Lo que callan los medios

No faltan los horrores en lo que se cuenta sobre Venezuela. Abundan y alimentan el morbo. Falta la población que cada día enfrenta obstáculos como el que aquí se cuenta para seguir adelante

El relato colectivo de nuestra violencia tiene más de una cara, una de las cuales es la resiliencia

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

Hoy amanecerá más tarde.
El humo estará más espeso.
Y la luz solar no lo podrá atravesar
otro día igual al anterior 

Desorden Público

 

Cuando se habla de Venezuela, se piensa en inseguridad, corrupción y éxodo. Las primeras planas las ocupan unos malandros de traje que secuestraron al país, mientras que en las de relleno aparecen los chanchullos de las personas relacionadas a ellos. Pero en el futuro, cuando se hable de esta época, habrá que contar que hubo una población que se negó a sucumbir, que con cada amanecer salió a ganarse el pan honestamente pese a los infinitos obstáculos.

Habrá que contar lo que muchos medios no cuentan: la historia de resiliencia que escenificó una población maltratada.

∗  ∗  ∗

Cuatro de la mañana. El terminal de Charallave está ahogado por la oscuridad de un día que no se termina de desperezar. Un montón de gente, con lagañas y el peso de arrancar una nueva jornada, bosteza mientras espera que llegue el primer autobús que partirá hacia Caracas. Miguel se estira con flojera cuando ve llegar a una nueva unidad.

—A ver, a ver. Todos ordenaditos, que de lo contrario no hacemos el viaje —advierte el colector mientras el autobús se estaciona y las personas, como si hubiesen esnifado hiperactividad, se abalanzan en desorden hacia la puerta.

Miguel no entiende el apuro. No entiende el gusto por los empujones y el ajetreo.

Las personas se calman y, una tras otra, abordan el vehículo tras ser cateados. Miguel es uno de los últimos en subir y uno de los últimos en sentarse, aunque no tarda en ofrecerle el puesto a una señora mayor. En ese momento se percata de que, luego del chofer, se monta un joven con pinta de oficinista informal y con un bolso tan grande como para guardar la flojera de todos los pasajeros. Se queda al lado del asiento del conductor.

Arrancan.

Miguel va de pie, apenas sosteniéndose de uno de los tubos de arriba. Con los ojos entrecerrados. A la distancia, le llama la atención un muchacho que viaja en la primera fila de asientos a su izquierda. Lleva un suéter grande: se mete y se saca las manos de los bolsillos, hace señas, ve para los lados repetidamente.

4:15 de la mañana. ¿Listos para terminar de despertarse?

El autobús se detiene. Una mujer embarazada, que había hecho señas, se sube y agradece al chofer. Se sienta sobre el motor. 

El aire tiene una tensa modorra.

Al llegar a Chupulún, el muchacho del suéter se pone de pie. Capta la atención de los pasajeros. Mueve su mano derecha hacia su bolsillo izquierdo, mientras dice:

—¡Esto es un quieto! De esta mano —y, del bolsillo, saca un celular que enarbola— los teléfonos. Y de esta otra —se lleva la mano izquierda a su bolsillo derecho—, los…

La escena se ralentiza, se mueve a esa velocidad en la que todo pasa tan rápido que el cerebro absorbe las imágenes con calma. El silencio del autobús se quebranta por un casi imperceptible coro de inhalaciones. Los pasajeros asustados —y prevenidos: todo charallavense sabe qué esperar cuando sale de casa— entran en ese estado de alerta que los predispone a hacer lo más sensato por sus vidas. 

Miguel ve con detalle cómo el joven con pinta de oficinista informal está apuntando al chofer con un arma, solo dos pasos más allá de donde el muchacho del suéter pretende sacar lo que todos intuyen que es una pistola.

La foto queda tatuada en su retina. Lo que ocurrirá después lo contará durante semanas.

De uno de los asientos del fondo, un hombre saca una pistola. Hace dos detonaciones. El cuerpo del joven del bolso languidece y, acto seguido, se oyen dos detonaciones más: al herido de muerte le da tiempo de accionar su pistola.

Una de las balas da en el brazo del chofer, quien pierde firmeza al sostener el volante y, por consecuencia, el autobús comienza a hacer eses. Por ese movimiento, las puertas se abren. El colector, que está en el puesto del copiloto, alcanza a sostener el volante y enderezar el rumbo. 

El hombre del fondo del autobús, aún sentado, vuelve a disparar. Pero el muchacho del suéter reacciona rápido y, aunque recibe los impactos, ninguno parece menguarlo. Con un instinto animal de supervivencia, observa las puertas abiertas como un guiño del destino. Del Dios de los malandros, quizá. Salta por ellas, con el autobús aún en movimiento y en plena autopista.

Se oye un cornetazo seguido del ruido seco de un hueso que se rompe: un carro pasa a toda velocidad e impacta de lleno al ladrón. Su cuerpo va a dar varios metros más adelante.

No todas las señales son lo que parecen.

—¡Todos tranquilos que yo soy policía, todo el mundo sentado! —grita el hombre del fondo, levantándose y mostrando su placa del Cicpc.

El funcionario recorre el pasillo con la mirada. Ve al chofer sangrando por el brazo, ve tendido en el suelo el cadáver del muchacho a quien le disparó. Y, al observar por el parabrisas, nota a la distancia y sobre el pavimento el cuerpo inerte del otro malandro.

En eso voltea.

En el último de los asientos, un chamo parece que está sufriendo una ataque de ansiedad. Tiembla, ve para todos lados, respira como si hubiese subido el Everest.

—¡Tú también, tú también! ¡Tú estabas con ellos! ¡Salte de ahí! —lo interpela el funcionario al tiempo que lo agarra por el cuello y lo lanza contra el piso— ¡Quédate ahí!

Catea al chamo con la violencia con la que se manosea un saco de boxeo. No le consigue nada. Pero tampoco encuentra motivos para ablandarse con él. Le dice que se quede donde está, mientras lo apunta con la pistola.

—¡Oríllate, oríllate! –grita al chofer.

El autobús se detiene a un lado de la autopista.

En funcionario se acerca al conductor y le revisa el brazo. Concluye que no tiene nada grave. Pero una mujer, que viaja en los primeros asientos, solloza:

—¡Mira, mira!: ¡la mataron, la mataron!

Todos voltean, buscando con la vista a quién mataron. Hasta que dan con la joven embarazada que iba sobre la caja del motor. Su cuerpo está desparramado sobre el piso, frente a uno de los asientos de primera fila. El vientre abultado sangra: ahí dio el otro disparo del malhechor.

El policía se agacha. Le toma el pulso.

—Está viva –dice.

Es probable que solo se haya desmayado por el susto. O eso esperan.

Manda a bajar a todos de la unidad. A Miguel, que continúa de pie al fondo, le ordena:

—Pendiente con ese —señala con la boca al chamo que sigue temblando en el piso.

Luego, se dirige al colector y le pide ayuda para levantar el cadáver. Uno toma los brazos y el otro, las piernas. Lo tiran hacia la calle. El policía se quita la camisa y, con ella, agarra la pistola del hampón para guardarla en su morral.

—¡Bájate, pa’fuera, pa’fuera! ¡Tírate al suelo, al suelo! —se dirige, entonces, al chamo tembloroso: lo levanta por el cuello y lo vuelve a tirar, ahora contra el asfalto.

—Mira, tú: pon un cono o una vaina así por allá —ordena, ahora, al colector, señalando el cadáver del otro ladrón que sigue desparramado varios metros más adelante.

Luego de que la orden es cumplida, le dice que aborde el autobús y lleve al chofer y a la mujer embarazada a la clínica Pasto Real.

El resto de los pasajeros asiste en silencio al cortometraje. Acaso pueden creerse su rol de actores de reparto. Cuando de niños les enseñaron que se ganarían el pan con el sudor de su frente, seguro que no pensaron que solo llegar a sus trabajos podría ser una actividad tan engorrosa.

Seguro que no pensaron que llegaría un día en el que cada región de Venezuela haría quedar a Ciudad Gótica como un paraíso.

La adrenalina comienza a disminuir. Mientras ven al policía hablar por teléfono, toman consciencia de lo sucedido.

—Oye, cómo hacemos. Yo tengo que ir a trabajar —dice un hombre.

—Sí, sí, yo me tengo que ir —explica una señora.

Una muchacha, de repente, se pone a llorar.

—¡Yo me quiero ir a mi trabajo! —se anima un señor mayor.

El policía les hace un gesto que quiere decir algo a medio camino entre quédense tranquilos y dejen de fastidiar. En eso, ve que un autobús se aproxima. Él se para en medio de su camino, con la pistola en una mano y el teléfono en otra. La unidad se frena.

—¿Para dónde vas tú? —pregunta el policía, mostrando su placa.

—Eh, para el Terminal —responde un conductor con cara de que acaba de ver un zombi.

El funcionario murmura algo, pronuncia un okey sonoro y cuelga el teléfono.

—Ajá. Hazme el favor y lleva a todas estas personas para allá —dice.

Miguel y el resto de los pasajeros se suben. El autobús arranca. Se oye un gimoteo en voz baja. Una señora se persigna. Un hombre se afloja la corbata. Dos chamos conversan entre sí. Casi todos ven la postal definitiva: un policía parado en medio de un chamo tembloroso que recuesta su mejilla contra el piso y de un cadáver con dos heridas de bala. De fondo, un cuerpo yace sin vida y lo antecede un cono de tránsito.

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¿Cuántas cosas ocurren en el día a día sin que quede un registro de ellas? ¿Cuántas películas se filman para ningún espectador? Cuando esta historia aparezca reseñada en la prensa, citando a la policía como fuente, no se dará cuenta de los hechos tal como sucedieron: se maquillarán con algunas palabras acaso para dejar mejor parados a los funcionarios. Asimismo, cuando se hable de sucesos como este, lo más probable es que el morbo de la violencia impregne los comentarios, soslayando lo más importante: esos pasajeros que, día a día, solo quieren ir y venir de sus trabajos. Esos hombres y mujeres que escenifican una verdadera épica cotidiana, un acto de resiliencia y de fe que no recibe la luz de los reflectores.  

Al día siguiente de lo sucedido, cuando inicia de nuevo su rutina a las cuatro de la mañana, Miguel ve al chofer con el brazo vendado. Le pregunta al colector por la muchacha y este se encoge de hombros. Luego, sube a otro autobús con destino a un nuevo día de trabajo. Sabe que su victoria es seguir con vida y, de ñapa, tener una historia que contar.