido —insisto.
—Tenía dieciocho años y grandes ilusiones. Creía profundamente en mí. Tenía la voluntad, el orgullo y la fuerza de una adolescente. Esta experiencia transformó mi vida. Estaba aterrada, pero sentía que tenía que decir quién era ese hombre. Sabía que tenía que contarlo. Pensaba en las otras víctimas, en sus fotografías que me mostraba y en cómo me contaba lo que les había hecho. Tenía mucho miedo, pero todo lo razonaba. Por muy crueles que fueran las cosas, aunque sabía que él podía matarme, iba procesando todo. Y siempre por eso busqué la manera de escapar. Yo creo que sobreviví porque alguien tenía que enfrentar ese horror y contarlo.
Un precedente internacional
Doble crimen tiene otra gran virtud. Deja muy claro por qué se permitió este sujeto —por qué se lo permiten tantos— descargar así su violencia en una mujer. La respuesta no siempre es evidente. El agresor sabía que podía hacerlo, y así se lo dijo a ella todo el tiempo. No es un “monstruo”, como dijeron los medios sensacionalistas para convertir su figura en algo excepcional. Es alguien que sabe que su conducta es consentida.
Esto me lo confirma Francisco Quintana, abogado de la causa ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con quien hablé sobre el impacto que le produjo este caso:
—Los hechos por los que Linda pasó durante su secuestro no los habíamos visto nunca. Era clara la evidencia de los maltratos a los que había sido sometida, y fue increíble para nosotros ver cómo la justicia venezolana no dio una respuesta adecuada en sus investigaciones. El expediente estuvo plagado de prejuicios contra ella, estereotipos muy arraigados no solo en Venezuela sino en la cultura de América Latina. La sentencia dio a conocer a nivel internacional una de las falencias más graves que Venezuela tiene en relación con la atención de la violencia contra las mujeres. De esta manera el caso evidenció la debilidad de su marco normativo, las fallas de las autoridades investigativas y judiciales para atender estos casos. El fallo representa un récord más de las violaciones de derechos humanos que suceden en el país.
Leer Doble crimen me ha revelado algo muy importante. Es una suerte de justicia poética. Cuando ese individuo le gritaba a Linda que no valía nada porque nada tenía, solo proyectaba en ella lo que sabía de sí mismo y de su entorno. Es casi lastimoso.